La trilogía completa

miércoles, 31 de diciembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (5ª entrega)

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¿Que hi ha algun faciste per ací?

Una tarde después de comer, mi inseparable primo Caragol y yo, nos dirigíamos al muelle. Como todos los días. Si no lo impedían los bombardeos. Pero como sea que los bombardeos no eran diarios, esta eventual paz era bien aprovechada por la gente. Y los marineros, a lo nuestro, a pescar, ahora que se podía.
No hicimos más que entrar en el recinto pesquero y advertimos que un extraño sujeto, con una escopeta al hombro, caminaba hacia nosotros. Aquel hombre no era del Grao. No le habíamos visto nunca por ahí. Tenía un aspecto amenazador. A mí me dio miedo. Cuando nos cruzamos, de pronto, se dirigió a nosotros y, casi sin parar su marcha, nos preguntó sin mirarnos a penas:

-¿Qué hi ha algun faciste per ací?

Rápidamente le contestamos que no. Que nosotros no conocíamos a ningún “faciste”.
Y sin más, reprendió su andadura.
Pero ¿a dónde iba aquel hombre?. ¿Quién era aquella persona que con toda naturalidad hacia la guerra por su cuenta?
Desde una prudencial distancia le seguimos con la mirada. Tomó camino hacia Almassora. A pie. Solo. Con su escopeta de cazar al hombro. Con decisión; y con una idea fija en su mente: acabar con los fascistas.



Mi padre se salva del “passeget”

Contaba la gente que los milicianos se encargaban de velar por que el nuevo régimen comunista fuera aceptado y respetado por todos.
Pero resultó ser que aquellas personas que antes de la Guerra eran ricas o acomodadas, parecía que aquello de “todos iguales” no lo aceptaban del todo. Como en aquellos días el argumento que se usaba para hacer valer las razones era concluyente -la fuerza de las armas -, no dudaron aquellos milicianos en hacer una especie de limpieza económica e ideológica. Porque, también se comentaba, que justamente los más ricos eran los que más iban a misa. Doble delito. Lo mejor era eliminarlos. Y a eso se dedicaron con especial ahínco aquellos valedores de la normalidad política.





Este barco que está hundido dentro del puerto es el Isadora. Un buque de bandera irlandesa y matrícula de Belfast. Cargado de trigo, fue alcanzado por una bomba que lanzó un solitario hidroavión que solía visitar casi todas las noches el puerto de Castellón desde su base de Palma de Mallorca. Era el año 1937. Una vez terminada la Guerra, volvió a Castellón el Isadora, pero ahora se llamaba "Cabo de Oropesa", pues la naviera que lo rehabilitó (que se dedicaba a reparar buques siniestrados) tenía por costumbre poner el nombre del cabo más cercano al lugar donde el barco había sufrido el percance.

Los modos que hacían servir los milicianos eran toscos, macabros.
Cuando iban a por alguien, se montaba una desagradable pantomima. Un coche repleto de milicianos aparcaba frente a la casa de la persona en cuestión. En el coche había cinco o seis milicianos armados preferentemente con escopetas de caza. Un par de ellos bajaban del coche y llamaban a la puerta. Preguntaban por la persona a quien venían a llevarse. Sólo se trataba de ir con ellos en el coche, que le darían un pequeño paseo.
Esta espeluznante práctica, conocida entre nosotros como “fer el passeget”, fue especialmente habitual durante los primeros meses de la guerra.
No era raro encontrarse en cualquier ribazo de la marjalería, o junto “als blocs” que había en la entrada del pinar, o en cualquier lugar de las afueras del Grao, el cadáver de algún infeliz, la cabeza reventada de un tiro de escopeta, el cuerpo inerte sobre la tierra. Tal como lo habían dejado quienes lo habían matado.

Un día, fue a cruzarse mi padre con unos milicianos a quienes no conocía. Pero ellos le llamaron por su nombre: ¡Francisquet!
Mi padre, alertado por aquello, levantó la mirada, y enseguida le espetó el que parecía llevar la voz cantante:

-Francisquet..me pareix que un dia d’eixos anirem a ta casa i te farem un passeget...

Terminó aquel miliciano de decir aquellas palabras con una horrenda media sonrisa. Dicho esto continuaron su camino.
Lívido de terror llegó mi padre a casa. ¿Qué hacer?. Iría a la comisaría y daría parte al Comisario de los hechos.
Así lo hizo. El señor Peirats era el Comisario a quien tuvo que dirigirse. Por fortuna, tomó el Comisario tan en despropósito aquellas amenazas de las que había sido objeto mi padre, que puso especial interés en que no se llevara a cabo una tropelía semejante. Y lo consiguió. Y le salvó la vida a mi padre.
El sinyo Peirats cuando se terminó la Guerra hubo de exiliarse a Francia. Sólo pudo regresar allá por los años setenta. Recuerdo que, cuando mi padre se enteró de que el sinyo Peirats había vuelto al Grao, no dudó ni un instante en ir a su casa y, otra vez, volver a darle las gracias. Casi cuarenta años después.


martes, 9 de diciembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (4a entrega)

La aviación efectúa los primeros bombardeos sobre el Grao

Pronto conocí el zumbido de las bombas y el trágico sabor de la guerra.
Después de aquellos primeros días, raros y desconcertantes, siguieron otros teñidos de inequívoca certeza. Estábamos en guerra. Una guerra en toda regla. Dos bandos. Dos banderas. Dos frentes. Dos escuadras. Dos ejércitos. Dos estúpidas razones para luchar a muerte. Como mandan los cánones bélicos.
Nosotros éramos del bando de los republicanos o “rojos”. Y combatíamos contra los “fascistas” o “nacionales”.
Poco más sabíamos. Nuestros fatales enemigos eran los “fascistas”, eso sí que lo teníamos claro. Tan claro como que los “fascistas” eran españoles, tan españoles como nosotros.
De la misma forma que teníamos claro que los curas y demás religiosos eran también mortales enemigos nuestros:

Visca la República del mes de maig
capellans i frares tots afussellats..”.

Así decía una festiva cancioncilla que los muchachos cantábamos con candorosa inocencia.
El manifiesto no ofrecía duda. Ni un cura. Había que acabar con ellos. Eran nuestros enemigos. ¿Pero por qué? ¿Y Mossèn Llorenç también? Tendrían que pasar muchos años para que yo llegara a comprender lo que estaba ocurriendo.
Lo cierto era que aquello fuera como fuese seguía su curso.
Y nuestros implacables enemigos, los fascistas, a lo suyo: a muerte con los “rojos”, que éramos nosotros.
Y así fue, que los “fascistas” tomaron la costumbre de bombardearnos.
Sin venir a cuento. De forma esporádica. Con el único fin de sembrar el pánico entre nosotros. No hay que olvidar que nosotros éramos sus enemigos.
Pues bien, algunos días, por la mañana solía aparecer un solitario avión en lo alto del cielo “grauero”. Era “la pava”. Un trimotor alemán. Un “junker”. No había peligro inminente. “La pava” no efectuaba bombardeos. La gente decía que hacía fotografías; que inspeccionaba el terreno. En otras palabras, que preparaba el campo de acción a otros aviones que seguro vendrían al día siguiente, pero éstos, con otras intenciones.




Trabajadores del puerto y de la “Panderora” tratando de arreglar los serios desperfectos causados por los bombardeos de la aviación “fascista”. En la imagen, estado en que quedó la verja del puerto a la altura de la casa del “sinyo Bellés” que afortunadamente sólo sufrió roturas de cristales. La foto data del año 1937.

No fallaba. Fatídicamente puntuales, los “junkers”, tal como había anunciado “la pava” el día anterior, hacían acto de presencia.
El terror se apoderaba de todos los “graueros”. Dos o tres “junkers” en parsimoniosa formación, manchaban el cielo “grauero”.
Antes de verlos, los oíamos. Era un “run, run” cansino, insistente, contumaz, lejano, mortal.
A estos apagados sonidos enseguida se unían otros; eran las estridentes sirenas que anunciaban la inmediatez del bombardeo.
El aire se hacía denso. Lleno de ruidos. Repleto de voces. Saturado de gritos caóticos.
Y la gente corría y corría hacia ninguna parte.
Corrían hasta que en el aire se dibujaban unos largos y finísimos silbidos. Entonces las gentes se echaban al suelo, se cubrían la cabeza con las manos y permanecían quietos. Terriblemente quietos. Las bombas, dos o tres a lo sumo, estaban cayendo. Pasaban unos segundos. La respiración se hacía entrecortada y dificultosa. El silencio era sepulcral. Sólo se oía el penetrante sonido de los obuses desgarrando el aire. Eran unos instantes de macabra espera. En estos momentos no se piensa en nada. La mente se paraliza. Y el ánimo espera, sólo eso, espera que la bomba no caiga cerca de donde uno se ha apostado cuerpo a tierra.
Por fin, hay unos estruendos ensordecedores. Entonces, instintivamente, uno cierra la boca y aprieta los dientes. Las manos se aferran con más fuerza a la cabeza. El cuerpo se estremece.
Para bien o para mal ya ha pasado todo. La bomba ha estallado. Y de forma inconsciente, uno se mira y se ve vivo. Esta vez ha habido suerte. Pero de inmediato, se vuelve a la realidad, al entorno, y se levanta la vista, y se intercambian miradas con las personas que aún recostadas en el suelo, van incorporándose cautelosamente. Hay una pregunta que nadie se atreve a formular: ¿dónde habrá caído esta vez?.
Pasados estos intrigantes momentos, nos levantamos. Miramos en derredor. Una columna de humo se adivina unos centenares de metros más allá. No lejos de ahí, otra espesa humareda se eleva negra y turbulenta. Son el producto del bombardeo. Esta vez han sido dos bombas.
Las noticias son apresuradas y fatídicas.
Uno piensa que sea como fuera, el hecho de estar vivo es todo un éxito. Poco a poco, la vida retoma la normalidad.

lunes, 24 de noviembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (3a entrega)




La Iglesia del Grao es saqueada

Aquellos primeros días eran turbios y desconcertantes.
La sinrazón parecía haber anidado en las mentes de las personas adultas. ¿Pero es que de pronto la gente se había vuelto loca?
La exaltación y la histeria, y la intranquilidad y el miedo, se apoderó de unos y otros.
Los había, que parecían embriagados de furiosa alegría o rabia. Y se paseaban por las calles del Grao lanzando gritos en medio de una terrible algazara; aireando su euforia a los cuatro vientos.
¿Por qué estaban tan contentos? ¿Qué estaban celebrando? ¿Qué estaba pasando?
Pero, en cambio, otros, muy lejos de participar de aquella fiesta, permanecían serios y preocupados. Temerosos. Huidizos.

El mismo día que se efectuó el asalto al cuartel de la guardia civil, los milicianos irrumpieron, escopeta en ristre, en la iglesia del Grao.
La iglesia, en aquel tiempo, estaba situada justo donde hoy está la plaza Virgen del Carmen. Allí acudieron decenas de oscuros milicianos.
Lo que hoy constituye la calle Sebastián Elcano apareció tomada por ellos. Nosotros, desde la bocacalle de la calle Gravina, observábamos lo que pasaba.
Una anónima muchedumbre, a voz en grito, entraba en el interior de aquel recinto sagrado. ¿Qué diría Mosén Llorenç? ¡Seguro que les desalojaría de la iglesia y les echaría una reprimenda! ¡Aquellas no eran maneras de entrar en la iglesia!
Pero alguien nos dijo que el cura párroco del Grao de Castellón, a estas horas ya no estaba allí. Había huido. Estaba escondido en algún lugar del Grao. También nos aseguraron que si le hubieran encontrado allí, muy posiblemente hubiera seguido la misma suerte que los guardias civiles.
Las risotadas y bravuconadas de los milicianos acapararon nuestra atención. Mis primos El Roig, El Moreno, Caragol y yo, quisimos acercarnos a ver en qué quedaba todo aquello.
En la plaza Virgen del Carmen, enfrente de la iglesia, fueron depositando todo cuanto de religioso encontraron en su interior, que era casi todo. Como si aquella cualidad fuera algo maligno.
Fueron amontonando en caótica e irrespetuosa disposición los bancos, los cuadros, libros litúrgicos, alfombras, imágenes de santos, crucifijos, hábitos religiosos y todo cuanto tuviera que ver con la religión.
La imagen de San Pedro fue decapitada de una certera patada. Unos desaprensivos jugaban a lanzarse la cabeza del santo.
Algunos reían con furiosas carcajadas las gracias de uno que había cogido los hábitos de monaguillo y que, jocoso, se paseaba entre los suyos tañendo una campanilla.
Para fin de fiesta, prendieron fuego a todo aquello. Y las llamas crepitaron con una violencia exultante, rabiosa...irreal.
La iglesia quedó totalmente desnuda por dentro. Vacía y herida de muerte.
Unos días después, el Ayuntamiento, - que ya tenía planificado desde tiempo atrás su derribo - procedió a demoler la iglesia del Grao. Esta vez con total legalidad y civilizados modos.
No se levantaría una nueva iglesia en el Grao hasta las postrimerías de la Guerra. Fue cuando las tropas del General Franco entraron en Castellón.
Los niños, tras la toma de Castellón, habíamos de quedar adscritos como “flechas” en el organigrama socio-militar del nuevo régimen. Los “flechas” éramos una suerte de soldados infantiles a los que se nos aleccionaba de nuestra grave misión en la “nueva España”. Una de nuestras primeras acciones habría de ser presenciar en ceremoniosa y marcial formación, junto a otros soldados “de verdad” llegados del cercano frente de Nules, la colocación de la primera piedra de lo que sería la futura Iglesia de San Pedro. Allí habríamos de formar con severa apostura pueril, mi primo Caragol y yo, junto al resto de los “flechas” graueros, entre los plácemes del ejército triunfante y la restablecida autoridad del clero, con Mossén Llorenç al frente. Pero todo esto estaba por llegar. Dos años largos de guerra mediaban aún entre la demolición de la antigua iglesia del Grao y la construcción de una nueva.

sábado, 15 de noviembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (2a entrega)


Estalla la Guerra

Después de unos días de aquella conversación, una mañana, camino del muelle, advertimos mis primos El Roig, El Moreno, Caragol y yo, una rara actitud en las gentes. Torvas miradas en los vecinos. Inusual trasiego en las calles.
Había unos extraños individuos vestidos con unos inquietantes monos azules que dominaban el ambiente. Su indumentaria hacía pensar que pudiera tratarse de mecánicos, si no fuera porque llevaban una escopeta al hombro y una cartuchera rodeando su torso. Los mecánicos no van armados. Llegamos a pensar si no serían cazadores. Todos iban vestidos de igual forma; daba la impresión de que aquellas personas iban uniformadas. Los cazadores no visten de uniforme. Por sombrero llevaban un gorro militar. Bien visibles, habían escrito con zafios trazos, algunas letras en un lateral del gorro: C.N.T, U.G.T, F.A.I, U.H.P, P.O.U.M, A.I.T...
Un jovenzuelo que pasaba por allí, viendo que andábamos ciertamente despistados nos lo aclaró: eran milicianos, y su función era clara; ellos serían los que arreglarían España. Para eso habían salido a la calle.
Nos quedamos más aturdidos y confundidos que antes. ¿Pero qué había que arreglar? ¿Y para eso hacía falta escopetas? Empezaba a comprender cada vez menos.


El “Mahon”

Los milicianos confluían de todas partes al centro del Grao. Una vez allí, tomaron la dirección del cuartel de la guardia civil.
Al rato, vimos venir de allí unos guardias civiles desarmados que montados a caballo y custodiados por los milicianos, formaban un tétrico desfile.
La mirada de aquellos guardias civiles, perdida, apagada, vencida; su rostro, lívido. Mortalmente silenciosos. Sólo se oía el metálico traqueteo de los cascos de los caballos, que retumbaba en la calle con funestos redobles.
Los milicianos les conducían hacia el puerto. Y los guardias civiles, sin ofrecer resistencia alguna, con feroz mansedumbre, se encaminaban hacia el muelle.
Nosotros nos dejamos llevar por la curiosidad, y seguimos los pasos del enigmático cortejo.
Allí en medio del puerto, a unos diez o doce metros del muelle, había un barco, el Mahon. Estaba amarrado dando la popa al muelle.
Cuando llegaron los guardias civiles, los armados milicianos les hicieron desmontar, y uno a uno los introdujeron en la bodega del barco. La gente susurraba cosas. Pero nosotros, allí de pie, entre la gente, cada vez entendíamos menos.
Algunas frases sueltas de los tácitos comentarios de la gente, nos hicieron saber que aquel barco hacía las funciones de cárcel. ¡Estaban encarcelando a los guardias civiles! ¿Quiénes eran aquellos milicianos?
La Guerra Civil empezaba a sentirse en el Grao de Castellón.

sábado, 8 de noviembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (1a entrega)

Preocupantes noticias en altamar

Hacía poco que habían cerrado las escuelas. Mi primo Caragol y yo, ahora libres de obligaciones académicas, nos embarcamos al llangostí , a ayudar en la faena de casa.
En aquel tiempo, mi tío Pepet y mi padre cuando llegaba el mes de mayo, como sea que empezaba la veda, dejaban de un lado el bou y se dedicaban por unos meses a la pesca del langostino.
Era esta una actividad pesquera primitiva, que tenía lugar muy cerca de la costa, a escasas dos o tres brazas de profundidad. Tan primitiva era, que se llevaba a cabo a vela. Ahí es donde yo aprendí, con mis once años, el manejo de la vela latina.
Un día del mes de julio del año 1.936, camino del Grao, llevados por el buen viento, mi primo Caragol y yo, observamos que, a bordo, mi tío Pepet y mi padre sostenían una seria conversación. La gravedad de sus rostros hizo que aguzáramos el oído y nos acercáramos a ellos por tratar de ver cuál era el motivo de aquella preocupación que se adivinaba en sus semblantes.
Sí, realmente había desazón y abatimiento en sus miradas.
Hablaban de un señor llamado Calvo Sotelo, que lo habían asesinado; que mi padre lo había leído en un periódico. Que allí en el periódico se hablaba de una posible revolución que “sería como la Revolución Francesa” según apostillaba mi padre. Que se preparaba una conflagración nacional. Que el ejército estaba en pie de guerra...
Cuando oímos aquella palabra, nuestra mirada se dirigió inquisitiva hacia los dos interlocutores. Fue del todo inútil pedir aclaraciones de lo que estaban hablando, porque nosotros éramos tan sólo unos niños, incapaces de entender la magnitud del conflicto que parecía inminente. Y la verdad es que no insistimos más. Nuestra mente pronto se relajó, y volvimos a la realidad infantil, más preocupada por ver si llegábamos pronto a tierra para ir a bañarnos a la playa, que por los extraños líos que parecían envolver a las personas adultas.

sábado, 1 de noviembre de 2008

La inmigración en el Grao de Castellón (3a entrega)







Inmigrantes de Peñíscola

Inmediatamente después de terminada la Guerra Civil, el Grao de Castellón asistió a otra oleada inmigratoria que, aunque menor en número que las anteriores, no fue por ello menos importante.
Sabida por aquel tiempo la riqueza de las aguas de Castellón, y la solidez de su puerto, que superaba con mucho al de Peñíscola, muchos peñiscolanos optaron por imitar a los torreblanquinos y, con sus familias y enseres, pusieron rumbo a Castellón.
Ejemplos de este movimiento migratorio hacia aguas castelloneras son: Los hermanos Garí, Els Panxes, Els Ferletes, Els Xiverques, El sinyo Robertet, El sinyo Granero, El sinyo Favorito y, Manuel Albiol, más conocido por Manuel el de Dinero por pertenecer a la familia dels Dinero. Fue Manuel Albiol persona principal y destacada de la vida pública “grauera” durante más de cincuenta años, desempeñando repetidas veces el cargo de Presidente del Pósito de Pescadores y también Patrón Mayor, cargo éste que ostentó hasta que ya, con casi ochenta años, le sorprenió la muerte.



Inmigrantes de Altea

Casi a la par que los peñiscolanos llegaban al Grao de Castellón, otra inmigración, esta vez desde el Sur, tenía lugar en el Grao, la de los alteanos.
Eran éstos menor en número, pero no en conocimientos marineros, ya que desde un principio se mostraron como perfectos conocedores y dominadores de la pesca del fanal.
Recordemos como muestra de excelentes patrones a Cul d’aladroc, que mandaba la barca de Emilio Falomir y, Oli que fue patrón de una de las barcas de Emilio Fabregat.


Inmigrantes andaluces

Allá por los años cincuenta se fraguó la penúltima de las grandes oleadas inmigratorias del Grao: la de los andaluces. Entre ésta y la siguiente década, el muelle de Castellón se inundó de gente de gracioso y saleroso hablar. El habla andaluza pronto se hizo familiar. Tanto, que hoy, los andaluces son considerados tan “graueros” como el que más.
En un principio, los andaluces que llegaron al Grao eran mayoritariamente almerienses de Adra y gaditanos de Barbate.
Los andaluces en un principio se dedicaban todos a la pesca del fanal. Y hoy, aunque ya no se dedican la totalidad de marineros andaluces al fanal, siguen mostrando una verdadera vocación por este arte pesquero.


Inmigrantes “del Norte”


Recién estrenada la década de los setenta tuvo lugar la que puede considerarse última inmigración masiva. Fue ésta la de gente norteña. Venían de Santander, y del País Vasco.
Eran barcas grandes, de alta proa y serio semblante, desafiantes.
La gente del Grao, poco acostumbrada a las temibles tempestades de aquellos norteños lares, no construía así sus barcas. Los buques pesqueros mediterráneos de aquella época eran ciertamente pequeños, barquichuelas que poco o nada podían hacer ante un asomo de mala mar: embarcaciones serenas; firmes y alegres; acostumbradas a la bonanza de nuestras aguas.
Los “graueros” veían con admiración aquellos andares poderosos de las barcas del Norte. Barcas recias que estaban fuertemente preparadas para combatir con furiosos mares del Atlántico Norte. Eran unas barcas que estaban pintadas con parcos y sufridos colores. Nunca de blanco. Rojo, azul. En cambio aquí, las barcas presentaban casi todas un pálido semblante, pálido pero vivaz. Un cuerpo blanco que se adornaba con un ribete de otro color, que recorría todo el casco de la barca, y que le daba personalidad a la embarcación. Pocas estaban pintadas con otro color que no fuera el blanco.
Los “graueros”, siempre dispuestos a las posibles mejoras y abiertos a todo lo que suponga avances, a partir de entonces tomaron ejemplo de los buques norteños.
Hoy las barcas “graueras”, tienen un aire más mundano. Más sólido y consistente. Más competitivo. Grandes, potentes, retadoras...


Inmigrantes magrebíes

El año 2000 ha visto afianzarse en el Grao una masiva inmigración de gente del norte de Africa y, aun de otros lugares del continente africano (pero sobre todo magrebíes) que se dedican fundamentalmente a la pesca del cerco. Hasta tal punto está siendo numerosa esta inmigración, que hoy en día casi la mitad de los tripulantes de la pesca del “fanal” son de esta procedencia.


El Grao de Castellón sabiamente, ha asimilado todos y cada uno de los impulsos inmigrantes y de cada uno ha cogido algo. Lo que le ha convenido. Algo a lo mejor que le faltaba. Y le ha dado, eso sí, su toque personal para hacerlo suyo...y para que el Grao de Castellón se convirtiera en lo que es hoy: una primera potencia nacional en tema de pesquera.

jueves, 9 de octubre de 2008

La inmigración en el Grao de Castellón (2ª entrega)



Inmigrantes de Valencia

Mi abuelo Pepet el Famós llegó al Grao en 1910. Había venido desde su Valencia natal, más concretamente del Cabañal, donde se ganaba la vida pescando al arrastre en aquellas aguas.
“La Caragola” era una “grauera”, dueña de un pareja de barcas de bou que, habiéndose quedado viuda, tuvo la necesidad de buscar a alguien que le mandara sus embarcaciones, es decir buscaba un patrón de bou. Quiso el azar que estas noticias llegaran hasta oídos de mi abuelo. Que requerían allá en Grao de Castellón un patrón para mandar una pareja de barcas de bou, por supuesto de vela, de vela latina se entiende. ¡Aquellas feraces aguas “castelloneras” envidia de los valencianos!
Mi abuelo hizo firme la decisión de ir al Grao de Castellón y, si la cosa cuajara, quedarse allí el resto de sus días.
Curiosamente, mi abuelo, al igual que “La Caragola”, también era viudo. Así que un día, él y su prole, formalizada la situación, emprendieron camino del Grao de Castellón. Ya nunca más regresarían al Cabañal.
El hecho de que tanto La Caragola como mi abuelo, Pepet El Famós, contaran con descendencia, no fue obstáculo para que formalizaran relaciones viudo y viuda...y terminaran casándose. Y, con el tiempo, también hubo uniones matrimoniales entre los hijos de una y los de otro, formando una especie de clan, donde todo giraba en torno a la pesca, pescando unos y vendiendo pescado otros. Y de esta manera afianzaron sus raíces una de las primeras sagas foráneas que prestaron y recalaron ya para siempre su linaje en el Grao.
En aquellos años comienza a afianzarse en el Grao la pesca del bou. Pronto en el Grao la aceptación de este arte de pesca se hizo común. Tanto, que en el Grao no había ni suficientes barcas, ni bastantes patrones para satisfacer las necesidades de aquellos emprendedores “graueros”. Además, otro problema añadido era la falta de rederos. El bou precisa del redero, no ya para la confección del arte sino para su posterior reparación.
A parte de mi abuelo, fueron llegando, a requerimientos de la demanda pesquera “grauera”, “Vicent de la Grilla”, El Ruc, Els Mananes, los hermanos Torra... y los rederos: el sinyo Ramon, apodado “El sastre” que estaba casado con la Pelegrina. El sinyo Ramon fue el maestro de la mayoría de los remendaors graueros de aquellos años, especialmente de los que se dedicaban al bou. Discípulos suyos y excelentes rederos todos ellos fueron Els Macarenos, Manuel y sus primos, els Rates: Tomàs El Rata y sus hijos y nietos, estos últimos todavía hoy en activo. También debemos recordar a Vicent, Pepe, Ximo, Lluïset, el Tatano...
Paralelamente a estas aportaciones humanas foráneas, los “graueros” ya habían asimilado plenamente el nuevo arte pesquero del bou y ya nos encontramos en estos albores de siglo con buenos y acreditados patrones nacidos en el Grao: Pepe y Jaume de Masses, Pepito y Miquel els Valentins, Pepet de Mateu, marido de Teresa La Pato que era dueña de una pareja de barcas veleras de bou...

De esta manera, los graueros dejaron varados en la playa ya para siempre, sus botes para pescar al volantí y al palangre de menuda, para empezar a dedicarse de lleno y, definitivamente a la pesca del arrastre.



Inmigrantes de Torreblanca

Después de la llegada de los valencianos y, atraídos por la seguridad y amparo que ofrecía el puerto, fueron viniendo al Grao de Castellón la que puede considerarse segunda gran oleada de inmigrantes: la de los torreblanquinos.
Eran éstos unos avezados y diligentes marineros, dominadores del arte del bou, el trasmallo y, diestros en el manejo de la navegación a vela.
Las mujeres también contribuían a la industria pesquera. Las mujeres torreblanquinas se dedicaban en su mayoría, a la dedicación de remendaores, tarea ésta que conocían y desempeñaban con singular maestría.
Este movimiento de gentes de Torrenostra fue un hecho que constituyó un éxodo masivo de pescadores de la playa de Torreblanca hacia el Grao de Castellón, donde echaron firmes sus raíces, y donde fueron recibidos desde un principio con los brazos abiertos; integrándose de tal modo, que fueron numerosísimas las uniones conyugales de gente de Torrenostra con gente del Grao. Yo, sin ir más lejos, estoy casado con una torreblanquina, nieta de uno de esos primeros inmigrantes que en los años treinta decidieron cambiar la precariedad e indefensión frente al mar de la playa torreblanquina, por el abrigo y seguridad que proporcionaba el flamante puerto de Castellón.
Andreu el de Manetes, que era el abuelo de mi mujer, fue uno de aquellos torreblanquinos. Junto a él también vinieron su mujer, María, y con ellos todos sus hijos: Juan Antonio, Josefina, Vicent, Facundo, Manuel y Andreu, (el padre de mi mujer, Joaquina), que era viudo, pues su esposa, Vicenta Rosa, murió en un trágico accidente de autobús camino de su Torreblanca natal cuando aún estaban ultimando las cosas para su traslado definitivo al Grao de Castellón; Vicenta Rosa murió de un golpe en la cabeza, porque no pudo protegerse del impacto, pues llevaba en brazos a su hija Joaquina, que entonces era un bebé, y que no sufrió ni un rasguño porque su madre, al sentir el choque, instintivamente se aferró a ella con su cuerpo resguardándola totalmente, y el golpe mortal se lo llevó su madre. También llegaron al Grao los hijos de éstos, todos aún niños de corta edad: Gabriel y Pepito (hijos de Josefina) y Vicentica y Joaquina (hijas de Andreu). A esta detallada descripción de la familia de mi mujer, que vinieron para nunca más volver, y cuyos hijos y nietos a duras penas tienen constancia de un pasado torreblanquino, habría que añadir muchas más. Sirva como ejemplo un “castellonero” que lo era hasta la médula y, sin embargo, fue también uno de los muchos torreblanquinos que en su momento llegaron al Grao: estoy hablando de Emilio Fabregat, personaje que ha inscrito su nombre con letras de oro en la Historia de nuestro C.D Castellón.

domingo, 28 de septiembre de 2008

La inmigración en el Grao de Castellón

En este primer capítulo de la inmigración en el Grao de Castellón se habla de la naturaleza del Grao y de los inicios del Grao como entidad urbanística. En posteriores posts se irán añadiendo las distintas oleadas inmigratorias que han configurado el actual Grao de Castellón




Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón"

LA INMIGRACIÓN EN EL GRAO DE CASTELLON


Si tuviéramos que buscar un origen o un principio a lo que es hoy el Distrito Marítimo de Castellón tendríamos que situarnos a principios del siglo XIX, recién terminada la Guerra de la Independencia. Allí, en aquellos tiempos decimonónicos es cuando algo comienza a moverse y tomar forma en las fértiles orillas mediterráneas de Castellón.
No quiera esto entenderse como un principio en el sentido literal de la palabra, pues hay constancias históricas de asentamientos humanos desde muy pretéritas épocas.
Desde la Edad Media son continuas las referencias a un conjunto de barracas hechas con troncos del vecino pinar y rematadas con techo de senill que servían como almacén de aperos, y eventualmente como cobijo a los marineros castellonenses.

Pero el comienzo del Grao como entidad urbanística –como apuntábamos al inicio del presente capítulo -, tiene las raíces en unos no demasiado lejanos tiempos. Tiempos que discurrieron entre el cambio atroz que la modernidad impuso en las gentes y lugares, y la vocación marinera de unos hombres y mujeres que decidieron quedarse aquí, haciendo del Grao su casa, y a quienes el Grao de Castellón les ha ofrecido todo: su trabajo y su hogar. Pensemos que en un principio la única razón por la que algunos hombres y mujeres de Castellón decidieron instalarse en el Grao fue la pesca. La pesca como modo de vivir. El comercio llegó más tarde.
De siempre, el castellonense ha sabido de su “escalón” arenoso que había que salvar para llegar al mar, escalón al que se llegaba después de atravesar unos terrenos más bajos que el nivel del mar -los cenagosos y fértiles majales -, escalón que en valenciano es “graó” (de ahí, con el tiempo, las denominaciones de Grao, en castellano y Grau en valenciano).

Pero el “castellonero” era reacio a quedarse en aquella amplia barra arenosa en forma de escalón o, “graó”, que salvaguardaba al marjal de las acometidas del mar. La constante amenaza de la piratería - el último ataque de los cuales data del año 1800 -, hacía que les resultara más seguro a los pescadores de Castellón, efectuar sus pescas, y luego llegarse al plano y consistente centro de Castellón, donde vendía sus capturas y donde tenía su vivienda. A este respecto hemos de recordar que hoy aún perduran resquicios de aquellas épocas. La calle “Pescadores” de Castellón era una calle donde vivían los “castelloneros” que se dedicaban a ir al “escalón”, al “graó” y, desde allí, hacerse a la mar con toscas embarcaciones y primitivos artes de pesca.

Un censo de 1769, según José Sánchez Adell, contabiliza en Castellón 69 pescadores, que viven casi todos en la calle “Pescadores”.
Llegado el siglo diecinueve – de una vez por todas resuelto el problema de la piratería -, hay “castelloneros” que piensan en la posibilidad de permanecer en el “grau”; y levantan allí sus viviendas. Los primeros “graueros” acaban de poner pie en el “Graó de Castellón”. Y a éstos les siguen en pocos años, la totalidad de habitantes de Castellón dedicados a estos marineros menesteres.
En escaso tiempo, aquel escalón o cordón arenoso propio de las tierras valencianas, se va humanizando, se llena de barcas en las playas, de barracas; más tarde de sólidas casas. Parece ya un caserío marítimo.
Un nuevo concepto de pescador había visto la luz: el pescador “grauero”. Aquel que se hace sedentario en el escalón arenoso, en el “graó”. Que hace allí su vida, y que sólo regresa al centro urbano de Castellón en casos de necesidad.

Como dato orientativo citaremos a Javier Tomàs: “...en 1842 el Grao, con su torre defensiva, pertenece al barrio de Santo Tomás de la capital. En esta fecha tiene 55 habitantes, y poco después son ya 120 las barracas y casas habitadas por pescadores...”
En 1845 señala Madoz que el Grao “...va poblándose de pocos años a esta parte de un modo sorprendente...cuenta el día unas 80 casas de mala fábrica y pocas comodidades, y 40 barracas, habitadas la mayor parte por pescadores que surten a los vecinos de Castellón de pescado fresco y abundante...”
Siguiendo a Vicente Ortells Chabrera, advertimos que “...En 1887 se duplicaba el caserío con respecto a 1850. Un total de 195 casas, repartidas a partes iguales entre las de una planta y dos, 22 barracas y algunos almacenes, con 779 personas. El Grau en 1900 ya registra una población de 1.316 habitantes de un total de 29.904 habitantes censados en la ciudad y término de Castelló”.
Según José Sánchez Adell “...al entrar en el siglo XX (concretamente en 1910), cuando la ciudad de Castellón tiene una población de 32.309 habitantes, la del Grao llega a la cifra de 1.816.”

A todo esto, en el Grao no había puerto. Unicamente algún embarcadero, tan frágil como provisional, construido para facilitar el embarque de mercancías, interrumpía la línea arenosa. Una grandiosa y viva playa de arena fina que discurría sin interrupción por delante de las viviendas de pescadores. Por el Norte, entre dunas enormes y algunos atrevidos pinos del cercano pinar, llegaba hasta perderse en los confines de la mirada. Y por el Sur, la playa del “Serrallo” (de la cual hoy sólo queda el recuerdo) que, por aquel entonces, se comunicaba exuberante y lozana con la playa de Almazora sin solución de continuidad.

No fue sino hasta el año 1891 cuando aquel ancestral Grao de Castellón conociera su primera gran transformación: el inicio de la construcción de un primigenio puerto.
Y este hecho lleva consigo una consolidación del embrionario asentamiento castellonense. Y no sólo esto, sino que algunos pescadores de la vecina Almassora vienen al Grao de Castellón con sus familias con la intención de quedarse aquí, a pescar al amparo del naciente puerto que se está construyendo. Esta, aunque de poco volumen podría considerarse como la primera de las inmigraciones del Grao.















viernes, 30 de mayo de 2008

Este blog estará de vacaciones los meses de junio, julio, agosto y septiembre. En octubre nos volvemos a ver con más historias y vivencias del Grao de Castellón. ¡Hasta entonces!

lunes, 5 de mayo de 2008


Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón":


LAS COMIDAS MARINERAS

Lo que viene a continuación hace referencia a las costumbres culinarias de pasadas décadas en la vida cotidiana de los pescadores del Grao de Castellón. Los años en que yo fui marinero. Seguramente, en otro litoral hubiera otras prácticas, otros hábitos distintos, pero yo me ceñiré a aquellas vivencias que tuvieron como testigo las aguas litorales de Castellón.
Hay que tener en cuenta que desde mediados los años treinta en que inicié mi carrera como marinero, hasta el año 1985 en que me jubilé, hubo cambios. Así, pasé de las teas y el carbón, al gas butano; del ventall para avivar el fuego, a la clavija de la cocina de gas. Pero lo esencial no cambiaba. No fue sino hasta bien entrada la década de los ochenta cuando decididamente, una de las facetas que más entrañablemente guardamos en la memoria los pescadores de mi época, el rito de las comidas, al frente de las cuales estaba el cocinero, empezó a caer en desuso hasta terminar por desaparecer.
Cuando yo empecé a ejercer el oficio de marinero, recién terminada la Guerra Civil, nada era igual a como es hoy.
Hoy en día, los marineros, amparados en los potentes motores y las magníficas embarcaciones de que disponen, plantean la jornada laboral de manera muy distinta a como se hacía tiempo atrás.
Los tripulantes de las barcas acuden a sus puestos de trabajo provistos de sus correspondientes vituallas. Traen la comida ya cocinada de casa. No faltan las funcionales e inevitables latas, símbolo de la modernidad; ni los “tetrabriks,” que guardan zumos de mil clases o leche, o agua, o vino. En cualquier caso, a bordo se dispone de una moderna cocina por si alguien quiere calentar su comida.
Como si de cualquier trabajador “de en tierra” se tratara, llegado el momento, el marinero se sienta en un rincón, y echa mano de su bien surtida bolsa o mochila, que cada uno trae consigo a bordo. Hoy se ha hecho innecesaria la figura del cocinero...


El cocinero

Echando la vista atrás, puedo ver aquellas barquichuelas repletas de marineros; pescadores de pies descalzos y rostros ennegrecidos por la carbonilla del renqueante motor; y en un rincón, muy aplicado en sus menesteres, un marinero, que cuchillo en ristre, da sus últimos retoques al guiso que pronto degustarán todos los allí presentes. Es el cocinero. Un principal personaje de a bordo, tan necesario como discutido.
Aunque es fundamental la figura del cocinero, el cargo no suponía ninguna compensación económica. Eso sí, se le dispensaba de ciertas labores; dispensa que era saldada sobradamente por las fecundas horas dedicadas a preparar el alimento a los marineros. Pero hay que decir que ésta es una ocupación de mucha responsabilidad, porque el cocinero es blanco de todas las exigencias de los marineros, que dicho sea de paso, se muestran implacablemente críticos con los guisos del cocinero. De ahí que, para un buen cocinero, ver a la marinería comiendo con avidez y fruición la comida que él ha preparado, supone quizá la mayor compensación a su buen hacer.
Para acceder a la condición de cocinero de una barca, no era preciso tener conocimiento de nada especial. ¡Qué marinero no es capaz de preparar un arrossejat o un suquet de morralla...? Absolutamente todos eran capaces. Era algo que conllevaba la profesión de pescador.
Por eso, cuando algún cocinero se “quedaba en tierra”, el patrón, así, sin más, se dirigía a cualquier marinero y le decía: “...ara seràs tu el cuiner...agarra les estrasses i...vinga...ja pots començar”
Les estrasses eran una especie de manoplas que protegían al cocinero de posibles quemaduras. Con ellas salvaguardaba sus manos, y podía sacar del fuego los cacharros con total seguridad y garantía. Les estrasses habían salido de algún trapo viejo, o un vela inservible y perdida que alguien encontró en un almacén. Así se confeccionaban dos manoplas de tela, de recia y resistente textura, que unidas mediante un mugriento cordel, se las colgaba el cocinero al cuello con el fin de tenerlas siempre a mano. Les estrasses eran el símbolo del cocinero.
Con cierta frecuencia pasaba que el nuevo cocinero no acertaba el gusto a los comensales. La crítica, como decía antes, inexorable, no aprobaba la calidad de los condimentos del nuevo responsable de la cocina. La insolencia de los marineros era contestada con un gesto brusco del cocinero, que quitándose con arrogancia les estrasses del cuello las arrojaba con furia sobre cubierta. Acababa de presentar su dimisión como cocinero. Que sea otro. Estaba visto que no era capaz de tener contenta a la exigente marinería. Si la dimisión era aceptada por el patrón, efectivamente, otro marinero, debería ponerse les estrasses.
Yo, fui uno de esos marineros que en alguna ocasión tuve que ponerme les estrasses.
Cuando el cocinero de nuestra barca se quedaba “en tierra”, era yo quien asumía esta responsabilidad en tanto se buscara otro. Por eso, tal vez por nostalgia, quizá por vanidad, quiero recordar aquellos platos marineros, genuinamente marineros, que se elaboraban en alta mar y, que hoy, se elaboran en los restaurantes..."

domingo, 13 de abril de 2008

Aparecen los primeros motores marinos en el Grao de Castellón

Siguiendo la evolución del Pósito de pescadores que se inicia en "la Barraca", un hecho fundamental en la historia de la pesca tienen lugar: la aparición de los motores marinos. Veamos cómo se trata este tema en el presente extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón":





Aparecen los primeros motores marinos en el Grao de Castellón

La Barraca se consolida en esta primera década del siglo XX como lugar fijo de compra y venta de pescado.
Hay ya unas normas y estatutos que hablan de la importancia de la institución naciente.
Se ha creado, impulsado por el aumento del volumen de capturas, la figura de un personaje, el apuntaor. Es este un empleado de La Barraca que tiene la misión, como su nombre indica, de apuntar la cantidad de pescado que ha adquirido determinado comprador y anotar el precio convenido, pues aunque el precio no solía variar a lo largo de la temporada, ya empezaban a dejarse sentir ciertas fluctuaciones de mercado que en los años siguientes se harían patentes.
El primer apuntaor que hubo en el Grao fue Manolo El Cabut. Cuyo verdadero nombre era Manuel Ibáñez.
Era Manuel Ibáñez persona locuaz, y elocuentes eran sus razones y argumentos. Tanto, que pronto se le conoció entre las gentes del Grao por el apelativo de Manolo el parlaor.
La llegada de los años veinte, trajo al Grao un hito revolucionario: en el año 1925 se instala el primer motor marino.
Sin duda alguna, es este un paso determinante y definitivo para la pesca.
Todo, a partir de ahora, cobra una nueva dimensión. Por supuesto, los primeros en notarlo son los marineros.
En los días de navegación a vela, las calmas, tan temidas por su ineficacia pesquera, ya que entonces no se podía correr bou, eran no obstante, largamente aprovechadas. Y no siempre mal avenidas, por cierto, entre la marinería. El marinero, en estas premiosas y vanas horas que debe pasar sobre las quietas aguas en tanto volviera el viento, dejaba pasar el tiempo complacientemente, sin cuidado alguno, relajado contemplando el mar; echarse una siesta. Los había que se aplicaban en labores artesanales...lo cierto es que sobre cubierta, también reinaba la calma.
El motor vino a trastocar todo eso.
Ya no importaba el viento. Las barcas tenían la fuerza motriz asegurada. En otras palabras, no había a bordo momento de calma.
Tras un bol, otro. Hasta llenar la barca de pescado. Y entonces, a tierra. A vender el pescado.
Aquello era un invento extraordinario. ¡El viento artificial!. Por primera vez en la milenaria Historia de la Humanidad, el hombre ya no depende del viento para surcar con premura y solvencia los mares.
Ya no eran necesarias las parejas de bou. La fuerza del motor hacía posible que con una sola barca, convenientemente habilitadas unas portes en la boca del bou, era esto suficiente para que el bou abriera sus fauces en toda su magnitud.
Los armadores se frotaban las manos. Los duros de plata correrían a partir de ahora entre las familias “graueras”. ¡Aquello era un invento fabuloso!
La codicia que todo pescador lleva dentro, afloró en ellos en todo su esplendor. Pescaban sin parar. El viento lo tenían asegurado.
Como sea que no había horarios establecidos, las barcas podían llegar a puerto en cualquier momento del día; por eso hubo que contratar a alguien que se encargara de avisar a las compradoras del Grao de que había pescado en la Barraca.
Un jovenzuelo de trece o catorce años, Pepito, era el que se dedicaba a estos menesteres. Para ello disponía de una trompeta de latón que hacía sonar ronca y disonante un par de veces y, luego, a viva voz anunciaba:
-Peix a la Barraca!
...Y así, día tras día. Con exceso, sin medida. Despreciando al cansancio. Ebrios de trinufo.
Pepito el de la Barraca, que así era como se le conocía por aquel entonces a ese jovenzuelo que avisaba de la llegada de pescado, como más adelante veremos, fue posteriormente conocido en el Grao por el apelativo de Pepito el Subastaor .
A bordo, la vida cambió radicalmente.
Se acabaron para siempre los plácidos momentos de calma con que la Naturaleza obsequiaba al marinero de vez en cuando.
Las redes eran arrojadas al mar indefectiblemente cada dos horas, que era lo que duraba un bol. O dicho de otro modo, mientras se estaba arrastrando este par de horas los fondos marinos, había ocasión para reponer fuerzas de la mejor manera que se podía. Y ésta consistía principalmente en echarse a dormir.
En el descanso de los marineros había un rítmico martilleo del motor que les recordaba que las redes estaban faenando, y que pronto debían estar prestos a xorrar.
Los pescadores, con el fin de alargar lo más posible ese rato, en cuanto se calava, desaparecían de cubierta y acudían a sus catres. Pero mientras esto ocurría, el cocinero, escrupuloso con sus obligaciones, no dejaba de preparar los guisos. Comidas perfectamente establecidas, con su ancestral horario que ni la llegada de los motores había trastocado.
Así, era norma, a parte del almuerzo, la comida y la cena, preparar allá a las tres o las cuatro de la mañana, un suquet de morralla.
Este uso, en aquellos momentos, en verdad, resultaba fuera de lugar, pero en estos primeros años, el cocinero, ajeno a los nuevos tiempos, y fiel a la ancestral costumbre culinaria, seguía preparando a los exhaustos marineros su pertinente ración matinal de suquet de morralla.
Cuando el suquet ya humeaba en la oscuridad de la noche, y en vista de que la cubierta permanecía desierta, sin que nadie acudiera a la suculenta llamada del oloroso caldo, el cocinero, con cierta ironía, se asomaba por la escotilla del sollado donde dormían los desfallecidos pescadores, y preguntaba:

-...Que no en voleu de suc?

Furioso y rotundo silencio en el sollado. Sólo algún ronquido que más que ronquido parecía una queja, indicaba la osadía del cocinero.
Preferían una y mil veces dormir... que más falta les hacía.
Pero poco después era otra la voz que se introducía punzante y definitiva en la negra estancia donde dormían glotonamente los pescadores. Ahora era la llamada del patrón:
-Ieeeeeeeeeeee......a xorarrrrrrrr!

No existía escapatoria posible. Las redes ya debían estar repletas de pescado. Era hora de recoger las redes.
Unos hombres macilentos, tambaleantes, surgían lentamente por la escotilla, con el estómago vacío, y la boca llena de maldiciones dirigidas al inventor de aquel inclemente artilugio marino que les había robado los momentos de calma.

La Barraca se llenaba todos los días de pescado. Esto hizo que el precio del pescado, que hasta entonces prácticamente no sufría variación en toda la temporada, ahora se viera sujeto a fluctuaciones diarias. Era necesario revisar el sistema de venta del pescado. Se había de buscar otro, más ecuánime y más en razón de la demanda y la oferta.
La solución se halló en subastar el pescado. Quien más pagaba, se llevaba el producto de la pesca allí expuesto. Así de fácil. Todos estuvieron de acuerdo y a partir de entonces la subasta fue el modo de comprar el pescado en el Grao.
Tan sólo habían pasado un par de años desde que se introdujeran los motores marinos. Manolo el parlaor no podía hacer frente él sólo a la doble labor de subastar y apuntar el montante de lo comprado. Había que buscarle un ayudante. No tardaron en encontrar uno. Se trataba de Pepito el de la Barraca, cuyo verdadero nombre era Francisco Pastor, aquel muchacho que hasta ahora se dedicaba a anunciar la llegada de pescado a la Barraca.
Cada vez eran más voluminosas las capturas. La Barraca, se hizo insuficiente para subastar semejante cantidad de pescado.
Se habilitaron dos barracas más.
Una pertenecía al tio Xamussa, padre del célebre Xamussa, a quien “graueros” de varias generaciones mantienen en el recuerdo como seguro abastecedor de cacau, tramús, aigua de cebà... que despachaba hasta la década de los ochenta en su bien surtida paraeta.
Su barraca la conocíamos por el nombre de La fira. Posiblemente fuera debido a que disponía de más potente luz que las otras dos.
La tercera barraca era la de Batiste el de la nevera.
Las tres barracas se encontraban en el carrer de davant. Subastar en una u otra barraca era totalmente libre.

domingo, 16 de marzo de 2008

La barraca

Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón"




Empieza la construcción del puerto

Las obras de construcción del puerto del Grao de Castellón se iniciaron el 16 de marzo de 1891. Esta obra responde a una necesidad. Y es que, a lo largo del siglo XIX, los pescadores del Grao han ido avanzando en sus técnicas pesqueras. Ya la vela latina, lacia y elegante, adorna las barcas que hay sobre la arena. La pesca de arrastre ha empezado a tomar consistencia en el Grao. Las parejas de barcas de bou animan el paisaje playero. En verdad hace falta un puerto. Ahora no se trata tan sólo de aquellas primigenias barcas a remos que practican las artes del palangrillo de menuda y el volantí. En el Grao se ha afianzado la pesca del bou. Y esto requiere que el Grao disponga de un recinto pesquero con totales garantías.

El puerto, desde aquellos tiempos decimonónicos, nunca ha dejado de crecer.
Las obras del puerto, desde que un día, hace más de cien años, iniciaran su andadura, nunca han permanecido estancadas; siempre han tenido motivo de adecuar sus estructuras a las necesidades vigentes; y éstas, continuamente, desde aquel lejano día en que se pusiera la primera piedra, con la Panderola como testigo, han conseguido una y otra vez, desbordar las construcciones portuarias, con nuevas exigencias: desde una ampliación del puerto, lo cual ha constituido una constante en la historia del puerto, hasta la novedosa problemática que sólo se verá cumplida en el próximo milenio, de los nuevos accesos al puerto.


La Barraca

Era una hermosa y tranquila tarde de otoño de fines del siglo XIX.
Por poniente, las rojas nubes, manchadas por un sol agonizante, anuncian el declinar del día.
El mar, sereno y calmoso, casi no da señales de vida. Las olas, en la arena, a penas se dibujan, mortecinas y sin fuerza, en la misma orilla de la playa.

-La mar està com una bassa d’oli!

Alguien, sobre la arena de la playa, lo ha dicho sin esperar respuesta. La ambigüedad del tono, hace que no se sepa si hay reproche o serena placidez, en aquellas palabras.
Sobre la playa del Grao hay varios grupos de mujeres que forman corrillos. Miran una y otra vez mar adentro. Aquella persistente calma chicha estaba retrasando más de lo previsto la llegada de las parejas de bou.
Se conversa animosamente. Desenfadadamente. A gritos. Con exageradas y teatrales gesticulaciones de brazos y cuerpo, cual si estuvieran interpretando un personaje dramático. Pero simplemente están hablando de sus cosas.
Era ya evidente un cierto aire de cansancio en las mujeres, que esperaban en la playa la llegada de las barcas de arrastre, cuando unas velas aparecieron por encima de la escollera de levante, que era lo único que había del puerto que entonces empezaba a construirse.

-Ja estan ací! ja estan ací!

Las parejas de bou, efectivamente, comienzan a arribar al Grao.
Inmediatamente, todo el mundo en la playa, se moviliza. Deben preparase para los trabajos de compra del pescado.
Cuando las pequeñas embarcaciones veleras llegan cerca de la orilla de la playa, arrían la vela y echan el ancla. Las barcas quedan quietas; aferradas a las aguas marinas. Sólo las olas son capaces de alterar con su incansable vaivén el reposo del breve buque pesquero.
Ahora desde una de las barcas los marineros lanzan un diminuto bote de remos al agua.
Enseguida, un puñado de marineros, saltan por la borda de la barca y, con agua a la cintura, van desembarcando el pescado que, dispuesto en sufridos cestones de oscuro mimbre, es colocado en la barquichuela.
A golpe de remo llegan los pescadores hasta la orilla de la playa.
Esta operación se repetía tantas veces como hacía falta. Si la pesca había sido pobre, bien pudiera bastar un solo viaje. En cambio, en días fructíferos, la pequeña lancha efectuaba varias veces el recorrido de la playa a la barca y viceversa.
Una vez en tierra, en pescado es depositado sobre la mojada arena, a la vista de los compradores.
Decenas de ávidos ojos escrutaban la nobleza de lo allí expuesto.
No había más que mirar las expresiones faciales del aquellas mujeres, expertas en la materia, para colegir si se trataba de especímenes de buena, mediocre, o mala calidad.
Si el resultado de la indagación era positivo, se dibujaba en la compradora una cara de satisfacción, prietos los labios, media sonrisa, y ojos entornados bajo unas fruncidas cejas que denotaban manifiesta codicia. Ahora, una vez hallado lo que buscaban, no se apartaban de aquel puñado de peces frescos que parecían su botín, por temor a que viniese otra y se hiciera con la magnífica mercancía que ella había descubierto.
El griterío que se formaba en la playa llegaba a adquirir regulares proporciones.
Los marineros voceaban entre ellos, prestos a las maniobras de desembarque del pescado. Y las compradoras, a voz en grito, iban intercambiando pareceres con sus colegas.
Allí en la misma playa tenían lugar las operaciones de compra del pescado. A la intemperie. Totalmente expuestos a las contingencias climatológicas. Con luz solar, si el curso de la jornada lo hacía posible, o con la penumbrosa iluminación de la luz de la Luna, o en el peor de los casos, alumbrados con la tambaleante y tenebrosa luz de los candiles de aceite vegetal.
Las compradoras disponían de material al uso para efectuar con seriedad y solvencia el pesaje de las capturas.
Consistía éste en una balanza formada por un palo que se clavaba en la arena y, perpendicular a dicho bastón se insertaba otro, horizontal, asido mediante un perno pasado y engrasado con sebo de cordero; en cada uno de sus extremos colgaban un cubo metálico. Las pesas eran unas gruesas piedras de un indeterminado peso. Pero se tenía por cierto que la más voluminosa pesaba una arroba, la mediana, media arroba y, la piedra más pequeña un cuarterón.
El pago del pescado tenía lugar al día siguiente. Esto conllevaba que a bordo, alguien estuviera al cuidado de las operaciones de venta del pescado que acababan de efectuarse. En otras palabras, un marinero tenía que llevar la contabilidad. No, por cierto, pensando en una posible inspección de Hacienda, sino para que al día siguiente, no hubiera duda a la hora de cobrar el montante del pescado. Evidentemente, la compradora hacía lo propio.
Estos movimientos mercantilistas eran puntualmente anotados por los pescadores en un libreta pestilente y mugrienta, pero recia y eficaz, que era celosamente guardada en algún rincón de a bordo.
En dicho libro de registro se anotaba cuidadosamente cada operación.
Si se trataba de una arroba, el marinero lo hacía constar en el libro de contabilidad mediante una raya vertical; si era media arroba lo que se había vendido, quedaba testificado en la libreta con una raya horizontal, y si era un cuarterón, se dibujaba una cruz en la libreta. Claro y conciso. Simple y eficaz.
Estos signos, que vistos en su conjunto semejaban una escritura oriental, eran comúnmente aceptados por todos.
El precio del pescado era fijo; no solía variar en toda la temporada. Las fluctuaciones económicas del mercado aún estaban por venir.
A medida que se cerraban las operaciones de compra del pescado, el griterío se volvía murmullo; murmullo que iba diluyéndose a la par que la oscuridad de la noche crecía. Al trasluz de la noche, se veían unas grises y silenciosas figuras de mujeres, todas ellas cargadas de cestones repletos de pescado que marchaban camino de su casa. Mañana, antes de alborear el día, debían estar preparadas para ir a vender el pescado a Castellón, Almassora, Villarreal, Burriana...
Los marineros, por su parte, preparaban todo para salir a pescar al día siguiente...si el tiempo no lo impedía.
Después, sobre la arena de la playa, la soledad y el silencio nocturno, lo envolvía todo.
Un día de pesca acababa...
Las obras del puerto, con la llegada del nuevo siglo, avanzan a buen ritmo.
Cuando se inició la construcción de la escollera, los armadores recibieron el aviso de que en la playa molestaban; que allí no podían seguir efectuando las labores de venta del pescado, que se buscasen otro sitio donde no molestaran.
De siempre, que los marineros sabían de una vetusta barraca que parecía abandonada. Aquella barraca, cercana a la playa, pero al margen de las obras del naciente puerto, podría servir para las funciones de venta del pescado. No sería mala idea alquilarla. Su propietario resultó ser un señor de Castellón. No hubo problema en que la alquilara. La adecentaron entre todos los marineros. Se compraron los útiles necesarios para pesar el pescado: un par de balanzas nuevas, de hierro, con dos cubos de cinc. Las pesas siguieron siendo las mismas piedras de indeterminado peso. La vistieron de cal. Le pusieron un nuevo y flamante techo de senill... Parecía otra...
El cambio había sido positivo. Ahora empezaban a darse cuenta.
Se acabó el pesar el pescado a la intemperie.
Ya no se hacía tan penosa la espera de las parejas de bou al resguardo del techo de la rejuvenecida barraca.
A cambio, ahora, había unos gastos comunes que pagar.
Estos gastos, puesto que a todos afectaban, era de ley que se pagaran entre todos. No hubo dudas al respecto. Entre todos lo pagarían.
A parte del alquiler y del instrumental antes mencionado, se tuvo que unir otro concepto: la limpieza de la barraca. Se contrató para ello a una “grauera”, Lloïsa la Passec.
Los armadores sintieron la necesidad de unirse para hacer frente a la común labor de llevar a cabo aquello que acababa de nacer.
Al amparo del frágil cobijo de una vieja barraca y respirando y sintiendo el fresco y húmedo aire mediterráneo, aquellos hombres y mujeres de principios del siglo XX acababan de constituir lo que luego se llamó Pósito de Pescadores.

Aquella primitiva unión, fue el germen de lo que hoy es quizá la entidad pesquera más sólida y entrañable del Grao, y que es considerada por todo marinero grauero como una segunda casa: La Cofradía de Pescadores “San Pedro” del Grao De Castellón, o El Póssit...o La Barraca.

martes, 26 de febrero de 2008

El puerto del Grao de Castellón

Cuando yo era pequeño, hace casi cincuenta años de esto, recuerdo que muchas veces, paseando por el puerto, al ver las continuas obras que en él había, le preguntaba a mi padre que cuándo se acabarían. Cuándo terminarían de arreglar el puerto. Y el me contestaba sin inmutarse, yo cuando era pequeño también le hacía esta misma pregunta a mi padre...
Y hoy, mi hija, también me hace la misma pregunta... y es que el puerto del Grao de Castellón no ha dejado de ampliarse nunca, por eso es bueno dejar un rincón a la nostalgia y pensar qué fue de aquel primigenio puerto que hoy ya es historia... Durante muchos años esta piedra con la placa
en honor a quien iniciara las obras del puerto
en el año 1893 José Serrano Lloveras estuvo
situada a la entrada del puerto mercante.


Año 2002, obras de ampliación del puerto


Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón":

El Grao de Castellón antes del puerto

Si miramos atrás en el tiempo, veremos que es ancestral en el Grao de Castellón el uso o costumbre de la pesca.
Existen referencias de ello ya en épocas prerrománicas. Hay también abundantes vestigios en el período de la dominación romana. En tiempos de la conquista árabe y, desde la Reconquista del Rei En Jaume, hasta el siglo XIX, son constantes las alusiones al ejercicio de la pesca por las gentes de Castellón que, se acercan al Grao a efectuar sus capturas. O sea, que podemos afirmar que en el Grao de Castellón se ha pescado “desde siempre”.
Nunca, fueran de la condición que fueran los habitantes de Castellón, resistieron la tentación de acercarse al graó para servirse de la mar.
Ya quedó dicho en otro capítulo que no es sino a principios del siglo XIX que el Grao comienza a ser lugar de residencia fija de los castellonenses que se dedican a la pesca.
Estos primeros castellonenses “graueros”, que ya se dedican exclusivamente al ejercicio de la pesca, montan sus barracas frente a la playa.
No hay puerto. Hay una generosa playa de fina arena que se prolonga larga y fértil hacia el Norte, hasta Benicàssim; y hacia el Sur, hasta alcanzar Almassora.
Todo es excesivo a los ojos del pescador castellonero que ha instalado su barraca frente al mar: inmenso mar que llega a perderse en el horizonte, donde no hay límites. Y el pescador, que se enfrenta a toda esta salvaje y virgen majestuosidad marina con el sólo concurso de un pequeño bote a remos. Esto proporciona al visitante un cuadro simple y conciso: barracas alineadas con la vista fija en el mar y, a escasos metros, unos botes varados sobre la arena.
Son las viviendas y las embarcaciones de los marineros del Grao.
Cada una de estas barcas de pesca pertenece a una familia. El padre es el patrón y sus hijos varones constituyen la tripulación.
Cuando se hacen a la mar, la barca es llevaba a fuerza de brazos hasta la orilla. Una vez allí, la barca siente sobre su oronda panza la libertad de las olas de la playa y, alegre y saltarina, cobra vida. Los marineros con gesto ágil suben a bordo y, cada uno a un remo, ponen rumbo hacia el caladero, que no está lejos de la costa.
Las modalidades de pesca que se utilizan son el palangrillo de menuda y el volantí.

Ambas, son artes basadas en el uso del anzuelo.
El palangrillo consistía en una cuerda (la mare) que era de cáñamo, a la que se han atado unos hilos (cametes) confeccionados con pèl de cuc y pèl de cua de cavall, en cuyo extremo hay un anzuelo; la parte que está atada a la cuerda mare es de color negro ya que está hecha de cua de cavall, el resto hasta llegar al anzuelo, presenta un color semitransparente, es el pèl de cuc.
El volantí se reduce a un fruixa (un trozo de corcho en donde se han enrollado unas decenas de metros de hilo de pél de cuc) rematados por dos o tres anzuelos.
El cebo primordial en aquellos años es la gamba, la gamba de acequia.
Son los propios pescadores quienes se abastecen de estos pequeños crustáceos que habitan las numerosísimas acequias del marjal. Se sirven para ello de unos gamberos hecho a propósito por ellos mismos.
Si alguna vez sobraba gamba, no se tiraba, la freirían para la cena.
Desde un principio, los pescadores tuvieron cuidado de buscar para sus aparejos con anzuelo, hilos que cumplieran dos condiciones: que fueran fuertes y prudentemente vistosos, para que el pez aceptara el engaño con mayor claridad y eficacia.
Estos requisitos los cumplía plenamente el pèl de cuc. El pèl de cuc no es otra cosa que las tripas del gusano de seda que, artesanalmente tratadas, adquirían forma de hebra recia y fina. Justo lo que requería el pescador.
Debo advertir que la elaboración del pèl de cuc nunca fue propia del Grao de Castellón. Els pèldecuquers (los hombres que vendían el pèl de cuc) aparecían periódicamente por las calles del Grao y paseábanse con una gavilla de sedales de un par de metros cada trozo bajo el brazo, y al grito de “¡pel de cuc, pel de cuc!” (pronunciado así, con la “e” cerrada), nos advertía de su presencia.
Era gente castellanoparlante que, según se decía, llegaba desde Murcia. Ataviado con chaleco y sombrero de paja a la guisa labradora, recorría el Grao el pèldecuquer abasteciendo de pèl de cuc a los pescadores. Por otra parte, ésta era la única forma de conseguirlo.
Cuando el pescador efectuaba una compra -que se hacía a peso, por onzas-, se encontraba que había adquirido un montón de filamentos que ahora, con la paciencia propia del marinero en tierra que es muy diferente de la que demuestra cuando está en el mar; sentado en suelo, a la puerta de su casa, premiosa y diligentemente, se dedica a unir los hilos con certeros y concluyentes nudos, hasta lograr un uniforme sedal listo para echarse a la mar.
Esta industria, la del pèl de cuc, sufrió un definitivo declive en la primera mitad de los años sesenta, en pleno siglo XX, cuando el artificial nylon se hizo común entre las gentes del Grao.
El rall es otro de los artes que se usan en aquellos días. Es un modo de pesca “menor”. El fruto de su pesca no es sino anecdótico, y no da más que para, como se hace en la pesca con caña, alardear de pesquera, o, en los tiempos que nos ocupan, contribuir con unas cuantas perras gordas a mejorar la economía familiar.
El rall, como la pesca con caña, siempre, incluso hoy, ha sido una “pesca de afición”, o de recreo. Es decir, que siempre ha sido practicada por aquellos que, terminada su tarea, han tenido a bien coger el rall y probar fortuna.
Este arte consiste en una red circular de hasta 3 metros de diámetro, cuyo borde extremo va provisto de plomos, y de cuyo centro sale un cabo (una cuerda). Se utiliza por una sola persona que, agazapada en la orilla de la playa, con agua hasta las rodillas o, incluso hasta más allá de la cintura, y, en alto, el aparejo listo para ser lanzado, con lentos y cuidados movimientos, observa las claras aguas. Cuando avista algún ejemplar o un pequeño banco de peces que merezca la pena, lanza el rall. Entonces se dibuja en el aire un círculo sinuoso que cae en el agua dejando una estela circular. Hay unos momentos de sepulcral silencio. Y el rallaor, con pericia y suma delicadeza, tira hacia sí de la cuerda. El rall se va cerrando y copando a los infortunados peces. Esto debe hacerse con sentido y esmero, si no, la pesca resultaría infructuosa. Y este pequeño detalle es el que distingue a los buenos rallaors de los simplemente, aficionados.
Las lisas son la especie más capturada en el rall y, en alguna feliz ocasión, la lubinas.
El rall siempre ha tenido una confección artesanal.
En el Grao de antaño y, hasta finales de los años setenta, era entrañablemente habitual, la figura del “grauero”, o “grauera” , que se dedica a tejer redes en su domicilio.
En la calle, pacientemente sentado en una silla a la puerta de su casa, y enfrente otra silla vuelta del revés que le sirve para colocar la red, aquellos hombres y mujeres pasaban horas y horas conversando en silencio con aquel entramado ocre y filamentoso que constituían las redes. Una aguja de madera, un trozo de caña, o alguna pequeña madera rectangular, que constituye la medida, son su sencillo instrumental. Y de allí, poco a poco van dando forma a lo que luego será un rall, o un gambero, o una fila de peces (redes utilizadas para el trasmallo).
Hoy esto ha desaparecido. En el Grao de Castellón ya no hay personas sentadas en la puerta de su casa que se aplican en la confección de redes.
Hoy, el pescador, cuando necesita un arte, sea cual sea, no tiene más que hacer un pedido. Se busca en la guía telefónica una casa comercial que más o menos oferte lo que uno necesita y ya está. La persona que hay al otro lado del teléfono, de forma diligente y profesional tomará nota de cuanto se le pida. Puntualmente el pescador será servido en los términos acordados.
¡Que distinto la impersonal frialdad de ahora, a los modos de antes! ¡tan artesanales!... ¡tan humanos!
En el Grao de Castellón ha habido muy buenos rallaors. Los que pasarán a la historia “grauera” por su habilidad con el rall serán: Els germans Calicanto, Espoló, Nobiles, Blai, Curro, Torrent, El Rubio, El sinyo Malpollastre, Els Callaques, Tomàs El Vigilant y su hijos Tomàs y Guillermo.

Con tan elementales argumentos se hacían a la mar cada día los “graueros” del primer tercio del siglo XIX.
Cuando a mediodía volvían a la playa con el producto de la pesca, la desembarcaban, y la mujer del pescador y sus hijas eran las que se encargaban de venderla en el propio Grao.
Con la cesta a la cadera, llena con toda una amalgama de peces costaneros, iba pregonando a viva voz por las calles de la vila:

- ...Peix fresc! ... esparrallons...donzelles...bogues...mabres...!

Los vecinos del Grao conocían bien aquella cantinela, y en cuanto la oían salían a la compra de pescado fresco. Allí, frente a la puerta de la casa del comprador, tenía lugar la mercantil operación. Un puñado de peces, recién pescados, a cambio de medio real. El precio no variaba nunca.
Y así, casi una a una, las vendedoras, iban recorriendo las viviendas del Grao, hasta que se agotaban las existencias.
A veces, si la embarcación había llegado tarde, podía darse el caso de que ya otras barcas habían surtido de pescado a la totalidad de los habitantes “graueros”. No quedaba más remedio que buscar otros mercados. Y esto es lo que se hacía. El más cercano era Castellón. Sin ningún problema, sin prisa, y con apenas un asomo de resignación en sus rostros, aquellas mujeres, cargadas con cestas repletas de pescado recién capturado, a pie, emprendían rumbo a Castellón por el “Camino Viejo del Mar”. Problema resuelto. Gasto adicional, ninguno.
(en próximos posts continuaremos con esta historia del puerto del Grao de Castellón)

lunes, 28 de enero de 2008

Cae la noche sobre "L'Illa"

El "Mascarat" desde el faro de "L'Illa"
Dentro del capítulo IV del libro "Memorias del Grao de Castellón" está "una fosca en l'IIla" que cuenta los avatares de los grupos de esforzados marineros que se pasaban toda la fosca en esos insulares pasajes. De aquellos momentos he querido rescatar éste: Cae la noche sobre "L'Illa"


Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón"


"Tras la comida, el marinero gustaba de dedicarse al relajante ejercicio de la siesta. El cuerpo lo agradecía, pues si aquella pasada noche había sido fructífera, los trabajos se habían prolongado hasta bien entrada la mañana.

A media tarde, después de la siesta solía llegar la enviada.

Ya estábamos otra vez todos. Dispuestos a pasar otra noche de pesca.

En tanto llegara la noche, en estas horas vagas y yermas, el tedio se apodera de la vida del marinero.

Nada que hacer. Tranquilidad exasperante sobre cubierta.

Cada cual combatía estos momentos a su manera. Los había que se dedicaban a la lectura de aquellas novelitas tan afamadas entonces del prolífico autor Lafuente Estefanía, o a las aventuras de El Coyote de José Mallorquí. Había quien se dedicaba a construir barquitas con algunas maderas que había encontrado en ele puerto y que se había traído consigo; otros jugaban a las cartas; había quienes se entregaban a gratificantes y apasionadas charlas... otros, sencillamente, dejaban pasar el tiempo...

Y el tiempo, implacable, poco a poco iba comiéndose el día. Lánguidamente, pero con atroz decisión, la noche nacía de entre las luces diurnas. El sol se arrinconaba engullido por las montañas hasta desaparecer, no sin antes lanzar un estallido fugaz de mortecina luz rojiza que manchaba el cielo vespertino. El mar, en estas horas crepusculares aún conservará un refulgente color dorado. Es un fulgor efímero sobre las aguas del mar que las olas mecen cansinamente y que va cambiando y perdiendo consistencia a ojos vista.

La luz se hace penumbra.

Las gaviotas vuelven a estas horas a sus peñascos favoritos. Y desde allí, arropadas por las primeras luces de la noche, imperiosas, dominadoras, lanzan claro y fuerte su grito nocturno: "aguá, agua, aguá..."

Y el marinero, que ya percibía la llegada de la noche, oyendo aquel inquietante y lapidario alarido de las gaviotas, sin saber por qué, se estremecía y, como guiado por un extraño poder, se recogía a sus aposentos nocturnos, a la espera de que se le avisase en medio de la noche que había sardinas a la vista. La jornada se había terminado.

jueves, 3 de enero de 2008

Amanecer en "L'Illa"

Amanecer en L'Illa
La expresión "L'Illa" es como se conoce entre los marineros del Grao a las islas Columbretes. Este extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón" titulado "amanecer en L'Illa" forma parte del capítulo IV, capítulo titulado precisamente "L'Illa". Y dentro de este capítulo, el presente apartado forma parte de "Una fosca en L'Illa" que es un subcapítulo que narra las andanzas de aquellos pescadores de la postguerra cuando se iban a las Columbretes a pescar sardina durante toda una fosca (período en que la luna tiene poca o nula luminosidad en la noche).


Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón":


Amanecer en L'Illa


Durante la noche, a bordo, a falta de luz eléctrica, los marineros tenían que ingeniárselas con primitivos usos. El fuego contra la oscuridad. Como en los más recónditos tiempos del ser humano.
Para los espacios cubiertos se habilitaba o bien velas de cera, o también candiles de aceite.
Pero en cubierta esto resultaba insuficiente. Así es que, el marinero debía buscar otras soluciones. Una de ellas, la más eficaz, era la confección de antorchas. El pescador de aquellos tiempos era diestro en estos menesteres. Para ello, se cogía algodón del que se utilizaba para limpiar el motor y, convenientemente atado a un palo y, bien alimentado a base de petróleo, surgía un seco y luminoso haz de fuego. Lo cierto es que estos artilugios emitían tanta luz como humo. Y el marinero, que durante buena parte de la noche había estado expuesto a los efectos de dichos prodigios luminosos, cuando amanecía, y los tenues rayos del sol iluminaban la barca, la tez ya de por sí curtida y morena de los pescadores, se acentuaba con un tizne negro y pringoso que producía (por contraste) en aquellos hombres un fulgor extraño en sus dientes. Lo malo es que a bordo el jabón escaseaba, y el agua también, así que, sucios, ennegrecidos por el hollín de la antorcha de la pasada noche, aquellos hombres de espectral apariencia se disponían a iniciar un nuevo día.
Cuando el alba se apodera del mar, el marinero tiende a relajar su cuidado.
En tanto las espesas tinieblas son engullidas por la punzante luz del naciente sol, aclarando el horizonte y limpiando las aguas, el marinero, triunfante, suele poner su mirada en el mar. Sin ningún fin concreto. Sólo por placer. Incluso por desidia.
Ahora, sobre el leve oleaje del mar, todo parece que adquiere forma y sentido. Unas luces que durante la noche, silenciosas y misteriosas, han sido compañeras del marinero, se han transformado en la silueta de una embarcación pesquera.
Un pequeño islote ha emergido con la luz del día a escasos metros de la barca.
Decenas de embarcaciones aparecen por doquier, descubiertas por el indiscreto sol.
El silencioso ruido del mar ha dejado de oírse.
El negro murmullo marino es ahogado ahora por los estridentes y contumaces gritos de las gaviotas. Y por las voces, unas, cercanas y sonoras, y otras, confusas y lejanas, de marineros que, al grito luminoso del sol, acuden lentamente a cubierta.
Las barcas también parecen despertar del nocturno letargo. Igual que pesados animales sobre la mar, se revuelven lentamente, como desperezándose. A bordo, decenas de marineros van y vienen en un trasiego vertiginoso.
Más allá, el humo, y luego el ruido metálico del motor anunciaba que una barca se iba. Otras, quietas sobre las azulísimas aguas, permanecían fondeadas en el mismo lugar donde habían pasado la noche; cabeceando suavemente al ritmo que las frondosas olas marcaban.