La trilogía completa

domingo, 26 de enero de 2014

Comidas marineras

Lo que viene a continuación hace referencia a las costumbres culinarias de pasadas décadas en la vida cotidiana de los pescadores del Grao de Castellón. Los años en que yo fui marinero. Seguramente, en otro litoral hubiera otras prácticas, otros hábitos distintos, pero yo me ceñiré a aquellas vivencias que tuvieron como testigo las aguas litorales de Castellón.


Hay que tener en cuenta que desde mediados los años treinta en que inicié mi carrera como marinero, hasta el año 1985 en que me jubilé, hubo cambios. Así, pasé de las teas y el carbón, al gas butano; del ventall para avivar el fuego, a la clavija de la cocina de gas. Pero lo esencial no cambiaba. No fue sino hasta bien entrada la década de los ochenta cuando decididamente, una de las facetas que más entrañablemente guardamos en la memoria los pescadores de mi época, el rito de las comidas, al frente de las cuales estaba el cocinero, empezó a caer en desuso hasta terminar por desaparecer.
Cuando yo empecé a ejercer el oficio de marinero, recién terminada la Guerra Civil, nada era igual a como es hoy.
Hoy en día, los marineros, amparados en los potentes motores y las magníficas embarcaciones de que disponen, plantean la jornada laboral de manera muy distinta a como se hacía tiempo atrás.
Los tripulantes de las barcas acuden a sus puestos de trabajo provistos de sus correspondientes vituallas. Traen la comida ya cocinada de casa. No faltan las funcionales e inevitables latas, símbolo de la modernidad; ni los “tetrabriks,” que guardan zumos de mil clases o leche, o agua, o vino. En cualquier caso, a bordo se dispone de una moderna cocina por si alguien quiere  calentar su comida.
Como si de cualquier trabajador “de en tierra” se tratara, llegado el momento, el marinero se sienta en un rincón, y echa mano de su bien surtida bolsa o mochila, que cada uno trae consigo a bordo. Hoy  se ha hecho innecesaria la figura del cocinero...
  
El cocinero

Echando la vista atrás, puedo ver aquellas barquichuelas repletas de marineros; pescadores de pies descalzos y rostros ennegrecidos por la carbonilla del renqueante motor; y  en un rincón, muy aplicado en sus menesteres, un marinero, que cuchillo en ristre, da sus últimos retoques al guiso que pronto degustarán todos los allí presentes. Es el cocinero. Un principal personaje de a bordo, tan necesario como discutido.
Aunque es fundamental la figura del cocinero, el cargo no suponía ninguna compensación económica. Eso sí, se le dispensaba de ciertas labores; dispensa que era saldada sobradamente por las fecundas horas dedicadas a preparar el alimento a los marineros.  Pero hay que decir que  ésta es una ocupación de mucha responsabilidad, porque el cocinero es blanco de todas las exigencias de los marineros, que dicho sea de paso, se muestran implacablemente críticos con los guisos del cocinero. De ahí que, para un buen cocinero, ver a la marinería comiendo con avidez y fruición la comida que él ha preparado, supone quizá la mayor compensación a su buen hacer.
Para acceder a la condición de cocinero de una barca, no era preciso tener conocimiento de nada especial. ¡Qué marinero no es capaz de preparar un arrossejat o un suquet de morralla...? Absolutamente todos eran capaces. Era algo que conllevaba la profesión de pescador.
Por eso, cuando algún cocinero se “quedaba en tierra”, el patrón, así, sin más, se dirigía a cualquier marinero y le decía: “...ara seràs tu el cuiner...agarra les estrasses i...vinga...ja pots començar”
Les estrasses eran una especie de manoplas que protegían al cocinero de posibles quemaduras. Con ellas salvaguardaba sus manos, y podía sacar del fuego los cacharros con total seguridad y garantía. Les estrasses habían salido de algún trapo viejo, o un vela inservible y perdida que alguien encontró en un almacén. Así se confeccionaban dos manoplas de tela, de recia y resistente textura, que unidas mediante un mugriento cordel, se las colgaba el cocinero al cuello con el fin de tenerlas siempre a mano. Les estrasses eran el símbolo del cocinero.
Con cierta frecuencia pasaba que el nuevo cocinero no acertaba el gusto a los comensales. La crítica, como decía antes, inexorable, no aprobaba la calidad de los condimentos del nuevo responsable de la cocina. La insolencia de los marineros era contestada con un gesto brusco del cocinero, que quitándose con arrogancia les estrasses del cuello las arrojaba con furia sobre cubierta. Acababa de presentar su dimisión como cocinero. Que sea otro. Estaba visto que no era capaz de tener contenta a la exigente marinería. Si la dimisión era aceptada por el patrón, efectivamente, otro marinero, debería ponerse les estrasses.
Yo, fui uno de esos marineros que en alguna ocasión tuve que ponerme les estrasses.
Cuando el cocinero de nuestra barca se quedaba “en tierra”, era yo quien asumía esta responsabilidad en tanto se buscara otro. Por eso,  tal vez por nostalgia, quizá por vanidad, quiero recordar aquellos platos marineros, genuinamente marineros, que se elaboraban en alta mar y, que hoy, se elaboran en los restaurantes...
  

El cocinero se dispone a preparar la comida


El cocinero era un marinero más. Por eso, en la pesca de arrastre, el bol que no tocaba rancho (rancho es la palabra con la que los marineros se referían a la comida) el cocinero trabaja al mismo ritmo que el resto de los marineros. Pero si después del bol había que preparan el rancho, las cosas cambiaban.
En estos casos, cuando se empezaba a xorrar, ya el cocinero, ajeno a todas las labores de xorrar, y centrado en su labor de ranchero, adoptaba otra compostura.
Reclinado junto a su pequeña garita que constituía la cocina, en una mano un afiladísimo cuchillo, y en la otra, una platera (palangana de metal), espera a que sus compañeros terminen con los trabajos de xorrar (sacar las redes del agua). La última fase del proceso de xorrar consiste en abrir la corona. La corona es el copo de la red. Un callejón sin salida para los peces, donde quedan atrapados y donde terminarán sus días. Cuando un marinero abre la corona, sobre cubierta se desparrama un amasijo de peces, crustáceos y demás habitantes de las aguas, la mayoría de los cuales aún están vivos y que forman sobre la mojada cubierta, un blando montículo que parece tener viva propia. Las quejas de los peces son obviadas con indulgencia por los pescadores que, totalmente ajenos, ahora abandonan aquellos seres marinos que se debaten con furia o resignación, con estertores de muerte al sol mediterráneo.
Es hora de calar. No hay que perder ni un solo minuto. Los pescadores echan las redes al mar. En pocos minutos la barca ya va calà, es decir, ya arrastra las redes sobre los suelos marinos. Es hora pues, de dirigirse hacia el montón de peces recién capturados, a triar (seleccionar) el producto del bol.
Mientras los marineros estaban calant, el cocinero se ha quedado solo y, dueño de la enorme pila de moradores de las aguas marinas que se agitan agónicamente en cubierta.
Con displicencia, se acerca hacia el conjunto de peces. Echa una rápida mirada buscando los escurridizos pulpos. Son los más vigorosos. Capaces de alcanzar la borda de la barca y salvarse de una muerte segura. Pero el cocinero, pronto descubre sus instintivos manejos. Y, hábilmente, atrapa a uno que ya buscaba la borda. Con parsimonioso gesto, pero con total eficacia, el cocinero se hace con unos cuantos de estos fugitivos cefalópodos y sin pensárselo dos veces, les aplica unos cuantos golpes contra la dura cubierta de la embarcación dejándoles  más apaciguados. Ya no tendrán fuerzas para salirse del caldero.
Seguidamente van a parar a la platera dos o tres julioles, algunas galeras, que conservan una vitalidad extraordinaria, y que, dada la imposibilidad de propinarles un porrazo como a los pulpos, se les echa a la hirviente agua, prácticamente vivas, de modo que tenía que poner cuidado el cocinero en que estos crustáceos no saltasen del caldero. También ha cogido un par de aranyes, una rascassa, unos cuantos bussos (cangrejos ermitaños), y un puñado de caragols punxosos.
Con la platera a rebosar, daba media vuelta, en tanto ya iban acercándose el resto de la marinería a triar, tras echar las redes al mar... y se dirigía a la cocina.

(Continuará)