La trilogía completa

domingo, 16 de marzo de 2008

La barraca

Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón"




Empieza la construcción del puerto

Las obras de construcción del puerto del Grao de Castellón se iniciaron el 16 de marzo de 1891. Esta obra responde a una necesidad. Y es que, a lo largo del siglo XIX, los pescadores del Grao han ido avanzando en sus técnicas pesqueras. Ya la vela latina, lacia y elegante, adorna las barcas que hay sobre la arena. La pesca de arrastre ha empezado a tomar consistencia en el Grao. Las parejas de barcas de bou animan el paisaje playero. En verdad hace falta un puerto. Ahora no se trata tan sólo de aquellas primigenias barcas a remos que practican las artes del palangrillo de menuda y el volantí. En el Grao se ha afianzado la pesca del bou. Y esto requiere que el Grao disponga de un recinto pesquero con totales garantías.

El puerto, desde aquellos tiempos decimonónicos, nunca ha dejado de crecer.
Las obras del puerto, desde que un día, hace más de cien años, iniciaran su andadura, nunca han permanecido estancadas; siempre han tenido motivo de adecuar sus estructuras a las necesidades vigentes; y éstas, continuamente, desde aquel lejano día en que se pusiera la primera piedra, con la Panderola como testigo, han conseguido una y otra vez, desbordar las construcciones portuarias, con nuevas exigencias: desde una ampliación del puerto, lo cual ha constituido una constante en la historia del puerto, hasta la novedosa problemática que sólo se verá cumplida en el próximo milenio, de los nuevos accesos al puerto.


La Barraca

Era una hermosa y tranquila tarde de otoño de fines del siglo XIX.
Por poniente, las rojas nubes, manchadas por un sol agonizante, anuncian el declinar del día.
El mar, sereno y calmoso, casi no da señales de vida. Las olas, en la arena, a penas se dibujan, mortecinas y sin fuerza, en la misma orilla de la playa.

-La mar està com una bassa d’oli!

Alguien, sobre la arena de la playa, lo ha dicho sin esperar respuesta. La ambigüedad del tono, hace que no se sepa si hay reproche o serena placidez, en aquellas palabras.
Sobre la playa del Grao hay varios grupos de mujeres que forman corrillos. Miran una y otra vez mar adentro. Aquella persistente calma chicha estaba retrasando más de lo previsto la llegada de las parejas de bou.
Se conversa animosamente. Desenfadadamente. A gritos. Con exageradas y teatrales gesticulaciones de brazos y cuerpo, cual si estuvieran interpretando un personaje dramático. Pero simplemente están hablando de sus cosas.
Era ya evidente un cierto aire de cansancio en las mujeres, que esperaban en la playa la llegada de las barcas de arrastre, cuando unas velas aparecieron por encima de la escollera de levante, que era lo único que había del puerto que entonces empezaba a construirse.

-Ja estan ací! ja estan ací!

Las parejas de bou, efectivamente, comienzan a arribar al Grao.
Inmediatamente, todo el mundo en la playa, se moviliza. Deben preparase para los trabajos de compra del pescado.
Cuando las pequeñas embarcaciones veleras llegan cerca de la orilla de la playa, arrían la vela y echan el ancla. Las barcas quedan quietas; aferradas a las aguas marinas. Sólo las olas son capaces de alterar con su incansable vaivén el reposo del breve buque pesquero.
Ahora desde una de las barcas los marineros lanzan un diminuto bote de remos al agua.
Enseguida, un puñado de marineros, saltan por la borda de la barca y, con agua a la cintura, van desembarcando el pescado que, dispuesto en sufridos cestones de oscuro mimbre, es colocado en la barquichuela.
A golpe de remo llegan los pescadores hasta la orilla de la playa.
Esta operación se repetía tantas veces como hacía falta. Si la pesca había sido pobre, bien pudiera bastar un solo viaje. En cambio, en días fructíferos, la pequeña lancha efectuaba varias veces el recorrido de la playa a la barca y viceversa.
Una vez en tierra, en pescado es depositado sobre la mojada arena, a la vista de los compradores.
Decenas de ávidos ojos escrutaban la nobleza de lo allí expuesto.
No había más que mirar las expresiones faciales del aquellas mujeres, expertas en la materia, para colegir si se trataba de especímenes de buena, mediocre, o mala calidad.
Si el resultado de la indagación era positivo, se dibujaba en la compradora una cara de satisfacción, prietos los labios, media sonrisa, y ojos entornados bajo unas fruncidas cejas que denotaban manifiesta codicia. Ahora, una vez hallado lo que buscaban, no se apartaban de aquel puñado de peces frescos que parecían su botín, por temor a que viniese otra y se hiciera con la magnífica mercancía que ella había descubierto.
El griterío que se formaba en la playa llegaba a adquirir regulares proporciones.
Los marineros voceaban entre ellos, prestos a las maniobras de desembarque del pescado. Y las compradoras, a voz en grito, iban intercambiando pareceres con sus colegas.
Allí en la misma playa tenían lugar las operaciones de compra del pescado. A la intemperie. Totalmente expuestos a las contingencias climatológicas. Con luz solar, si el curso de la jornada lo hacía posible, o con la penumbrosa iluminación de la luz de la Luna, o en el peor de los casos, alumbrados con la tambaleante y tenebrosa luz de los candiles de aceite vegetal.
Las compradoras disponían de material al uso para efectuar con seriedad y solvencia el pesaje de las capturas.
Consistía éste en una balanza formada por un palo que se clavaba en la arena y, perpendicular a dicho bastón se insertaba otro, horizontal, asido mediante un perno pasado y engrasado con sebo de cordero; en cada uno de sus extremos colgaban un cubo metálico. Las pesas eran unas gruesas piedras de un indeterminado peso. Pero se tenía por cierto que la más voluminosa pesaba una arroba, la mediana, media arroba y, la piedra más pequeña un cuarterón.
El pago del pescado tenía lugar al día siguiente. Esto conllevaba que a bordo, alguien estuviera al cuidado de las operaciones de venta del pescado que acababan de efectuarse. En otras palabras, un marinero tenía que llevar la contabilidad. No, por cierto, pensando en una posible inspección de Hacienda, sino para que al día siguiente, no hubiera duda a la hora de cobrar el montante del pescado. Evidentemente, la compradora hacía lo propio.
Estos movimientos mercantilistas eran puntualmente anotados por los pescadores en un libreta pestilente y mugrienta, pero recia y eficaz, que era celosamente guardada en algún rincón de a bordo.
En dicho libro de registro se anotaba cuidadosamente cada operación.
Si se trataba de una arroba, el marinero lo hacía constar en el libro de contabilidad mediante una raya vertical; si era media arroba lo que se había vendido, quedaba testificado en la libreta con una raya horizontal, y si era un cuarterón, se dibujaba una cruz en la libreta. Claro y conciso. Simple y eficaz.
Estos signos, que vistos en su conjunto semejaban una escritura oriental, eran comúnmente aceptados por todos.
El precio del pescado era fijo; no solía variar en toda la temporada. Las fluctuaciones económicas del mercado aún estaban por venir.
A medida que se cerraban las operaciones de compra del pescado, el griterío se volvía murmullo; murmullo que iba diluyéndose a la par que la oscuridad de la noche crecía. Al trasluz de la noche, se veían unas grises y silenciosas figuras de mujeres, todas ellas cargadas de cestones repletos de pescado que marchaban camino de su casa. Mañana, antes de alborear el día, debían estar preparadas para ir a vender el pescado a Castellón, Almassora, Villarreal, Burriana...
Los marineros, por su parte, preparaban todo para salir a pescar al día siguiente...si el tiempo no lo impedía.
Después, sobre la arena de la playa, la soledad y el silencio nocturno, lo envolvía todo.
Un día de pesca acababa...
Las obras del puerto, con la llegada del nuevo siglo, avanzan a buen ritmo.
Cuando se inició la construcción de la escollera, los armadores recibieron el aviso de que en la playa molestaban; que allí no podían seguir efectuando las labores de venta del pescado, que se buscasen otro sitio donde no molestaran.
De siempre, que los marineros sabían de una vetusta barraca que parecía abandonada. Aquella barraca, cercana a la playa, pero al margen de las obras del naciente puerto, podría servir para las funciones de venta del pescado. No sería mala idea alquilarla. Su propietario resultó ser un señor de Castellón. No hubo problema en que la alquilara. La adecentaron entre todos los marineros. Se compraron los útiles necesarios para pesar el pescado: un par de balanzas nuevas, de hierro, con dos cubos de cinc. Las pesas siguieron siendo las mismas piedras de indeterminado peso. La vistieron de cal. Le pusieron un nuevo y flamante techo de senill... Parecía otra...
El cambio había sido positivo. Ahora empezaban a darse cuenta.
Se acabó el pesar el pescado a la intemperie.
Ya no se hacía tan penosa la espera de las parejas de bou al resguardo del techo de la rejuvenecida barraca.
A cambio, ahora, había unos gastos comunes que pagar.
Estos gastos, puesto que a todos afectaban, era de ley que se pagaran entre todos. No hubo dudas al respecto. Entre todos lo pagarían.
A parte del alquiler y del instrumental antes mencionado, se tuvo que unir otro concepto: la limpieza de la barraca. Se contrató para ello a una “grauera”, Lloïsa la Passec.
Los armadores sintieron la necesidad de unirse para hacer frente a la común labor de llevar a cabo aquello que acababa de nacer.
Al amparo del frágil cobijo de una vieja barraca y respirando y sintiendo el fresco y húmedo aire mediterráneo, aquellos hombres y mujeres de principios del siglo XX acababan de constituir lo que luego se llamó Pósito de Pescadores.

Aquella primitiva unión, fue el germen de lo que hoy es quizá la entidad pesquera más sólida y entrañable del Grao, y que es considerada por todo marinero grauero como una segunda casa: La Cofradía de Pescadores “San Pedro” del Grao De Castellón, o El Póssit...o La Barraca.