La trilogía completa

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Oriegen de la palabra "Grao"

Día de calma en la playa del Serrallo
Tal vez sean muchos los "graueros" que en alguna ocasión hayan pensado sobre el origen del vocablo "Grao". Por eso me gustaría aportar la teoría -que como todas las teorías están sujetas a revisiones y debates- pero que, tanto a mi padre como a mí nos pareció tan acertada que la incluímos en el libro Memorias del Grao de Castellón. Leedla y ya me contaréis.

EXTRACTOS DEL LIBRO "MEMORIAS DEL GRAO DE CASTELLÓN"

"De siempre, el castellonense ha sabido de su "escalón" arenoso que había que salvar para llegar al mar, escalón al que se llegaba después de atravesar unos terrenos más bajos que el nivel del mar -los cenagosos y fértiles majales -, escalón que en valenciano es "graó" (de ahí, con el tiempo, las denominaciones de Grao, en castellano y Grau en valenciano)."

"Pero el "castellonero" era reacio a quedarse en aquella amplia barra arenosa en forma de escalón o, "graó", que salvaguardaba al marjal de las acometidas del mar. La constante amenaza de la piratería - el último ataque de los cuales data del año 1800 -, hacía que les resultara más seguro a los pescadores de Castellón, efectuar sus pescas, y luego llegarse al plano y consistente centro de Castellón, donde vendía sus capturas y donde tenía su vivienda. A este respecto hemos de recordar que hoy aún perduran resquicios de aquellas épocas. La calle "Pescadores" de Castellón era una calle donde vivían los "castelloneros" que se dedicaban a ir al "escalón", al "graó" y, desde allí, hacerse a la mar con toscas embarcaciones y primitivos artes de pesca."

"Llegado el siglo diecinueve – de una vez por todas resuelto el problema de la piratería -, hay "castelloneros" que piensan en la posibilidad de permanecer en el "grau"; y levantan allí sus viviendas. Los primeros "graueros" acaban de poner pie en el "Graó de Castellón". Y a éstos les siguen en pocos años, la totalidad de habitantes de Castellón dedicados a estos marineros menesteres.
En escaso tiempo, aquel escalón o cordón arenoso propio de las tierras valencianas, se va humanizando, se llena de barracas, más tarde de sólidas casas, de gente, de barcas en las playas. Parece ya un caserío marítimo.
Un nuevo concepto de pescador había visto la luz: el pescador "grauero". Aquel que se hace sedentario en el escalón arenoso, en el graó. Que hace allí su vida y que sólo regresa al centro urbano de Castellón en casos de necesidad."

"El Grao de Castellón y el puerto de Castellón casi son la misma cosa. Van tan ligadas que a veces hasta se confunde, y se piensa que la palabra "Grao" no es sino eso: "puerto". De ahí "Grao de Castellón" que sería igual que decir "puerto de Castellón"; pero esto no es del todo correcto. Más bien, es una inexactitud. Ya quedó dicho en otro capítulo que la palabra "grao" procede de la voz valenciana "graó" que significa en castellano "escalón", y no puerto.
Este escalón, al que los habitantes de estas tierras hacen referencia desde remotos tiempos era, y es, una barra arenosa más o menos amplia que corre paralela a la costa, con algunas intermitencias, desde el sur del Ebro hasta la provincia de Murcia, y, que ha originado marjales y albuferas al desbordar la fuerza del mar dicho escalón arenoso. La Marjaleria de Castellón es un ejemplo de ello.

Algunos de estos escalones, con el paso del tiempo se han humanizado. Y el asentamiento de personas en dicho escalón, fundamentalmente por causa de la pesca y más tarde por el comercio, ha dado lugar a entes urbanísticos. Por supuesto, en un principio no se contaba con puerto alguno. Las operaciones de pesca y comercio se llevaban a cabo en la arena de la playa.
Esta peculiar génesis de los "graos", tan valenciana, y que en modo alguno hay que confundir con "puertos", hace que podamos afirmar que "graos" sólo hay en la zona costera del levante español, en la franja antes mencionada. Y puertos...los hay en mil y un lugares del mundo donde haya mar."























miércoles, 21 de noviembre de 2007

Fotos del Grao












Aquí tenéis algunas fotos del Grao. La de arriba nos muestra los almacenes que se construyeran allà a inicios de los años 70 para los armadores, abajo hay una imagen del puerto pesquero donde una barca de "bou" nos enseña su popa a propósito para subir las redes. En cuanto a las fotos de abajo, A la derecha vemos como unas máquinas están acabando con lo que fue décadas atrás el varadero. Y a la izquierda tenemos una sucesión de "bots de llum" (botes que se utilizan para dar luz enmedio de la noche. Estos botes se usan en la pesca del cerco. El hecho de verlos en el "dique seco" no es otro que en esta época, estamos en enero, estaban en veda y se aprovecha para pintarlos y limpiarlos.











prueba de fotos


lunes, 28 de mayo de 2007

A falta de pan... buenas son piedras



Dentro del capítulo IV del libro "Memorias del Grao de Castellón" se incluye el apartado que tiene como título el encabezamiento de este post. Pudiera parecer un dislate, pero si se lee el capítulo, el verdadero disparate era el hambre que los españoles de la postguerra llegaron a pasar. Y como sea que la necesidad aguza el ingenio, ahí va una buena muestra:


Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón":


A falta de pan...buenas son piedras

La primera barca en la que estuve enrolado fue El Cebollino.
Recién terminada la Guerra, mi primo Caragol, que entonces contaba trece años, y yo, con los quince cumplidos, fuimos embarcados para ya nunca más abandonar el oficio de marineros.
Eran días de luchar contra los primeros mareos. De retos por ver quién vencía antes al tenaz e incansable vaivén de las olas.
-...Primer m’acostumbraré a estar marejat...que a no marejar-me!
... Así decía mi primo Miguel, Miguel Caragol. El bueno de Caragol no abandonaba su inteligente sentido del humor ni aun si éste era a su propia costa. Así fue mi inseparable primo hasta un frío día del año 1970 en que se marchó para siempre.
En aquellos años, los marineros frecuentemente pasaban semanas enteras en las islas Columbretes.
Los tripulantes más jóvenes, en las horas de obligado ocio, gustábamos de acercarnos hasta el desolado saliente marino que constituye L’Illa Grossa. Anclada la barca cerca del minúsculo puerto de desembarque (Puerto Tofiño), aparejábamos un bote a remos y alcanzábamos el desembarcadero. Unas rocas labradas en forma de escalera nos permitían acceder al interior de la isla.
Cuando hollábamos el áspero paisaje isleño, el griterío de las numerosísimas aves que habían hecho suyo aquel territorio, parecía acrecentarse. Elevándose sobre nuestras cabezas nos miraban con impertinencia. Tremendamente molestas de que alguien penetrara en aquellos parajes que eran su casa. Nosotros, indiferentes a los punzantes quejidos de las aves, íbamos a lo nuestro. Aquella isla montaraz, severamente adornada por escuetas formaciones vegetales, casi desnuda, se nos ofrecía limpia y atractivamente salvaje. Escudriñar las piedras era un arriesgado, pero divertido ejercicio. Bajo cada roca, un escorpión. Pequeño, amarillo, aguijón al aire desafiante. Y nosotros, ebrios de peligro, disfrutábamos realizando aventurados e inconscientes juegos con aquel ponzoñoso animalillo.
Pasábamos junto a la casa del farero (en aquellos años el farero era el recordado Bonachera). Visitábamos la abandonada caserna, situada cerca del cementerio. Un pequeño cementerio con cuatro tumbas. Heladas, frías de tanta soledad; tétricas; vencidas por el abandono; comidas por las malas hierbas. ¿Quiénes serían aquellos desafortunados seres humanos, anónimos moradores de L’Illa que no tuvieron inconveniente en morir lejos de tierra firme, rodeados de mar? Siempre que pasábamos por el cementerio, aunque sólo fuera por un instante y casi inconscientemente, oscuras historias poblaban nuestras mentes...
Un día, ya de vuelta, camino del bote que nos esperaba atracado en Puerto Tofiño, acertamos a ver otro bote de similares características al nuestro, amarrado en el embarcadero.
Dos jovenzuelos, junto a la embarcación, cuerpo en tierra, parecían extraer piedras del agua. Las examinaban, y unas las devolvían al mar y otras eran depositadas en una cesta.
Cuando llegamos a su altura vimos que se trataba de dos chicuelos de nuestra misma edad.
Nos quedamos mirándoles con curiosidad. Sin decir palabra.
Metían el brazo en el agua; hurgaban un poco, y enseguida, sacaban una piedra.
Nosotros dos observábamos la escena. Fue mi primo Caragol quien acertó a preguntar:
-Què esteu fent?
Con toda la naturalidad del mundo, y sin dejar por un momento de remover el agua en busca de piedras, nos dijo uno de ellos:
-Estem agarrant pedres per al dinar. Es que ens hem quedat sense res per a menjar...i encara estem a mitjan fosca...
Nuestra perplejidad fue tan significativa como nuestro silencio.
-Però...que mai no heu menjat arròs en pedres...?
Como sea que el silencio seguía siendo nuestra respuesta, prosiguió el joven buscador de piedras:
-...Ah...! ...que sou de Castelló...!
Entonces hicieron un alto en su laboriosa tarea, se incorporaron, y complacidos, explicaron lo que estaban haciendo:
-...Clar, és que els de Castelló si vos quedeu sense menjar a mitjan fosca, aneu cap a casa i en porteu més. Nosaltres, però, que som de Vinaròs, això no ho podem fer...i aleshores, hem de fer alguna cosa quan ja no ens queda menjar...
Yo no puede evitar una ingenua pregunta:
-...Però que vos mengeu les pedres...?
Unas risas fueron la respuesta. Luego continuó:
- No em digueu que mai no heu menjat "arròs amb pedres"...?
Sin esperar respuesta, prosiguió:
-...Doncs, mireu...aquestes pedres, si les fiqueu juntes amb l’arròs i deixeu bollir una estona...tindreu un bon caldo. Té un gust millor del que us penseu...
Ahora fue mi primo el que interrumpió el discurso de aquel raro gastrónomo:
-...i per què algunes pedres les tireu? que no són totes les pedres iguals?
-...que va!. Les pedres no són totes iguals!. Mireu – ahora nos enseñaba el interior de la panera donde guardaban las suculentas piedras seleccionadas. – Aquestes són les millors. Han de tindre un poquet de caragolillo. També són apetitoses quan tenen algues, encara que no totes les algues fan el mateix gust. Les que tenen millor gust són aquestes de color verd. I també és important el tamany. Quan més xicotetes més sabroses.
Cuando llegamos a bordo del Cebollino, referimos con atropellada emoción todo lo que habíamos visto.
No habíamos hecho ningún descubrimiento.
-Jo també he hagut de menjar-ne algunes voltes – Nos contaba con paternal benevolencia un viejo marinero que complacientemente nos había estado escuchando.
Después supimos que entre los forasteros era práctica habitual. No así entre los castelloneros, ya que la proximidad de la costa grauera solventaba en buena medida los problemas de abastecimiento.
Llevados por la impetuosa curiosidad infantil, quisimos probar aquel "arròs amb pedres".
Consintió mi tío Pepet en ello, y ante el asombro del cocinero mandó que hiciera para todos un arròs en pedres.
Debo advertir a todos aquellos que no estén al corriente, que constituye un sabroso manjar tan rudo condimento, que le confiere al arroz un gusto muy especial a mar. Aunque, por supuesto, no supera en modo alguno al caldo de pescado.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Capítulo IV: L'Illa: "Un manatial de agua dulce en L'Illa"






En el libro "Memorias del Grao de Castellón" mi padre quiso dedicar todo un capítulo a los islotes que forman nuestras islas Columbretes. Las islas Columbretes eran conocidas entre los marineros graueros de entonces con el nombre genérico de "L'Illa" (la isla). Y por eso el capítulo lleva este nombre. Mi padre hablaba de "L'Illa" con nostalgia. Con la aflicción de quien habla de un ser querido que se marchó para siempre. Se recreó contándome cosas de sus vivencias en aquellos peñascos isleños. Vivencias que una a una fui redactando para engrosar el capítulo de las islas Columbretes. De entre ellas he querido publicar "un manantial de agua dulce en L'Illa" sin menoscabo del resto de los apartados del mencionado capítulo, todos ellos igualmente interesantes, que próximamente intentaré ir desempolvando del libro.






Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón":




"Un manantial de agua dulce en L’Illa

Corrían los años cincuenta. Años híbridos. A medias entre el desarrollismo de la siguiente década y la precariedad de los años de postguerra.
Nosotros habíamos cambiado el entrañable Cebollino por una barca que se ajustaba mejor a las nuevas exigencias que ya se entreveían en el ambiente: la Dolores. Los veintisiete caballos del Cebollino eran ampliamente superados por los cuarenta y cinco de la nueva barca. Por otra parte, ya de forma definitiva, hasta que me jubilé mediados los años ochenta, decidimos dedicarnos de lleno a las labores de la pesca de arrastre.
Fue en aquellos días que, un grupo de turistas catalanes, advertidos e informados de la riqueza natural que albergaban las Islas Columbretes, nos alquilaron la barca por tres días con el fin de dedicarse al estudio y conocimiento del medio natural castellonense que suponía la mar de L’Illa.
Accedimos gustosos y, durante estos días, fuimos llevándoles de islote en islote. Según sus requerimientos. Allí donde nos indicaban, fondeábamos, preparaban sus artilugios de submarinismo, y se introducían en la mar; Y les veíamos desaparecer vestidos de extraños trajes negros, sumidos en la profundidad de las aguas isleñas. Nosotros les mirábamos indiferentes desde la borda de la barca. A lo mejor, en la mente de los marineros se escondía una tácita soberbia, mal disimulada en los plácidos rostros de los tripulantes de la Dolores. ¡Qué iban a explicarnos que no supiéramos nosotros de aquellas aguas de las Columbretes!
Por la tarde, el sol, poco a poco, buscaba las montañas de la lejana costa, y allí, sobre aquellos montes, diluía toda su luz, y la derramaba en las montañas que ahora adquirían una cambiante tintura ocre, roja, de amarillo...
Era hora de recoger. La jornada había terminado.
Los submarinistas habían instalado su campamento en la casa del farero. Allí pasaban la noche. Nosotros dormíamos en la barca. Mañana al amanecer volveríamos por ellos.
Aprovechando la calma de aquellos días, al caer la noche dejábamos la barca a la deriva y nos echábamos a dormir. La verdad es que nunca llegábamos a perder la luz del faro, pues las corrientes, en aguas de Castellón son prácticamente nulas. Con las primeras luces, poníamos el motor en marcha, y acudíamos a Puerto Tofiño, donde ya nos esperaban perfectamente pertrechados los animosos submarinistas.
Pronto llegó el día de volver a tierra. Quisieron, antes de partir, realizar una inmersión. Nos habían pedido que nos llegáramos junto al Carallot. Allí iban a efectuar su última zambullida.
Uno de los turistas, el más joven -de nombre Pepín-, equipado con traje de buceo, y sin botellas de oxígeno, a pleno pulmón y, armado de un fusil, pretendía surtirnos de algún ejemplar marino como muestra de agradecimiento hacia nosotros. Nosotros lo tuvimos a bien.
El referido Pepin, con gran destreza y saber, pronto estuvo inmerso entre las mares isleñas.
Frente al Carallot, a unos cien metros de la peña, emergió nuestro submarinista. Llevaba ensartado en el arpón del rifle, un precioso ejemplar de corvina. Unos seis o siete quilos llegaría a pesar. Subió a bordo.
Antes de que los de a bordo llegaran a decir nada, tomó precipitadamente la palabra el joven submarinista.
-Ahí abajo – su respiración era entrecortada – está lleno de corvinas...si quisiéramos, llenaríamos la cubierta de corvinas. – Hizo una pausa. Tal vez esperaba que alguien le preguntara, pero el silencio fue más significativo que cualquier pregunta. Prosiguió- ...a unos quince metros de profundidad, hay montones de peces nadando ensimismados entorno a un ¡manantial de agua dulce!. ¡Lo sé porque yo he probado esa agua! . ¡Y es agua perfectamente potable!.
Esto era nuevo para nosotros. ¡Un manantial de agua dulce en el Carallot!
Nos quedamos mirándonos sin saber qué decir. Y siguió Pepín mientras ya más tranquilo, se despojaba de la indumentaria de hombre rana:
-Es tanto el caudal de agua que sale de este manantial que yo creo que podría surtir de agua a toda una población...
Yo me quedé por unos instantes pensativo. La barca, con alegre paso amarinado, buscaba veloz el puerto de Castellón. Quizá acababa aquel muchacho de hacer un descubrimiento. No podíamos pasar por alto aquel acontecimiento.
Posiblemente asistíamos a uno de esos momentos en los que la Historia se adueña del presente. Mi grandilocuente pensamiento, en cambio, no era compartido por el resto del personal. En cubierta, la gente, al margen de mis, quizá ingenuas elucubraciones, miraba desde la proa cómo la costa de Castellón se iba acercando cada vez más...
...Y no quise que aquellos momentos quedaran impunes.
Me acerqué al joven descubridor haciéndoles saber que, como suceso digno de relevancia y sin duda alguna, de importante calibre, que seguro constituía el hallazgo de un manantial de agua dulce en tan inospechado lugar, debíamos dedicarle adecuado tratamiento.
Con gesto cómplice, Pepín se levantó y, mirando y diciendo al cielo rimbombantes palabras, nos hizo partícipes a toda la tripulación de su descubrimiento. Terminó su breve perorata con un sincero deseo: Que algún día pudiera servir a buen fin este gran caudal de agua potable que mana bajo el mar.
Para finalizar el protocolario acto, agregué yo, que en honor a su descubridor, el nombre de dicho manantial marino que hoy nacía a la luz de la ciencia humana, no podía ser otro que el de Pepín. ¡Manantial de agua dulce Pepín!
Ni qué decir tiene que no faltaron las risas y el buen humor a bordo viéndonos al joven Pepín y a mí ocupados en tan graves menesteres.
Y entre sonrisas y plácemes entramos en el puerto de Castellón."









































lunes, 26 de marzo de 2007

Origen dels noms dels vents

Introducció
Que els romans van estar a la Península Ibérica i en van deixar pejada és un fet. No descobrim res nou dient això, però el que sí que pot arribar a sorprendre és fins a quins extrems aquesta pejada romana ens és actual. Dos mil anys després!.
El poble romà, com el grec, són pobles mariners. Atesa la seua vocació marinera no és d'estranyar que tingueren devoció pels vents. Perquè el vent, si n'és d'important per a les coses de la terra, la seua rellevància en la mar aplega a la categoria de vital. Ell és qui mana en la mar. Bé està que els antics grecs i romans tingueren un déu que portara cura de la mar, però també se n'adonaren de què era el vent qui menava els baixells velers i qui ocasionava les tormentes... era doncs de raó, que també tinguera el seu propi deu. Eolo, deu del vent dels antics fou qui moldejà els camins marins per on Ulises viatjà erràticament en busca d'Itaca, i per on Eneas fugí de la vençuda Troia fins arribar a les llunyanes terres de la península Itàlica.
Tanta devoció va fer que cada tipus de vent -perquè cada vent és distint a tots els altres i té una molt marcada personalitat-, tinguera el seu nom. Així va ser que els romans, que havien aprés dels grecs a voler i compendre les tasques marineres, els hi atribuïren senyes d'identitat als vents nomenant-los amb noms propis.
Aquesta nomenclatura eòlica la van dur els mariners romans a Hispània. I ací és va quedar. I avuí, com veurem a continuació, encara s'hi utilitza.
Vent del Nord (Tramuntana)
La paraula tramuntana és una derivació de la veu llatina "transmontanum" que vol dir "de l'altra part de les muntanyes". Quan els romans veien que el vent venia del nord deien que aquell vent aplegava a Roma des de més enllà de les muntanyes que n'hi ha al nord d'Itàlia, és a dir transmontanum dels Alps.
Vent del Nord-Oest (Mestral)
En la península Itàlica n'hi ha un vent que és el que bufa amb més freqüència, aquest vent és el del nord-oest. Per això els romans a aquell vent que pareixia dominar-ho tot per la seua presència, li van dir magistrale, que vol dir "mestre", "principal". D'aquest mot llatí en la península Ibèrica al passar el temps se'n va derivar la paraula mestral.
Vent del Nord-Est (Gregal)
També la paraula gregal és una veu llatina. Els romans es referien al vent que venia de la direcció nord-est com a què venia de Grècia. És a dir, amb les seues paraules: graegale, que ve a dir "referent als grecs".
Vent de l'Est (Llevant)
El llevant (en valencià) o levante (en castellà) són paraules que totes dues deriven de la denominació que els romans li deien al vent que bufa des de l'Est. La paraula llatina de la qual deriven és de "levante", que vol dir "aquell que s'alça" fent-hi referència al sol, doncs, és ben sabut que el sol ix per l'Est.
Vent del Sud-Est (Xaloc)
El nom de xaloc en castellá se'n diu "sirocco" que fa referència a la direcció des d'on bufa el vent, que no és l'altra més que Síria, i d'ací, de la paraula Siria ha derivat a "sirocco". La paraula valenciana xaloc no ve del llatí sinó de l'àrab -tampoc és xicoteta la influencia àrab en la península Ibèrica-, de la paraula shalúq, que vol dir suau o fluix. I és que el xaloc és un vent que té la caractrística de no ser massa consistent, és més prompte un vent feble que no té forces per a esculpir ones de consideració en la mar.
Vent del Sud (Migjorn)
La veu valenciana migjorn té una curiosa etimologia. D'una banda deriva de la paraula italiana "giorno" que significa "dia", i d'una altra banda, de la paraula valenciana "mig". Total, que si les ajuntem tindrem que la paraula migjorn vol dir la meitat del dia. Val a dir que en castellà el sud es diu "mediodia". És a dir que la idea és la mateixa. Això té una explicació. Quan el sol està justament en el sud, és quan la jornada està en la seua mitat.
Vent del Sud-Oest (Llebeig o Garbí)
Aquest vent, el del sud-oest, rep dos noms, segons les comarques es diu llebeig o garbí. La paraula llebeig deriva de la veu llatina "libs" que vol dir "de Líbia", pequè és d'allí des d'on bufa el vent. El mot garbí ve de la paraula àrab Tarabulus al-Garb que és com es diu la capital de Líbia (Trípoli) en àrab.
Vent de l'Oest (Ponent)
La paraula ponent (o poniente en castellà), ve de la paraula llatina ponente, que vol dir "que es pon". Aquell que es pon és el sol, clar. És a dir, que el ponent és aquell vent que bufa des d'allí on es pon el sol, i aquell punt cardinal on va a pondre's cada dia el sol és precisament l'Oest.

miércoles, 7 de marzo de 2007

La educación en tiempos de la República en el Grao de Castellón

Valga el presente extracto de la obra "Memorias del Grao de Castellón", como significativo apunte de lo que fue la Educación en tiempos de la II República. Fueron aquéllos unos años convulsos, teñidos de una clara vocación revolucionaria. Una revolución entendida como un desenfrenado afán de cambiar de una vez por todas las anquilosadas estructuras del Antiguo Régimen.
La República nació al socaire de una situación social insostenible para la mayor parte de los ciudadanos, que literalmente pasaban hambre, y anacrónica para cientos de intelectuales que habían bebido de las fuentes revolucionarias francesas y los posteriores brotes revolucionarios decimonónicos de tinte liberal. En España, por motivos que se me antojan demasiado prolijos de enumerar ahora, estos hechos pasaron de puntillas y sin hacer demasiado ruido. Y la sociedad española siguió viviendo casi como en la Edad Media (porque, repito, las revoluciones europeas no hicieron mella en España) pero había en España una significativa superestructura formada por intelectuales y militares liberales de tendencias ilustradas y revolucionarias que callados, en la sombra (y muy frecuentemente en el exilio) esperaban su momento. Y no es que no lo intentaran a base de pronunciamientos. Total, que pasó el siglo XIX y aquí no pasó nada. Y llegó el siglo XX (con un breve paréntesis: el trienio liberal del 1920 al 1923) y los intelectuales veían pasar la historia sin que la deseada revolución tuviera visos de aparecer en el horizonte.
Así se llegó al 14 de abril de 1931, cuando por aclamación quedó proclamada la República. La marcha de Alfonso XIII fue vista por todos como una puerta que se abría a la modernidad (y al remedio de todos los males). El camino para comenzar lo que tanto tiempo hacía que estaban deseando iniciar se abrió de un portazo. Y de golpe empezó todo. Todo lo que había tenido que empezar hacía más de un siglo. Y se quiso condensar toda una centuria en un par de años. De manera que aquellas ansias revolucionarias, pero con toda la legalidad del mundo (ya es extraño que una revolución se haga desde el gobierno), hicieron que brotaran como cañonazos desde los ministerios leyes para una España nueva (fruto de la revolución pendiente que ahora se estaba llevando a cabo). Uno de ellos, el de Educación, fue particularmente lúcido. Se incrementaron de forma, como nunca se hizo, los presupuestos para Educación, construyendo escuelas, preparando maestros, escolarizando... en fin, que también la ideología revolucionaria (liberal) llegó a la escuela. Y además se llevó a cabo. Sólo la guerra fue capaz de borrar de un plumazo los logros que se alcanzaron durante el quinquenio republicano.
Mi padre fue uno de aquellos niños que fueron a una escuela republicana. A una de aquellas escuelas alentadas por aquel aire renovador de la República; una escuela unitaria dirigida por un maestro republicano plenamente empapado de las ideas liberales de aquel entonces. Un maestro que quería convertir a sus alumnos en personas felices, instruidas y amantes de la Naturaleza.
Y mi padre me contaba y no acababa, viendo la educación que recibía yo (eran los años sesenta, en una escuela franquista) y comparaba con la escuela suya, la de "Don Eduardo". Y me decía que eran otros tiempos, y otras penurias (la economía no fue tan boyante como la educación en las República, por falta de tiempo posiblemente), pero que, con todo, los modos de su maestro superaban en modernidad, por lo liberal, a los de mis maestros. Y yo le escuchaba embobado, idealizando a aquel maestro (que yo quería ser algún día y que sin duda guió mi vocación) que tanto les enseñó a vivir y a amar la naturaleza y la libertad.
Por eso, cuando mi padre, allá a mediados de los años noventa quiso escribir sus memorias, yo le insté a que no se olvidara de su maestro, del mítico "Don Eduardo", y me hizo caso. Leí con fervor y admiración las cuatro páginas manuscritas que me pasó para que se las redactara, y quedaron como sigue:


Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón"

Don Eduardo Montoliu Moliner fue mi maestro.
No tuve otro maestro. La Guerra lo impidió. Por eso, cuando pienso en mis tiernos tiempos de pupitres, de tinta, de lecciones de Aritmética, de Gramática...de inocencia...sólo la figura recia de un maestro acude a mi mente: Don Eduardo Montoliu. Mi maestro.
Don Eduardo había nacido en Sueras. Llegó al Grao de Castellón mediados los años veinte como maestro de la Escuela del Pósito.
En aquel tiempo había en el Grao dos escuelas. Una que era la Escuela Estatal, y otra, la del Pósito de Pescadores que era donde íbamos los hijos, que no las hijas, de los pescadores; las hijas de los pescadores, por razones que desconozco, debían asistir a la Escuela Estatal.
Don Eduardo era por aquellos años un joven vital y apuesto. Moderno y original. De mente inquieta y abierta.
A nosotros nos tenía asombrados la sapiencia de aquel hombre.
Además de maestro era músico. Tocaba la guitarra con gracia y acierto. Y a veces, nos daba clases de solfeo.

La Escuela del Pósito estaba situada en el mismo lugar donde actualmente está la Casa del Mar. Ocupaba la escuela justamente lo que ahora constituye la entrada principal del Ambulatorio.
Era un caserón austero, largo y estrecho, sin más ventilación que la puerta de la calle y un pequeño ventanuco que miraba al mar.
Allí daba las clases Don Eduardo.
Era una clase donde había niños de todas las edades. Desde pequeñuelos que empezaban con sus primeras letras, hasta mozalbetes que ya dejaban asomar en su rostro y piernas claros signos de hombría.
Solía empezar aquel buen maestro las enseñanzas diarias con la clase de limpieza. Según íbamos llegando a la escuela, nos echaba una ojeada. Los que no llevaban zapatos, eran reprendidos prontamente:

-Pero...¿Es que en el Grao no venden alpargatas?- se quejaba el pundonoroso maestro.

Luego la emprendía con los que venían sin hacerse el pelo. Un manojo de rebeldes cabellos enredados aparecía bajo la boina sucia y desgastada. Ante la atónita mirada del despeinado chicuelo, trataba de enmendar en la medida de lo posible Don Eduardo aquel anárquico peinado y, armado de un fuerte peine sostenía una incruenta, pero dura lucha contra la rígida disposición capilar de la criatura.
Tras esto, había que ir mostrándole las manos al maestro. Los que no superaban esta revista debían pasar a un cuartito anejo. Allí venía Don Eduardo y, tomando un informe y desgastado jabón de “lagarto”, procedía, agua y jabón, a devolver a la piel su color natural, operación que no siempre se saldaba de forma satisfactoria pues, algunos había que, después de un tiempo sin venir a la escuela se presentaba no en las mejores condiciones higiénicas y, por eso, no había bastante con una sesión de limpieza.
Y ya tras esto, cada uno acomodado en su pupitre, paseaba la vista Don Eduardo por la clase:

-¿Dónde están los que faltan?

Este era otro de los caballos de batalla de nuestro maestro. No es que se empeñaba en que viniéramos con calzado a la escuela, peinados y lavados, es que encima se proponía que acudiéramos todos los días a clase...
Normalmente, una media docena de niños no venían a clase. A veces, sin ninguna justificación. Otras con la debida autorización paterna. Era cuando la pesca entraba en alguna época determinada en la que la ayuda de los hijos se hacía necesaria. Cuando esto último sucedía, surgía apagada, de entre los niños la vocecita del hermano pequeño:

-Mi hermano no vendrà que se ha embarcado al “tiret”, a la pesca del langostino. Me ha dicho mi padre que cuando se acabe la temporada volverá..

Un día, sin previo aviso, se presentaba en clase, despistado, pero como si tal cosa, el referido hermano; se sentaba...y con total naturalidad reprendía las lecciones aquel chaval que aún no había cumplido los diez o doce años.

La verdad que, en aquellos años, era demasiado común, “fer xifra”, o sea faltar a la escuela sin que lo supieran los padres. Y pasábamos el día deambulando por el marjal...o por la playa.
No puedo evitar que me acuda a la memoria mi primo El Roig. Yo siempre le he admirado. Era una persona inteligente y artista. Tenía tal facilidad para las matemáticas, que no temía perderse las clases haciendo xifra. Luego, cuando le daba por acudir a la escuela, en dos días se ponía al corriente como el primero.
Pero El Roig, como su hermano El Moreno, tenían un talento natural que les hacía salirse de la norma. Montarse su mundo. Ser, como decía su padre, mi tío Pepet, un poco “Quijotes”. Por eso, por esa necesidad de desarrollar su talento, El Roig, por su cuenta y riesgo, cuando lo creía conveniente, se iba a la playa, solo, y sobre la mojada arena se ponía a dibujar. Preciosas grafías, que remataba con “hecho por Senent”.
Don Eduardo le llamaba “dibujante de playas”.

Mi maestro se anticipó a su tiempo. Cosas que en aquellos lejanos tiempos parecían burdas actividades sin sentido, hoy se contemplan como muy principales en los programas educativos.
La música, la higiene...la Naturaleza.
Aún conservo bien aprendidas aquellas sabias lecciones. El amor a la Naturaleza. Al aire libre, a lo natural.
Cuando Don Eduardo nos hablaba de ello, yo recuerdo que siempre miraba con afectación al fondo de la clase, a la busqueda de un tímido rayo de sol marino que se colara por la tímida y exigua ventana que remataba la clase.
Pero Don Eduardo, gran amante de la Naturaleza, no se conformaba con sus peroratas. Los jueves por la tarde nos llevaba a la playa, a “respirar el aire perfumado del yodo del mar”.

Llegó la Guerra. Y todos envejecimos de golpe. Se acabó la escuela. Ya jamás supe de mi maestro. Me dijeron que se dejó el oficio de maestro, que estaba en Sueras, su pueblo, donde se había hecho con un pequeño ganado de ovejas... casi estuve a punto de llorar.
Aquel maestro bueno había sido víctima de la Guerra. Ya nunca más le dejaron ejercer su profesión.
Pero yo sé que él acabó siendo feliz, porque en Sueras, acabó sus días junto a lo que él tanto quería y amaba, la Naturaleza.

...Aquellos modos y maneras de enseñar de Don Eduardo siguen vivos en nosotros, en todos los que tuvimos la suerte de tenerle como maestro, por eso, no podemos más que decirle desde el Grao de Castellón: “Don Eduardo, nunca te olvidaremos”.

jueves, 1 de marzo de 2007

El Grao que yo conocí de niño

Extracto del libro de Miguel Senent Lluart "Memorias del Grao de Castellón"

CAPÍTULO I
EL GRAO QUE YO CONOCÍ DE NIÑO
El Grao que yo conocí de niño nada tiene que ver con lo que hoy es el Distrito Marítimo de Castellón. Hoy, que sólo una parte de la población se dedica al mar. Y que sobre las asfaltadas y ligeras calles del Grao gentes de mil y un lugares transitan con la leve dedicación que suele aplicar el turista ocasional al paisaje que visita.
Hoy la gente del Grao ya no conoce a su vecino.
Modernos y sofisticados edificios han llenado el Grao de prosperidad y felices augurios. Todo parece sencillo y fácil. Urbanizado y artificial en grado extremo. Ciertamente moderno y, por qué no, bello y confortable.
Antes no era así. No había edificios grandes y esbeltos, ni calles asfaltadas. Ni gentes extrañas que pasaban y no se quedaban. Ni siquiera la vida era fácil para el grauero, sino intrincada y hostil, pero sin duda alguna, igual de venturosa.
Tengo en mi mente imágenes que podrían sorprender a más de un grauero. Imágenes vetustas, lejanas, primitivas. Pero infinitamente valiosas. Son el retrato del nacimiento del Grao como entidad urbanística.
Y lo recuerdo con la firmeza que da el paso del tiempo. Aquellos gérmenes que dieron paso con el devenir de los años al actual Grao de Castellón.
El comienzo de todo esto tiene lugar en la perdida Historia de la noche de los tiempos. En unas concentraciones o barrios, de gente que optó por quedarse en la orilla del mar porque habían hecho de la mar su modo de vida. Así se llegó a principios del siglo veinte.
Eran unos barrios un tanto separados unos de otros que, aparecían diseminados entre los majales y el cenagoso cuadro.
En el extremo Norte arrancaba frondoso y virgen el pinar. Inseparable compañero de la vida grauera que, aún hoy, aunque mermado y triste, sigue siendo testigo de los avatares graueros.
Y por su parte Este el mar. Razón de ser del Grao de Castellón.
Lo que sigue a continuación es una descripción de los sectores , o barrios, que fueron el embrión que, con el tiempo, dieron forma al actual Distrito Marítimo de Castellón.

inicio de estas memorias

Quiero empezar este trabajo un día de estos...

jueves, 22 de febrero de 2007

Bienvenidos


Este es un espacio dedicado al Grao de Castellón.