La trilogía completa

domingo, 11 de octubre de 2015

Un día de pesca en el Joven Miguel (II)



Cuando mi tío mandó “xorrar”, toda la marinería se movilizó. Serían las once de la mañana más o menos. Desde proa asistíamos emocionados al proceso de recoger las redes.
El sonoro y monótono repiqueteo del motor se diluye y cambia de tono. Ahora es más pausado y menos penetrante. La barca está perdiendo velocidad, casi está parada. Mi padre ha desembragado el motor y la barca no avanza, es más, por el peso del bou retrocede un poco.
Desde proa se ve al sinyo Jaume Batallón y al sinyo Gabrialet apostados cada uno a una esquina de la popa. El sinyo Antonio y mi tío están a la “maquinilla”. Mi padre está asomado a la escotilla del motor.
Los dos cables que están aguantando las redes se van enrollando en la “maquinilla”. Llega un momento en que el bou ya está cerca de la barca. Una alargada mancha azul celeste se vislumbra entre las aguas. Enseguida aparecen las dos “puertas”. Los marineros de popa las recogen y las echan a cubierta. A todo esto la “maquinilla” ya ha dejado de enrollar cable y ahora lo que enrolla son “les malletes” (dos gruesas cuerdas que están atadas a las redes). Según la “maquinilla” va recogiendo “les malletes” se les da una vuelta en el “tambutxo” de la maquinilla y las van dejando caer sobre cubierta formando dos círculos. Estas cuerdas han subido del fondo del mar y están todas sucias de fango y rezuman agua. Parecen dos serpientes marinas.
Cuando llegan las redes, los marineros las van subiendo a bordo a fuerza de brazos hasta que llega la corona, que es donde van a parar todos los peces que han caído presos del bou. La corona no se puede subir a mano porque pesa mucho, por eso la desplazan a estribor. A unos pocos metros de profundidad (dos o tres) se puede apreciar el copo lleno de peces que exhala una especie de polvo húmedo, que es el barro que se diluye por entre las redes. Esta bolsa llena de peces es el producto de media jornada de trabajo. A bordo, pues, hay una cierta expectación por ver la cantidad y la cualidad de lo pescado. Nosotros cada vez estábamos más ansiosos por ver estos peces sobre cubierta.
Para subir la corona se utiliza la “maquinilla”. El palo mayor hace las veces de polea, y mediante un “esvirlo” (una cuerda en forma de elipse) que se abraza a la red y luego se engancha a un garfio que está atado a la polea, la corona, poco a poco va salvando la borda de la embarcación. Cuando ha subido la corona, esta queda depositada sobre cubierta. Aún no se ha abierto la corona. Pero podría decirse que el proceso de “xorrar” ha finalizado.
Sin pérdida de tiempo, los marineros cogen otro bou y lo echan al mar. Otra vez vamos “calats”. Otra vez el mismo paso lento y aburrido y el mismo sonido del motor rítmico y monótono. Durante las próximas horas las redes irán arrastrando por el suelo marino tragándose todo lo que encuentran a su paso.
Nosotros nos quedamos mirando la corona que ha quedado sola sobre cubierta. La corona parece un enorme y misterioso animal marino que palpita con un ritmo desordenado e inquieto. Son los peces moribundos que luchan desesperadamente por escaparse de la mortífera trampa en la que han caído. Desde su interior nos llega un crujido sordo y vano. Sin tiempo a más elucubraciones aparecen los marineros. La corona se descose por una banda y se desparrama todo lo que lleva en su interior sobre cubierta. Ahora hay un informe montón de animales marinos de todas clases en la parte de estribor de la embarcación. La misión de la marinería es ahora “triar” el pescado, es decir, distribuir cada pescado en su respectiva caja y echar al mar todo aquello que no sea aprovechable.

El sinyo Antonio, que es el cocinero de a bordo, se aproxima tranquilamente al montón de peces. Sostiene en una mano una caldera metálica ennegrecida por fuera, pero limpia por dentro, y con estudiada parsimonia va colocando en ella algunos peces para el rancho. Hay peces que aún están vivos y tiene que tener cuidado de que no se salgan fuera de un salto. Cuando considera que ya tiene suficiente, da media vuelta y se dirige hacia un rincón de la barca donde procede a limpiarlos.
El resto de los marineros se reúnen alrededor del pilote de peces y comienzan a “triar”. Se trata de una tarea laboriosa. Nosotros observábamos con atención la ligereza que usan los pescadores en distribuir cada producto de la pesca en su respectivo lugar. Los marineros están en cuclillas frente al montón de peces, y disponen de una madera rectangular que utilizan como paleta para ir recogiendo pequeños puñados de peces. De ese montoncito irán distribuyendo en las paneras que se han puesto sobre cubierta para tal fin los ejemplares que se han pescado. Y, por otra parte, tirarán al mar todo lo que no sea apto para la venta. Es increíble la cantidad de organismos marinos que se pescan y que luego se lanzan por la borda porque no tienen salida comercial: caballitos de mar, especies raras de crustáceos, pececitos pequeños, pequeñas estrellas de mar, conchas de mil clases, animales que no tienen apariencia de animales, erizos, medusas, algas, piedras, fango… casi la mitad de lo que ha engullido la corona se devuelve al mar. Hay que apuntar que a veces se recogen auténticos hallazgos. Como por ejemplo ánforas romanas (cànters moros en el argot del Grao) o infinidad de artilugios que han ido a parar la fondo del mar de una u otra manera. La verdad es que nunca habría llegado a pensar que para llenar una caja de salmonete se hubiera de sacrificar inútilmente tanta vida marina.

Las gaviotas, eternas compañeras del marinero, no desaprovechan la ocasión y revolotean la barca dando buena cuenta de todo lo que se va echando por la borda. Las gaviotas forman un verdadero enjambre de pájaros blancos que alegran al pescador con sus estridentes gritos y sus vistosos aleteos. La verdad es que mientras íbamos “calats” no hemos visto ninguna gaviota, y ha sido empezar las maniobras de “xorrar” y aparecer estas aves marinas.
A todo esto, el sinyo Antonio ha ido a la suya, y mientras la marinería ya está terminando con las labores de “triar”, un aroma cálido y suculento invade la barca. Es la comida que comienza a tomar consistencia. Desde el interior del pequeño habitáculo que constituye la cocina sale un intenso humo blanco que el viento marino se lleva sin un destino concreto. Ya es mediodía.
Los marineros han acabado de colocar cada espécimen en su caja correspondiente y sobre cubierta ya no queda más que fango y restos de algas. Ahora hay que limpiar la cubierta de la barca. Hay dos marineros que han cogido un balde de color negro de goma plastificada que tiene una cuerda atada al asa. Lo echan al mar y con un gesto preciso y definitivo lo suben lleno de agua. La esparcen por cubierta. Esta operación se repite numerosas veces, hasta que ya no queda ningún residuo del bol.
Mientras los marineros han acabado con las faenas se ha hecho la hora de comer. Sin embargo el rancho aún no está listo. Son otra vez momentos para el tedio y el aburrimiento. Algunos marineros de recuestan sobre la borda mirando el mar. Sin poner la mirada en ningún punto en concreto. El hastío del momento y la monotonía del paisaje solo se rompen de tanto en cuanto por la súbita bocanada del aire suculento que sale a borbotones de la cocina. El marinero se abandona despreocupadamente al suave y contumaz balanceo de la barca y deja pasar los minutos. La llamada al rancho no tardará.
El sinyo Antonio, con la parsimonia y el juicio que dan los años, entraba y salía de la cocina con fruición. Era consciente de que toda la tripulación estaba pendiente de sus manejos, y esto hacía que su ego se viera gratuitamente ensalzado. Había algo de altivez en la mirada del sinyo Antonio cada vez que salía de la cocina.
A una de tantas, el sinyo Antonio, con media sonrisa de satisfacción en su curtido rostro, lanzó al aire la voz que todos estábamos esperando: “…xiquets…al ranxo…!”
Todos a cubierta se movilizan. Ahora no se trata de juntarse para trabajar, sino para comer. Este momento tiene una significación especial. No solo es hora de reponer fuerzas, sino que es tiempo de reunirse toda la tripulación sin distinción de cargos en torno a la caldera. Se charlará de cosas intrascendentes, o se comentará algún tema concerniente al trabajo. O se pondrá sobre la mesa alguna cuestión delicada. La importancia del momento, pues, merece un yantar que esté a la altura de la ocasión, y para ello se ha esmerado el cocinero, que mira de soslayo, sin que nadie se dé cuenta, la reacción de los comensales al probar bocado.
Nosotros ya sabíamos que la comida era un  arrossejat, como casi siempre, y es que este plato es el santo y seña de las comidas marineras del Grao. Nada más sencillo y más a propósito que pescado y arroz. Aunque parezca mentira, nadie protesta de la insistencia casi diaria de este menú.
Se come sobre cubierta. Los marineros se sientan en círculo justo en la puerta de la nevera, que está situada en el breve espacio que hay entre el puente de proa y la “maquinilla”. A un lado hay una pequeña caja de madera con unos cuantos compartimentos donde están las botellas. Un par de botellas de vino y otras tantas de gaseosa. Al lado hay un botijo con agua fresca. Un botijo bien protegido con una malla de red por aquello de los golpes del balanceo de la barca; aun así, el botijo aparece mutilado. La frágil asa se ha roto debido a un golpe de mar, y un marinero ha atado hábilmente un fuerte cordel que hace las veces de asa. No hay vasos. Quien quiera beber deberá hacerlo “al gallet”, es decir, de la misma botella pero sin tocarla, alcanzando el chorro de agua o de vino al aire. Para ello a la botella de vino se le ha aplicado un pitorro que facilita esta acción. Hay que decir que esta actividad, que los marineros dominan con destreza y acierto admirable, resulta duro y complicado para un novel en estos menesteres, porque a la falta natural de gracia en colocar la botella o el botijo con precisión oportuna hay que añadir la dificultad que ofrecen las olas al zarandear la barca a su aleatorio antojo. El resultado: sonoras carcajadas al comprobar que apenas hemos bebido y que en cambio nuestra ropa aparece copiosamente salpicada de vino o de agua.
Encima de la mesa el cocinero ha puesto una barra de pan. Un marinero, solícito, ha cortado varias rebanas y las ha dejado sobre la tapa de la nevera que hace las veces de mesa. Sin ningún preámbulo cada marinero coge una rebanada y se la coloca delante de él. Esto hará las veces de plato, puesto que platos no hay. Los cubiertos son simples y concisos. Un cuchillo de uso común y una cuchara para cada marinero que es de su propiedad y de uso exclusivo. No hay más. Nosotros tuvimos que traernos de casa una cuchara. Como no hay tenedores, se come con los dedos sin ningún problema.
Enseguida aparece el sinyo Antonio con la humeante caldera que deposita suavemente sobre la tapa de la nevera. La marinería la observa. Todos vamos a comer directamente del caldero. Cada marinero cogerá el pescado que ha quedado delante de él con la ayuda de la cuchara y se lo pondrá encima del pedazo de pan. Con los dedos, y con total diligencia, apartará las espinas y dará buena cuenta de él. Después de este primer plato el cocinero saca el segundo, el arroz. Es un arroz seco, consistente, aceitoso, con un fuerte olor a pescado. Delicioso. Los marineros, armados cada uno con su cuchara, comerán directamente de la cazuela. Otra vez hay que respetar la regla no escrita de comer solamente de la parte que ha quedado delante de cada marinero. En un pispás se acaba el arroz y con ello se da por terminada la comida. La marinería se levanta y desaparece. El cocinero recoge la mesa y limpia el caldero y la cazuela.
Pronto se hará la hora de “xorrar” el segundo bol. Van a dar las tres de la tarde. Algunos marineros se han acostado sobre una sombra de cubierta y se han echado una siestecilla. Otros se dejan atrapar por el sopor del sol reflejado sobre el mar dorado.
Nosotros hemos vuelto a ocupar nuestro sitio a proa. Nos damos cuenta de que la barca ha emprendido camino hacia el puerto. Mi tío nos lo explica. Este lance lo hemos hecho al contrario que el primero. Esta mañana habíamos “calat” poco después de salir del puerto, en aguas poco profundas, aguas por cierto, prohibidas, y poco a poco, a lo largo de la jornada, nos hemos ido adentrando en mares más profundos. Pero después de “xorrar”, hemos vuelto a dirigir nuestros pasos hacia mares más secos (mares con menor profundidad) y ahora, efectivamente, vamos con el bou a cuestas en dirección al puerto de Castellón. Mi tío Antonio mientras nos contaba esto, no había dejado de mirar la mar en todas direcciones, porque otra vez, igual que al principio del día, volvíamos a estar en “terramilles”. Un puñado de barcas que se dibujaban en la lejanía sobre el mar estaban realizando la misma maniobra que el Joven Miguel. Y esto parecía tranquilizar al patrón de la barca. Casi era seguro que a estas horas la “barquilla” no aparecería por el horizonte.

Ya se veía clara y diáfana la costa a lo lejos. Recuerdo perfectamente que nos encontrábamos faenando a la altura de la playa de “Els Terrers” en Benicàssim. Entonces se oyó la voz alarmada de mi padre “¡Les bacoretes, ja estan ací les bacoretes!”. Las “bacoretes” son un espécimen muy parecido al atún (hay quien se piensa equivocadamente que son atunes pequeños), pero de mucho menor tamaño. Las más grandes alcanzan poco más de medio metro. Estos peces azules suelen visitar, según nos contaba mi padre, al pescador grauero en otoño, pero no todos los años, sino un año sí y otro no. Estarán en aguas del Grao hasta casi Navidad. Son peces muy gregarios que van en pequeños bancos a ras de superficie marina. Si una barca avista uno de estos viajeros cardúmenes de bacoretas, no resistirá la tentación de pescar un buen puñado. No es que sean un producto demasiado caro en el mercado, pero sirven para llevarse algunos dinerillos los marineros como “garfa” (dinero ganado al margen de la pesca al uso). Para pescar bacoretas se usa caña y anzuelo. No una sofisticada caña de pescar  ni mucho menos. Sirve un tosco palo o caña a cuyo extremo se le ata un pedazo de hilo con un azuelo. Como carnada se suele poner un salmonete pequeño (mollicà).
Nosotros miramos a la mar donde nos señalaba mi padre y vimos unos chapoteos sobre el agua que indicaban que aquellos peces estaban allí. La marinería, sin pérdida de tiempo cogió unas cañas que a tal efecto había preparando para cuando llegara este momento y mi tío sacó rápidamente media caja de mollicá de la nevera para que sirviera de carnada. A nosotros nos dieron una caña a cada uno y echamos al mar la carnada. No hizo más que llegar la carnada de mi caña al agua cuando una voraz bacoreta mordió el anzuelo. Tiré de la caña y sentí el peso de un pez enganchado en el anzuelo. ¡Había atrapado una bacoreta! ¡La primera de la temporada! Luego vinieron otras. Llenamos dos cajas de bacoretas. Era excitante para unos pescadores de caña como éramos nosotros en aquel tiempo observar tan a mano aquel grupo de peces en las azulísimas aguas marinas. Y echábamos una y otra vez el anzuelo, hasta que en un momento determinado se alejaron de la barca y guardamos las cañas.
Allá a las cuatro de la tarde mi tío mandó “xorrar”. Todos a cubierta. Otra vez lo mismo. Las barcas que nos acompañaban parecía que también estaban haciendo lo propio.
Esta vez, cuando echaron el bou a cubierta, no tiraron otras redes al mar como antes, así que, una vez libre de arrastrar las redes, la barca emprendió vertiginosa velocidad expulsando espuma por la proa. Parecía aquel perrito que está todo el día atado y que de pronto se ve libre de ataduras y arranca a correr…
Mientras la marinería estaba ocupada en la labor de “triar” el pescado, mi tío estaba al timón, dirigiendo nuestra saltarina y veloz embarcación hacia el puerto.
Cada vez las costas estaban más cerca. El puerto se adivinaba en la lejanía.
La mar se iba llenando de puntos blancos que enseguida adquirían forma de barcas. Las barcas venían de todas partes. Algunas barcas, las más grandes y potentes, nos alcanzaban y nos dejaban por la popa camino del faro.
Las barcas convergían todas hacia el puerto. Estábamos asistiendo al mismo espectáculo que habíamos visto al salir del puerto, pero ahora era al revés.
Nosotros no perdíamos detalle de las embarcaciones que nos íbamos encontrando. La verdad era que las conocíamos todas. Y no resistíamos la tentación de sentirnos inmersos en una gran carrera por ver quien ganaba antes la bocana del puerto. Mirábamos la playa y la encontrábamos cercana. Y mirábamos la mar y estaba pintada de un azul intenso. Parecía que era un mar irreal. Tan cerca de la playa y esa mar tan azul. Pero, de pronto, la mar cambió de color. Ahora era verde. Esta era la mar que nosotros conocíamos. Mi padre nos explicó que ello era debido a la poca profundidad que había en las cercanías del puerto.
Serían poco más de las cinco. El nuevo faro, alto y espigado, hacía poco más de un año que había entrado en funcionamiento y se elevaba portentoso junto al antiguo faro bajito y robusto. Hacía poco que este faro había dejado de iluminar la noche de los mares graueros y, ahora, permanecía serio y respetuoso sin ninguna función junto al flamante faro. Hoy en día  el viejo faro ya no está ahí; el centenario faro, después de más de tres décadas de compartir sitio con el nuevo faro ha sido trasladado al muelle de costa como pieza de museo.
Mientras íbamos entrando a puerto, una sensación de calma infinita se iba apoderando de nosotros. El paisaje parecía recibirnos con alegría. Como aquel que vuelve al sitio de partida. La sensación de volver a puerto, de volver a pisar tierra firme, es comparable a muy pocas cosas. Es una íntima sensación de volver a ser.
Cuando llegamos al muelle, vimos que nos estaban esperando mis abuelos, Francisco y Francisca. Con cierta arrogancia, no en vano habíamos compartido una jornada de pesca con auténticos marineros, les saludamos desde la barca mientras realizaban las labores de amarre.
Saltamos al empedrado muelle y observamos la barca. La marinería continuaba atareada acabando de arreglar las cajas para la subasta. Ya nada parecía igual. Todo era como antes. El mundo seguía igual, pero nosotros nos íbamos a casa con el espíritu henchido de felicidad porque algo en nosotros había cambiado desde aquel día.
  






domingo, 6 de septiembre de 2015

Un día de pesca en el Joven Miguel ( I )

Corría el año 1971. Era verano. El estío discurría cálido y despreocupado para nosotros. Repleto de párvulas vivencias. Un verano, ahora lo sé, hecho solamente para recordarlo. Mis primos Toni Trilles, Juan Almela, Antonio Montañés, Miguel Rovira y yo, constituíamos un sólido e inseparable grupo de amigos, que no desaprovechaba ni un ápice del verano. Se podría decir que lo vivíamos intensamente. Y esto era así, porque en nuestra vida de estudiantes, el verano suponía las vacaciones. La otra vida del estudiante. Yo creo que, libres de nuestras tareas estudiantiles, en verano parecíamos otras personas. Esto lo tengo por cierto. Y éramos felices. Esto también era verdad.

Óleo de Antonio Trilles

El mes de septiembre se acababa. Muy pronto tendríamos que volver al instituto. Antonio Montañés (Antoniet) iba a comenzar segundo de bachillerato. Toni Trilles y yo íbamos a comenzar tercero. Juan y Miguel, que andaban dos cursos por delante de nosotros, nos habían advertido de serios peligros en aquel curso: La Física y la Química, el Latín, y algunos temas nuevos que aparecían en las Matemáticas, como la trigonometría y las ecuaciones…, por no hablar de la Historia, que según sus informaciones, se complicaba sobremanera… todo un reto para nosotros que aún estábamos inmersos de lleno en la bonanza estival de aquel mes de septiembre.
Pero las vacaciones aún no habían concluido, y otro reto para nosotros flotaba en el ambiente: teníamos que ir con nuestros padres a pasarnos todo un día de pesca en alta mar a bordo de nuestra barca, la Joven Miguel.
Después de algunas deliberaciones, lo dejamos para el día 1 de octubre. Este día por aquel entonces era “el día del Caudillo” una de aquellas fiestas que tenían la condición de “fiestas oficiales”. Este tipo de fiestas solo tenían efecto en los centros oficiales. Por lo cual, las barcas saldrían a pescar como si tal cosa. El carácter semifestivo de aquella jornada, en cambio, sí que afectaba a los militares de la Marina que tripulaban la temida “barquilla”, que era una patrullera que se encargaba de velar por que los pescadores no pescaran en terrenos prohibidos.
La magia que envuelve a todo aquello que se hace por primera vez impregnaba nuestro decidido deseo de algo a medias entre lo aventurero y lo sublime.
Nuestro primo Miguel Rovira ya hacía un par de años que había ido a pescar con nuestra barca. No con la Joven Miguel, puesto que por aquel entonces aún teníamos la Dolores, barca sensiblemente más pequeña, que vendimos en el verano de 1970 para comprar el Joven Miguel.  El Joven Miguel lo habían comprado nuestros padres a “els Ferletes”, y la Dolores fue a parar a aguas de Almería. Ya nunca más la volvimos a ver. La nueva barca no era tan nueva, pues había salido de los astilleros de Vinaròs mediada la década de los cuarenta, pero a parte de ser más grande, disponía de un motor sensiblemente más potente. Así es que pasamos de los cuarenta y cinco caballos de la Dolores, a los ciento veinte del Joven Miguel. Miguel, pues, se mantuvo al margen. Tampoco estaba por la labor mi inseparable primo Antoniet que ya aquel mismo verano había salido a pescar con su padre (mi tío Antonio, “Patxano”) Por lo tanto nos apuntamos para aquella aventura iniciática para todo hijo de pescador de ir a la mar a pescar Toni, Juan y yo.
Por mucho que nos contaran Miguel y Antoniet, todo eran recreaciones por ver cómo sería aquello de hacerse a la mar y comprobar de primera mano el misterioso proceso de tirar las redes al mar y sacarlas llenas de peces. Mis primos Juan y Toni me acompañaban en estos pensamientos sentados en el carro del “Joven Miguel”, que estaba aparcado junto a la lonja.
Toni y yo teníamos entonces trece años, y Juan catorce.

Aquel verano todas las tardes nos acercábamos al muelle pesquero. Íbamos a ayudar a “pesar”. El término “pesar” englobaba todo el proceso de la venta del pescado, que abarcaba desde que llegaba la barca a puerto hasta que se retornaban las cajas vacías a bordo, pasando por el transporte de las cajas de pescado y la subasta.
En aquel tiempo, pues, convivíamos “en tierra” con los marineros del Joven Miguel, siempre bajo la atenta mirada de nuestros abuelos Francisco y Francisca. Y ahora había llegado el momento de convivir con estos marineros allí donde uno cobra esencia de marineros. En alta mar. Eso último resonaba en nuestras mentes con el eco de palabras mayores. Compartiríamos las mismas olas, la misma barca, los mismos trabajos. Casi seríamos como ellos…
La tripulación del Joven Miguel estaba formada por tres marineros: el sinyo Antonio,  el sinyo Gabrialet cuyas edades andaban rondando los sesenta, y el sinyo Jaume “Batallón” que venía a ser de la misma edad de nuestros padres (cuarenta y pico). Mi tío Antonio (el padre de Toni) era el patrón, en tanto que mi padre era el motorista.
A las cinco y media de la mañana mi madre me despertó. Nunca en mi vida me había visto obligado a despertarme tan temprano.
Cuando salimos de casa mi padre y yo, aún reinaba en todo su esplendor la negra noche sobre las calles del Grao. Una bocanada de aire fresco golpeó mi cara. Mi madre tenía razón. Había que abrigarse. La húmeda serena nocturna se derramaba con fuerza sobre nosotros. El silencio era sepulcral. Nuestra voz, por bajito que habláramos, resonaba en toda la desolada calle. Cuando llegamos al “Carrer de davant” (la calle Buenavista) empezamos a ver solitarios marineros que, como nosotros, se dirigían al puerto. Eran hombres oscuros, taciturnos, disciplinados, serios. Todos llevaban en una mano el saquet de la berena (un saquito de tela que guardaba el almuerzo y alguna fruta para postre de la comida), algunos, en vez de saquito llevaban un pequeño cubo de plástico. Este recipiente, después, cuando se acabe la jornada, servirá para poner en él la morralla. Se  les veía caminar decididos, firmes, con una clara muestra de resignación en su rostro.
Cuando llegamos al puerto, me sorprendió el gran bullicio silencioso y nocturno que allí había. El muelle estaba repleto de marineros que iban arriba y abajo. Unos ya venían de “fer gel” (recoger el hielo de la fábrica) con el carro repleto de cajas rebosantes de hielo. Era un hielo fresco, vivo,  blanquísimo, que humeaba sobre las cajas de madera. Otros marineros se aplicaban en recoger unas redes. Por todos los rincones aparecían marineros. Y todos confluían, como atraídos por una invisible fuerza magnética, en el muelle donde estaban amarradas las barcas.
Toni y Juan habían llegado antes que nosotros a la barca. Nada más llegar subí con ellos. Desde la barca, sentados en un listón transversal que había a proa, veíamos todo aquel tráfico de hombres que parecía presagiar la inminencia de algún acontecimiento.
De pronto, se rompió el silencio; un fuerte repiqueteo metálico se dibujó en el cielo ceniciento del puerto. Una barca había puesto el motor en marcha. Y como si esto fuera una señal, una detrás de otra, las barcas empezaron a encender los motores. El muelle se llenó de sonidos violentos con veloz intermitencia como ráfagas de ametralladoras. Por un momento nos pareció que estábamos inmersos en el fragor de una batalla.
La barca, cuando el motor está en marcha, trepida toda. Los cables que van a la “maquinilla” tremolan. Los cabos que penden del palo mayor se estremecen con cierta violencia. Incluso hay un hormigueo en el ambiente que hace pensar que la embarcación tiene vida propia.
Nosotros, bien apostados a proa, lo mirábamos todo con interés y respeto.
Una barca, después otra, ya estaban en el medio del puerto esperando a que se encendiera la luz roja que había en el techo de la lonja avisando que ya podían hacerse a la mar las barcas.
Con gesto ágil y diligente los marineros iban desatando los cabos que estaban amarrados al noray y después saltaban a bordo. Ahora ya nada nos ataba a tierra. Cuando fuimos a darnos cuenta, nuestra barca ya estaba en medio del puerto junto a un montón de barcas que estaban tomando posiciones para salir del puerto. En un momento dado vimos que algunas barcas, con rutinaria decisión, ya estaban enfilando el faro, rumbo a la bocana del puerto.



El Joven Miguel hacía lo propio, y junto a un montón de barcas iba aproximándose con paso cansino hacia la salida del puerto. Si mirábamos hacia delante veíamos barcas, si echábamos la vista atrás, también. Parecía un desfile de barcas.
Las rocas de la escollera de levante y las del “frontis” aparecían desnudas. Totalmente vacías de gente. Aún era noche cerrada, y eso confería a las escolleras que tan bien conocíamos de día, un aspecto sepulcral y misterioso. Eran tan distintas a estas horas…
Al alcanzar el faro vimos que, sentado en una de las rocas, había un pescador de caña. ¡Tan temprano! El hombre nos miró de soslayo al pasar junto a él sin dejar de atender a su caña. Nosotros, que por aquella época éramos unos impenitentes pescadores de caña, nos lo quedamos mirando con respeto y admiración: “Estarà pescant al llobarro…”
Aún no habíamos salido del puerto, pero a la altura del faro las bravías aguas de fuera entraban con descaro y alegría por la bocana del puerto. La barca pareció asustarse ante esta avalancha de agua fresca y salvaje y empezó a cabecear con soltura como solo saben hacer las barcas.
La negrura del día naciente, que aún no daba señales de disiparse, hacía que las luces reinaran todavía en el ambiente manchando las oscuras aguas. Eran unas luces huidizas y poco consistentes. Unas, las de las farolas del puerto y el intermitente faro las íbamos dejando por la popa, y las otras, las que teníamos a proa, babor y estribor, que eran las luces de las barcas que estaban saliendo de puerto como nosotros, iban cambiando de forma según la dirección que tomaba la embarcación.
Las barcas se desparramaban en mil direcciones en forma de abanico a la salida del puerto. Las más grandes emprendían camino hacia “mares de fuera” (mares más alejadas y profundas), otras se iban hacia Garbí (rumbo a Almassora y Burriana) y otras, entre las que se encontraba el Joven Miguel, habían tomado la dirección de Llevant (buscando las costas de Benicàssim y Torreblanca). Íbamos, según supimos luego, en dirección a mares de poco calado (y prohibidos), al “fang” y a “la barbà de l’alguer”
A bordo los marineros permanecían todos en cubierta. Mi tío, como patrón de la barca iba al mando del timón mirando a diestra y siniestra con avidez mal disimulada. Lo que estaba haciendo era marcar a las otras barcas. Observar sus intenciones. Ver si la decisión de ir a echar las redes en mares prohibidos era compartida por otras barcas, o si, en cambio, leyera distintos planes en las maniobras de las embarcaciones que navegaban junto a nosotros, y, en este caso la decisión de pescar en “terramilles” (mares de menor calado al permitido) quedaría aplazada para mejor ocasión.
Nosotros, Toni, Juan y yo, sentados a la proa de la barca, no nos atrevíamos a levantarnos porque el vaivén aleatorio e irregular de la barca ponía en serio peligro nuestra estabilidad. Por eso, allí sentados mirábamos las evoluciones de mi tío, y la negra mar, que se había llenado de luces. Estas luces eran las barcas, las embravecidas barcas que con el motor a toda marcha se dirigían hacia el lugar de pesca. Si hubiera sido de día, habríamos observado que la barca, por la proa, al cortar el mar, provocaba un estallido de blanca espuma, y que tras de sí dejaba sobre la mar un camino lechoso burbujeante que las olas enseguida se encargaban de deshacer.
Cada vez las barcas se alejaban más unas de otras.
En un momento dado, mi tío se dirigió a la tripulación y les advirtió que había visto  una barca que ya estaba echando las redes. No íbamos a estar solos pues, si hacíamos lo propio. Parece ser que lo que estaba esperando era precisamente esto, no ser el primero. Y de inmediato mandó “calar”. El Joven Miguel iba a echar las redes al mar.
Con la diligencia que da la profesionalidad, cada uno de los marineros ocuparon posiciones. Desde proa observábamos cómo iban lanzando el bou por la popa. Después de unos minutos, ya con las redes en el mar, la barca aquietó sensiblemente su ritmo de marcha. Ya estaba “calà” (arrastrando las redes). La barca cuando va calà adquiere un caminar cansino y premioso. Las próximas horas la barca estará arrastrando las redes por el suelo marino.
Inmediatamente después de terminar la operación de “calar”, los marineros desaparecieron de cubierta. Mi padre se acercó a nosotros y nos aclaró que se habían ido a dormir. Él también se iba a dormir normalmente a estas horas y se quedaba de guardia mi tío, pero hoy, mi padre, como estábamos nosotros, no se iría a dormir, se quedaría a hacernos compañía.
La noche poco a poco perdía fuerza. Por el horizonte se adivinaba un apagado resplandor. Pronto el sol se adueñaría de la mar. Las luces de las barcas iban apagándose. Una incipiente luminosidad empezaba a cobrar intensidad sobre las aguas marinas.
Nosotros veíamos amanecer desde proa. Una explosión de sol anaranjado y rojo iba tomando forma. Como surgido de la nada, en un momento vimos cómo se desgajaba del mar una redondez ardiente que, a ojos vista, se elevaba fulgurante sobre la línea del horizonte. El sol parecía una pelota roja que irradiaba luz y daba vida al mar. Al apartar la vista vimos que  ya era de día. El sol reinaba en todo su esplendor.
Echamos la vista a nuestro alrededor y vimos unas cuantas barcas que, como la nuestra, iban cabeceando pesadamente con el bou a cuestas.
En estos momentos en que la barca acaba de “calar” no hay faena a bordo. Sobre cubierta hay una tendencia clara al tedio. El tiempo se hace espeso. Las horas pasan lánguidas. Nosotros, en cambio, animados por mi padre y mi tío, no dejábamos de charlar y de mirar todo. Incluso nos atrevimos a levantarnos y dar un pequeño paseo por cubierta, tratando de guardar el equilibrio lo más dignamente posible.
La mar, ahora que ya había amanecido, se veía de un azul oscuro intenso. De una pureza infinita. Tan azul era la mar, que parecía sólida.

Han pasado casi cuatro horas desde que hemos salido del puerto. Todavía no es hora de recoger las redes, pero la marinería empieza a dar señales de vida. Por las escotillas van saliendo pausadamente los marineros. No dicen nada. Cada uno se acomoda en un lugar de la barca y en silencio, se les ve sacar un poco de comida de un saquito, y tranquilamente, con la mirada fija en la mar, van comiéndose este frugal almuerzo. Luego, como quien no hace la cosa, se dejan bañar despreocupadamente por los rayos del sol, mientras su mente parece volar en la lejanía del mar. Nosotros no les decimos nada, los observamos desde proa y pensamos que están esperando a que mi tío dé la voz de “xorrar” (recoger las redes).