La trilogía completa

miércoles, 25 de marzo de 2009

La guerra que vio un niño de 11 años (10ª entrega)

Un almacén en la escollera de levante en le puerto del Grao de Castellón totalmente destrozado por los bombardeos. La foto es del año 1938.

“Consejo de familia”

Sin duda alguna, el momento más traumático, al menos para mí, de toda la guerra, fue la toma de Castellón por las tropas de Franco.
A punto de cumplir los trece años, con casi dos años de guerra a cuestas, empezaba a sentir la responsabilidad, o el miedo, de haber pertenecido a uno de los dos bandos. Justamente al de los perdedores. Eramos “rojos”. Los mortales enemigos de los fascistas; y éstos, los fascistas, estaban aproximándose triunfantes, sin apenas oposición, desde Vinaròs, a lo largo de toda la costa hacia el Sur, aplastando con gran facilidad la resistencia republicana. Era cuestión, ahora sí, de días, o de horas, su presencia en Castellón. ¡Habíamos perdido la guerra!
¿Qué sería de nosotros? ¿Nos matarían? ¿Nos harían prisioneros de guerra? Nos hallábamos a merced de la voluntad de los vencedores.
Y en verdad que aquello no había quien lo parara. El ejército republicano iba a la deriva. Grupos de soldados republicanos, maltrechos, con la derrota marcada en su rostro, discurrían en franca retirada hacia el sur. Sin orden alguno, como huyendo. ¿Teníamos también nosotros que huir de nuestros enemigos?. Esta era la terrible pregunta que se formulaban los civiles que asistían a aquellos acontecimientos.
Cada una de las familias se reunió. Había que plantear la situación. El padre de la familia con grave solemnidad tomó la palabra y expuso los hechos; que cada uno siguiera el dictado de su conciencia. Con total libertad.
Los “nacionales” iban a tomar Castellón en pocas horas.
Aquello a mí me sonó a un “sálvese quien pueda”.
Fueron momentos tensos. De miradas suplicantes; de emoción; de ternura infinita...de separación.
Mi padre, mi tío Pepet y el Roig se quedaban en la alquería. Así lo habían decidido.
Mi madre, mi tía Carmen, mi hermana Paquita, mi prima Conchita, Caragol y yo, pensamos que era mejor ir a Castellón, a un refugio.
La familia de La Perola al completo, se venía con nosotros al refugio, a Castellón. La otra familia, en pleno, se marchaba; huían hacia el Sur. Junto con los derrotados soldados republicanos. Ya nunca más supimos de ella.
Nos despedimos las tres familias. Entre lágrimas de impotencia y desconsuelo, nos deseamos suerte.
Era por la mañana. Las primeras luces del día remarcaron la infinita tristeza que había en los semblantes de mi familia. Nos separábamos. Cada cual había elegido mejor o peor, con más o menos acierto, cómo prefería pasar aquel terrible trance. Y nuestra familia, como he dicho antes, quedó dividida en dos.
Sólo el aliento de querer creer que volveríamos a reunirnos en cuanto entraran “los nacionales”, nos dio fuerzas para emprender el camino hacia Castellón.


El Refugio

Nos habían hablado de un refugio que estaba a la entrada de Castellón, justo donde hoy está la plaza Cardona Vives. Y allí nos dirigimos.
Por toda provisión, cargamos con un saco de cinco kilos de azúcar.
Y enfilamos el camí fondo en dirección a Castellón. Aquel camí fondo estaba lleno de gente huidiza, temerosa, fugaz. La prisa por llegar al refugio, el horror de verse desprotegidos ante cualquier ataque, convirtió el camino hacia Castellón, en un desfile vertiginoso y caótico de gente.
Durante el trayecto tuvimos que escondernos, cuerpo a tierra, varias veces de la artillería y bombas que caían sin orden ni sentido sobre la huerta castellonera.
Por fin, llegamos sanos y salvos a las puertas del referido refugio. Multitud de personas, entraban en el agujero excavado en la calle. Parecía un hormiguero.
Una vez dentro del refugio, todo lo que teníamos que hacer ya lo habíamos hecho. Ahora sólo cabía esperar. Y a eso nos dedicamos.
El refugio en su interior era una cueva. Un cavernoso lugar, mortecino, apagado, melancólico. Triste. Sin gracia ninguna.
Unas débiles luces que a duras penas alumbraban, eran el único vestigio de que no nos hallábamos perdidos en una ignota gruta. Era poca la luz que emitían aquellas bombillas, pero suficiente como para delatar los estragos que ocasionaba el paso de la Séquia Major justo por encima del refugio. Una tremenda humedad que se introducía entre las paredes de aquel recinto defensivo, formando grandes manchas acuosas y dibujando brillantes y gruesas gotas de agua que pendían del techo. Si uno no hubiera estado en tan delicada y menesterosa situación, se hubiera sentido tentado de pensar que aquellas gotas parecían perlas transparentes que brotaban de las entrañas de la tierra.
Una vez allí, tomamos posiciones. Un pequeño hueco sería nuestro habitáculo durante las próximas horas...o días.
Acurrucados, sentados sobre una vieja manta que habíamos traído con nosotros, tratando de no pensar en nada, dejábamos pasar el tiempo. Este era nuestro peor enemigo, el tiempo. Un tiempo que se mostraba pesado e implacable. Parecía que, a veces, no había tiempo, que se paraba, que no pasaban las horas. Yo no sabía si era de día o de noche; la noción más elemental del tiempo la había perdido. Sólo el presente me era familiar.
Mi madre, de vez en cuando, nos suministraba un pequeño puñado de azúcar. Este era el único alimento que ingeríamos. El agua la tomábamos de la acequia que discurría sobre nosotros.
La gente, en el refugio, se había dispuesto en dos filas, recostadas en la pared, una frente a otra. En el medio se formaba un estrecho pasillo.
Aquel pasillo, frecuentemente era transitado por gentes. Una mujer iba pidiendo algo de comer para su hijo, que no tenía nada que darle. Otras buscaban a alguien que supiera aliviar unas fiebres que había contraído un familiar suyo. Otras regresaban de fuera, de coger agua de la acequia. Otras iban y venían a ninguna parte.
Todos estábamos pendientes de una cosa: del final de aquella pesadilla. Y estro ocurriría en el momento en que entraran las tropas de Franco. Para bien o para mal, aquello, a buen seguro, sería el final de aquel horrible hacinamiento. Por eso, cuando notábamos el más leve murmullo, aguzábamos nuestra atención por ver si ya había llegado el momento.


Nace una niña en el refugio

A veces, se formaba un pequeño tumulto. Todo eran preguntas. Hasta que alguien lo aclaraba:

-No res, una dona que s’ha desmaiat...

Alguien venía con un cubo lleno de agua que había cogido de la acequia para reanimarla.
Pronto, la rutinaria normalidad caía sin piedad sobre los refugiados.
Un nuevo alboroto fue a romper la rutina. ¿Qué sería esta vez?. La gente se apelotonaba en un punto hacia el interior del refugio. Quedamos todos expectantes. De repente, se oyó un llanto. Un blanco y limpio llanto infantil.
La sinyo Pitarga que había hecho las veces de improvisada comadrona, pregonaba aún con síntomas de cansancio y emoción en su voz, tras la delicada labor que acababa de llevar a cabo:

-Una xiqueta! Ha sigut una xiqueta!

Mi buen amigo Batiste, que también se hallaba en el refugio con su familia, en cuanto me vio, se dirigió hacia mí y, con lágrimas en los ojos de pura alegría, me cogió de los brazos y me dijo:

-Ma mare ha tingut una xiqueta!

Nos dijo que le pondrían de nombre Rosita.
Tras los plácemes de rigor y la exultante alegría que provocó aquel feliz acontecimiento en el refugio aunque sólo fuera por unos momentos, poco a poco, la realidad fue cobrando importancia y, prácticamente, al cabo de unas horas ya casi nadie se acordaba de tan peculiar suceso. De hecho, hoy, sólo sus más allegados y pocos más, saben que una “grauera” que cuenta en la actualidad sesenta y pico años, fue a nacer en tan sorprendente lugar.

domingo, 15 de marzo de 2009

La guerra que vio un niño de 11 años (9a entrega)


Primavera del 38, la guerra se recrudece en el Grao

Ya había transcurrido poco más de un año y medio desde el inicio del conflicto. Ya el frío invernal empezaba a retirarse. La primavera, pese a todo, brotó aquel año con fuerza. Casi con tanta furia como se iban incrementando los bombardeos.
Parecía que el puerto de Castellón se había convertido definitivamente en un objetivo militar. Y a fe que así era. Tanto por mar como por aire se intensificó el acoso bélico. La vida en el Grao se tornaba imposible por momentos. Los cañones de los barcos y las bombas de los aviones enemigos hostigaban sin clemencia a los “graueros”. Allí no se podía vivir. Por descontado que a partir de aquellos días dejamos de salir a la mar.
Aquella mar la infestaron de máquinas de matar, unos y otros.
El alimento ahora empezó a resultar ciertamente problemático y, los azotes de la guerra evidenciaban que el caserío marítimo, nuestro Grao, era un sitio peligrosísimo. Se comentaba que la gente abandonaba el Grao, que se refugiaban en las alquerías. Allí estaban más seguros.
En la marjalería había multitud de alquerías deshabitadas. ¡Quién sabe donde estaban sus legítimos dueños!. Pudiera ser que estuvieran en el frente. O que habían huido a algún sitio más seguro. Tal vez habían sido víctimas de la guerra...
Lo cierto es que aprovechando esta coyuntura, pasábamos las noches en una de esas alquerías abandonadas. Al amparo de las acometidas fascistas. Al alborear el día regresábamos al Grao. Esto fue así durante un par de semanas, pero aquella situación se hizo insostenible. Ya no era posible la vida ciudadana ni de día ni de noche. Los combates eran continuos.
Se comentaba que las tropas de Franco, nuestros enemigos, estaban avanzando, que estaban cerca, algunos decían que estaban a punto de llegar a Vinaròs, que era cuestión de días la entrada en el Grao de “los nacionales” (así llamábamos a los del otro bando).
El miedo, el desasosiego, la terrible duda de no saber qué iba a pasar, y los bombardeos que no cesaban, nos impulsaron a tomar la decisión de permanecer en la alquería hasta que se aclarase un poco la situación.


Unos inciertos días en la alquería

Toda nuestra familia, menos el Moreno, que estaba en el frente, nos fuimos del Grao. Cogimos de nuestra casa lo más imprescindible y nos dirigimos hacia la alquería.
No éramos los únicos. Ni mucho menos. El Grao quedó deshabitado en pocos días. Unos emprendieron camino del Sur, otros se desperdigaron por las alquerías, otros se fueron a Castellón, al refugio, a pasar así los dos o tres días que presagiábamos podría durar aquel parto bélico. Los “nacionales”, estaba claro, iban a entrar en el Grao.
Lo que en un principio pensábamos sería breve espera de unos días se convirtió en larga demora de varios meses. Casi tres meses llegamos a pasar en la alquería.
Al Grao, ni nos acercábamos. El Grao estaba tomado por los soldados, que resistían a las embestidas de las tropas de Franco.
No había más remedio que montarse la vida de otra forma. Jamás llegué a vivir tan al antojo de la Naturaleza. Tan primitivamente.
Comíamos cuanto la tierra nos ofrecía. Coles, naranjas, patatas, boniatos y también, caracoles, gamba de séquia, samarucs, anguilas...
Beber, bebíamos el agua que brotaba de algún ullal. La ropa, o bien se aprovechaba el remanso limpio de una acequia, o también podía servir el agua del ullal. Pero desde luego, el jabón hacía semanas que había dejado de existir para nosotros.
En estas condiciones, empezaron a aparecer fiebres y tercianas. Los médicos estaban todos en el frente. La voluntad de supervivencia era lo único que nos tenía en pie.
En la marjalería había muchas alquerías abandonadas. Las había de sobra. Pero curiosamente, la gente buscaba compañía; sin duda era más acogedor el contacto con otras gentes, que la fría soledad, para combatir el miedo.
Nosotros fuimos a instalarnos tres familias, ciertamente numerosas, en la misma alquería. Así, nos encontrábamos más protegidos. El calor humano se demostró en aquellos días como la más firme defensa contra la turbación, la incertidumbre y el desamparo en que nos hallábamos sumidos en las jornadas previas a la llegada de “los nacionales”.
En la reducida y única estancia de la alquería, vivíamos con total desenvoltura y sin agobio alguno, la familia de La Perola, con seis hijos, todos menores de edad, la mayor, Dolores, contaba catorce años y, las dos familias restantes. En total se alcanzaba de largo la cifra de la veintena de personas.
Cuando se hacía la hora de dormir, cada familia disponía de un espacio o sector donde debía acomodarse todo lo mejor que pudieran.
El sector sur le correspondía a la familia de la Perola; nosotros ocupábamos la zona norte; y la otra familia se amontonaba en la parte oeste. Sólo quedaba libre la puerta.
Camas, no había. El suelo, o en el mejor de los casos una màrfega de pallerofa constituían todos nuestros acomodos.