La trilogía completa

sábado, 9 de octubre de 2010

Epílogo




Ya terminado el conflicto bélico, la normalidad, lenta y costosamente fue adueñándose de aquellos seres humanos, heridos ya para siempre en su memoria por los recuerdos indelebles que la Guerra les había producido. Ya nunca más olvidaríamos el apocalíptico desfile de imágenes bélicas que recorrió sin compasión y sin excepción cada uno de los rincones de la existencia de los que vivimos la Guerra.

En los momentos de lánguido sosiego en alta mar, los marineros narraban vivencias y avatares de la pasada guerra.
Parecía que había acabado una vida y empezaba otra.Había quien corroboraba sus relatos desnudando su torso y mostrando una fea cicatriz:

-...Això són senyals de metralla...en el frente de Somorriesa va ser...

Pepet el de Catambo, que tras finalizar la Guerra se embarcó con nosotros en el Cebollino, nos contaba que él había estado preso en un campo de concentración en tierras de Cádiz y, allí aprendió un fandanguillo. Y nos lo cantó. Yo entonces tenía catorce años y, pese a haberlo oído una sola vez y haber pasado sesenta años, aún lo recuerdo perfectamente. Aquella copla caló tan hondo en mí, porque de una forma simple y concisa reflejaba en muy pocas palabras lo que realmente fue la Guerra que acabábamos de pasar:

Tengo un hermano en los rojos
otro en los nacionales.
Nos tiramos tiro a tiro
y las que sufren son las madres
¡siendo los cariños tan iguales!

Mi primo El Moreno, que felizmente tras el término del conflicto bélico volvió a casa sano y salvo, fue contándonos todo lo que él vivió en el frente de batalla. Y nos lo refería una y otra vez. Y nosotros le escuchábamos con admiración. Unas veces hacía más hincapié en unos detalles determinados, otras centraba la atención de su relato en otros aspectos. Aquellas vivencias fueron vividas con tanta intensidad, que hoy, con ochenta años cumplidos, aún es capaz de contarlo con pelos y señales. Y no renuncia a ello si la ocasión lo tercia.

Tengo que decir que mi primo El Moreno siempre fue, según palabras de su propio padre, “algo quijote”. Y esto lo decía porque sus trastadas de pequeño llevaban siempre el signo del desdén y menosprecio al peligro. Así, contaba mi tío Pepet que un verano, estando en Camarena, un pueblecito de la provincia de Teruel, a donde habían ido a pasar una temporada por aquello de “canviar d’agües, vieron pasar unos jinetes que advertían del cercano paso por el centro del pueblo de un ganado de toros bravos. Entonces, los lugareños, muy hechos y habituados a ello, con normalidad y disciplina se recluían en sus viviendas. Bajaban las persianas de la puerta de casa y, en silencio, oían pasar el ganado. Pues bien, un toro, quedó algo distraído y se acercó a la persiana donde estaban escondidos la familia de mi tío y los propietarios de la casa. Parecía olisquear algo. Silencio absoluto entre el personal. No fueran a incordiar al animal. Mi primo que en aquellos días tenía un pequeño bastón de juguete que hacía poco le habían comprado, cuando entre las rejillas de la persiana vio aquella gigantesca cabezota armada de enormes y afilados cuernos, tuvo la ocurrencia de apartar un tanto la persiana y blandiendo su bastón, dijo: “¡Eh toro!”. El toro se giró y lanzó un resoplido que heló la sangre a más de uno. Menos mal que mi tío fue rápido en coger a su hijo y cerrar la persiana. Y todo quedó en un monumental susto.
El Moreno siempre fue una persona menuda y enjuta. De vivo mirar y gesto inteligente; de tez muy morena, de ahí su apodo. La gente, de pequeño, le decía. “pareix que hages caigut a la basseta del tiny i vas ple encara de degot”. Esto último, el degot, era la sustancia que daba ese oscuro color al tinte.

Como ya quedó dicho, al poco de iniciarse la Guerra, El Moreno fue llamado a filas. Tras dos o tres días de instrucción militar en Torrevieja, fue destinado al frente de Teruel.
Ya en el frente, nos contaba El Moreno, en el curso de una batalla, agazapado en la trinchera, viendo y oyendo silbar las balas sobre su cabeza, se dio cuenta que se había quedado solo. Sus compañeros se estaban batiendo en retirada desafiando a las balas enemigas. Por un momento quiso imitarlos. Pero, según nos confesaba, le faltó valor. Su instinto de conservación hizo que se quedara allí, escondido. Como un rayo pasó por su mente su último pensamiento antes de darse preso. Se haría pasar por muerto.
Y así hizo. Los tiros y las bombas poco a poco se fueron alejando. Desde el suelo, quieto como un muerto, veía pasar las botas de los soldados del ejército de Franco que avanzaban implacablemente dejando tras de sí, un rastro de soldados muertos y agonizantes entre los humeantes hoyos de la artillería.
Sólo podía pensar en una cosa: en la muerte. Era cuestión de tiempo.
Los enfurecidos gritos de los soldados que pasaban junto al presunto cuerpo inerte del Moreno penetraban en sus oídos como balas empozoñadas. Y esto hacía que sus músculos entumecidos por el miedo, se paralizaran de puro pavor. Realmente parecía que estaba muerto. Muerto de terror.
Poco a poco los estruendos de las bombas fueron oyéndose más apagados. Los gritos venían de más lejos. Ya no veía las botas de los soldados enemigos pasar junto a él.
Un asomo de esperanza y tranquilidad empezó a recorrer su cuerpo. Y lentamente levantó la cabeza para tomar conciencia de la situación en la que se hallaba.
Parecía que todo había pasado. Ya se disponía a levantarse, cuando horrorizado advirtió la presencia de dos soldados rezagados que acababan de descubrir la treta del Moreno.
Uno de ellos, pensó en voz alta: “no querías estar muerto...pues ahí va eso...” mientras decía esto levantaba su arma con la intención de aplastar la cabeza de mi primo con la culata del fusil.
Pero, su compañero, sabe Dios quien era aquel muchacho, le salvó la vida.

-¡No lo mates! – le dijo, sujetando firmemente el fusil de aquel feroz soldado - ¿No ves que es sólo un niño?

Mi primo, cuando cuenta esto, difícilmente puede disimular unos lagrimones que rápidamente trata de apartar de su cara con la mano:

-¡Aquell soldat me va salvar la vida!... Allí vaig vore la presència de Déu que se va presentar en forma de soldat. – Atestigua con firme convicción en sus palabras El Moreno.

Le cogieron prisionero. Atado de manos, y custodiado por sus captores, fue llevado a empujones hacia un contingente de otros infortunados prisioneros de guerra que fueron introducidos a golpe de rebenque en los calabozos de una sórdida cárcel de aquella ciudad.
En la oscuridad de aquel confinamiento pasó mi primo varios días.
Fue allí donde El Moreno aprendió a jugar al ajedrez. El tablero era el suelo, y las fichas, las hacían los presos a base de migas de pan. Asimiló de tal manera mi primo aquel juego, que llegó a ser un verdadero conocedor de las estrategias del ajedrez. Cuando regresó a casa nos enseñó a jugar a todos. Y entre todos compramos un tablero con sus correspondientes fichas, esta vez de madera.
De vez en cuando, venía una pareja de guardias civiles a la prisión, y, látigo en mano, y desenfundadas sus pistolas, se llevaban a alguien a declarar.
Llegó el turno del interrogatorio del Moreno.
Con una rabia y desprecio infinitas en sus miradas, y prontos a utilizar el temible rebenque que blandían, le llevaron ante el oficial que estaba encargado de instruir el caso.

-¿De dónde es usted? – Gruñó aquel militar sin mirarle a la cara.

-Del Grao de Castellón. – Contestó sumisamente con un hilo de voz mi primo.

En aquel momento todo cambió en la habitación. El oficial levantó airadamente la mirada en busca del Moreno y, los otros guardias civiles que había allí, hicieron lo propio.
El no sabía a qué venía aquello. Ni sabía si había motivo para alegrarse o para inquietarse.
Entornando los ojos y relamiéndose los labios, ante su asombro, espetó aquel militar:

-¡Hombre...! ¡Aquí tenemos lo que buscamos...!

El desasosiego y el desconcierto invadió a mi primo. ¿Qué buscaban? ¿qué podía ofrecer a aquella gente él, que sólo era un marinero y, que si de algo sabía un poco era de pescar?
Continuó el oficial con voz firme y contundente:

-Cuéntenos todo lo que sepa acerca del “Mahón” y de los guardias civiles que estaban presos allí.

Nada podía aportar, porque nada sabía. Como cualquiera de los graueros, había visto como recluían en aquel barco a los guardias civiles al inicio de la Guerra. Pero nada más podía añadir. Ni nombres, ni ningún detalle de aquel suceso.
Y eso fue lo que declaró.
Se miraron entre sí. Tras unos momentos de duda, dieron orden de que se retirara.
A partir de entonces fue destinado junto con los otros reclusos de guerra a trabajos forzados.
Tenían que transportar pesadísimas cargas que mi primo no siempre podía levantar con holgura.
Todos los días, venía algún suboficial para pedir voluntarios al frente.
El Moreno, vistas las circunstancias, no lo pensó más. Se alistaría. Esta vez en el otro bando, claro. Pero no se conformó en alistarse al ejército así, sin más, quiso alistarse a la legión, ni más ni menos.
Eso fue suficiente para que le libraran de la prisión.
Le incluyeron en la “quinta bandera”. En un principio notó un cambió positivo. Buena comida, ropa limpia...pero a cambio, se había comprometido a ir a pegar tiros a primera línea del frente.
Tras un período de instrucción en Exauen, fue destinado al frente del Ebro.
Allí la batalla bullía en todo su apogeo. Quiso la fortuna que subiendo una colina, cayese el bueno del Moreno, con tan desacierto, que fue a romperse la clavícula. Esto le imposibilitaba para ir al frente.
Fue a parar a un hospital de Sevilla. Y allí vivió el término de la Guerra.

Con el ánimo repleto de vivencias, regresó al Grao. Infinita alegría cuando le vimos aparecer por nuestra casa, menudo y moreno y, aún vestido de legionario.

Que Dios perdone a unos y otros, y que de aquella Guerra sólo quede el recuerdo y el firme deseo de nuca más vivir algo semejante.