La trilogía completa

jueves, 16 de diciembre de 2010

Memorias del Grao de Castellón (II)

Acaba de salir al mercado la segunda parte de las “Memorias del Grao de Castellón”. Este segundo libro sigue la tónica del primero, es decir, mi padre cuenta sus vivencias y yo las redacto. Mi padre si viviera tendría ochenta y seis años. Murió hace seis. Pero me dejó un montón de hojas manuscritas con mucho material de recuerdos de cuando él era joven. Me puse manos a la obra y después de estos seis años he conseguido ordenar estos manuscritos y me ha salido material para otros dos tomos. Uno se publica ahora, y el otro, es decir, la tercera parte, veremos si puedo publicarla dentro de un tiempo.
Mi padre era marinero. Pescador. Pasó toda su vida en el Grao de Castellón, donde nació, por lo tanto, podríase decir que este libro habla de la visión que un pescador del Grao de Castellón tenía de su vida. La vida de una persona que vivió casi todo el siglo XX, pero centrándose más que nada en sus años de pescador en activo, que van desde recién finalizada la guerra civil, hasta el año 1985 en que se jubiló.
El presente libro comienza hablando de las aves que acompañan al marinero grauero. Pues él, como sus colegas, conocía este tipo de aves marineras que, como los peces, eran compañeras de viaje. Sigue hablando de los vientos. Es un capítulo bastante largo donde habla de la esencia de cada uno de los vientos de la rosa de los vientos, su esencia y su origen (aquí he puesto yo un poco de mi cosecha) y después analiza el tipo de viento que se da en cada mes del año. Después habla de la vela latina. Mi padre era un perfecto conocedor de esta entrañable vela que era la que se usaba por estos mares mediterráneos antes de la llegada de los motores. Y él nos da debida cuenta de todos los pormenores de su funcionamiento así como anécdotas que vale la pena leer. Luego hay un capítulo donde cuenta la revolución que supuso la irrupción de los motores marinos allá por los años veinte del pasado siglo. Y ya por fin, aunque este no sea un tema eminentemente marinero, pero sí grauero, como, por supuesto, castellonero, hablamos de “La panderola”. Un capítulo entero.

Si estáis interesados en adquirir el libro, en el margen están las señas donde os podéis dirigir. Y si tenéis dificultades en conseguirlo hacédmelo saber y os lo conseguiré.

jueves, 11 de noviembre de 2010

El pinar (I)




El pinar a finales del siglo XIX

En el año 1873 Bernardo Mundina publicaba su obra “Historia, Geografía y Estadística de la provincia de Castellón” y allí hace referencia al pinar en estos términos:

“En las vísperas de San Pedro y San Jaime, al mismo tiempo que algunos acuden al designado punto del Serrallo, es más bonito y cómodo el campamento que se forma en el espeso bosque del pinar inmediato al mar, que ocupa la izquierda del caserío del Grao, a medio kilómetro de éste.
Si penetramos en una de estas noches en el interior de este bosque, encontraremos a cada paso una sorpresa: en cada árbol una familia, y de trecho en trecho un baile de labradoras que al compás de las guitarras repican con singular gracia sus finas castañuelas”.

A principios del siglo XX, en 1910, Carlos Sarthou Carreres, en su libro “Impresiones de mi tierra”, habla del pinar:

“Es un bosque de pinos de medio kilómetro de anchura, por cuatro de longitud, que se extiende, a orilla mar, desde la parte Este del puerto hacia Benicasim.
Algún día, durante los grandes temporales, las encrespadas olas marinas invadían la pinada salpicando con sus saladas espumas los troncos de los árboles. Hoy se retira el mar, separándose del bosque con una ancha arenisca playa.
Lo más bello del pinar está en el extremo opuesto al poblado del Grao, en donde, por estar menos transitado, crecen más espesos los jóvenes pinos y espesos matorrales, dándole así un carácter de naturaleza salvaje.”
“El pinar es el paseo veraniego de los marineros y veraneantes y el orgullo de los castellonenses, que como nota típica lo muestran satisfechos a los forasteros.”

El pinar en el año 1996

Ha pasado el tiempo. Casi un siglo media entre estas palabras y la actualidad. Y el paso de los días, ha hecho que estas consideraciones con las que iniciaba el capítulo, quedaran desfasadas y fuera de lugar. Hoy, el pinar de Castellón no es como antes, ni en su fondo ni en su forma.
Por una parte, hábitos más modernos han venido a sustituir a los de otrora y, además, el soporte físico del pinar no es lo que era.
Hoy se muestra menguado y esquilmado por el atroz paso de décadas hambrientas de desarrollo que rompieron el natural y virginal encanto del pinar.
Yo llegué a conocer el pinar de antes. El salvaje. El exuberante. El pinar boscoso y montaraz. El pinar, tal como la Naturaleza lo dispuso. El pinar, sin las artificiosas actuaciones humanas. El pinar, tal como fue hasta finales de los años cincuenta. Momento en que el pinar inicia su transformación, su pérdida de identidad. Fueron años en los que el pinar pasó de ser un lugar virgen, de abigarrada y caprichosa naturaleza, de fértil y atrevida fauna, y de misteriosos e intrincados caminos, a ser lo que es hoy, un parque limpio, claro, controlado, abundantemente visitado. Repleto de pinos cautivos...


El pinar. Ayer y hoy

El pinar de Castellón hasta comienzos de los años sesenta, fue un frondoso bosque de pinos que brotaba desde las tierras del marjal “grauero” y se extendía espeso y consistente en alargada disposición , paralelamente a la costa hasta lo que hoy es el campo de aviación.
Vista aérea del pinar. Año 2001

Se trataba de una formación vegetal donde los pinos vivían libremente asociados a las enormes matas. Era ésta una feliz asociación. Sin duda alguna. Hoy los pinos parecen tristes sin sus matas que siempre les han acompañado. Cada pino tenía a su pie, como si de un guardián se tratara, un gran matorral que a veces llegaba en altura casi hasta mitad del tronco del pino.
Los pinos, de tupidas copas, filtraban la entrada del sol, sumiendo el suelo del pinar en una misteriosa y acogedora penumbra. Y las matas lo cubrían todo. Andar por el pinar suponía apartar las ramas de estos matorrales que a cada paso se interponían en el camino.

Cuando se entraba en el pinar, a uno le envolvía una extraña sensación. No era tanto los susurros que no se sabía de donde venían ni quien los emitía; ni siquiera los estridentes alaridos de los millares de pájaros que poblaban las copas de los pinos, sino que lo más sorprendente era saber que unos metros más allá estaba el Grao. Casas, calles, civilización. Contraste atroz. En un minuto, de la selvática y primitiva sociedad que constituía el pinar, a la organizada y urbanizada población “grauera”.
La gente gustaba de ir al pinar.
Siempre había motivo para caminar entre las herbáceas montañas que pululaban bajo los pinos y abandonarse al rescoldo poderoso de la Naturaleza.
Cuando se entraba en el pinar por su extremo sur, nada más cruzar la vía del tren de la pedrera, aparecía ante el visitante un simpático pino, un pino que estaba inclinado, agachado, retorcido y de caprichosas formas, al que nosotros llamábamos el picatxo.
Una vez en el interior del pinar, a uno le envolvía la peregrina sensación de haber sido transportado a un lejano bosque, un bosque que quizá estaba situado en una elevada montaña. Nada hacía pensar que las olas del mar batían su espuma salada en las arenas contiguas al pinar.
Si no se conocían bien los pinos y los senderos, era fácil perderse en el pinar. Y salir por fin, frente a la playa, o en pleno quadro.
La gente del Grao conocía bien el pinar.
Nosotros sabíamos donde estaba cada pino. Cada mata. Cada recoveco. Y éramos capaces de desenvolvernos, con total eficacia, por el intrincado y laberíntico sendero que, entre ramas, hojas, y pinaza, llevaba a la “punta del pinar”, que era su extremo norte, junto al campo de aviación.
No era tarea sencilla atravesar el pinar. A su tortuosa longitud había que añadir la dificultad que suponía atravesar dos goletes (acequias): L’estany y la gola En Trilles, que desde Castellón, después de pasar por toda la marjaleria, cruzaban el pinar, para dejar sus repletas y confusas aguas en los limpios aledaños marinos del Mediterráneo.
Estas acequias daban pie a una amena y variada fauna. Ranas, gambas, samarucs, anguilas, culebras que, las había de respetables dimensiones, y, que eran muy dadas a abandonar la acequia y aventurarse, ufanas, gráciles, variopintas e inofensivas, por entre las hierbas de las matas, y una infinidad de animalillos que pululaban al socaire de las dulces aguas que alimentaban y entretenían la vida del pinar.





Continuará...

sábado, 9 de octubre de 2010

Epílogo




Ya terminado el conflicto bélico, la normalidad, lenta y costosamente fue adueñándose de aquellos seres humanos, heridos ya para siempre en su memoria por los recuerdos indelebles que la Guerra les había producido. Ya nunca más olvidaríamos el apocalíptico desfile de imágenes bélicas que recorrió sin compasión y sin excepción cada uno de los rincones de la existencia de los que vivimos la Guerra.

En los momentos de lánguido sosiego en alta mar, los marineros narraban vivencias y avatares de la pasada guerra.
Parecía que había acabado una vida y empezaba otra.Había quien corroboraba sus relatos desnudando su torso y mostrando una fea cicatriz:

-...Això són senyals de metralla...en el frente de Somorriesa va ser...

Pepet el de Catambo, que tras finalizar la Guerra se embarcó con nosotros en el Cebollino, nos contaba que él había estado preso en un campo de concentración en tierras de Cádiz y, allí aprendió un fandanguillo. Y nos lo cantó. Yo entonces tenía catorce años y, pese a haberlo oído una sola vez y haber pasado sesenta años, aún lo recuerdo perfectamente. Aquella copla caló tan hondo en mí, porque de una forma simple y concisa reflejaba en muy pocas palabras lo que realmente fue la Guerra que acabábamos de pasar:

Tengo un hermano en los rojos
otro en los nacionales.
Nos tiramos tiro a tiro
y las que sufren son las madres
¡siendo los cariños tan iguales!

Mi primo El Moreno, que felizmente tras el término del conflicto bélico volvió a casa sano y salvo, fue contándonos todo lo que él vivió en el frente de batalla. Y nos lo refería una y otra vez. Y nosotros le escuchábamos con admiración. Unas veces hacía más hincapié en unos detalles determinados, otras centraba la atención de su relato en otros aspectos. Aquellas vivencias fueron vividas con tanta intensidad, que hoy, con ochenta años cumplidos, aún es capaz de contarlo con pelos y señales. Y no renuncia a ello si la ocasión lo tercia.

Tengo que decir que mi primo El Moreno siempre fue, según palabras de su propio padre, “algo quijote”. Y esto lo decía porque sus trastadas de pequeño llevaban siempre el signo del desdén y menosprecio al peligro. Así, contaba mi tío Pepet que un verano, estando en Camarena, un pueblecito de la provincia de Teruel, a donde habían ido a pasar una temporada por aquello de “canviar d’agües, vieron pasar unos jinetes que advertían del cercano paso por el centro del pueblo de un ganado de toros bravos. Entonces, los lugareños, muy hechos y habituados a ello, con normalidad y disciplina se recluían en sus viviendas. Bajaban las persianas de la puerta de casa y, en silencio, oían pasar el ganado. Pues bien, un toro, quedó algo distraído y se acercó a la persiana donde estaban escondidos la familia de mi tío y los propietarios de la casa. Parecía olisquear algo. Silencio absoluto entre el personal. No fueran a incordiar al animal. Mi primo que en aquellos días tenía un pequeño bastón de juguete que hacía poco le habían comprado, cuando entre las rejillas de la persiana vio aquella gigantesca cabezota armada de enormes y afilados cuernos, tuvo la ocurrencia de apartar un tanto la persiana y blandiendo su bastón, dijo: “¡Eh toro!”. El toro se giró y lanzó un resoplido que heló la sangre a más de uno. Menos mal que mi tío fue rápido en coger a su hijo y cerrar la persiana. Y todo quedó en un monumental susto.
El Moreno siempre fue una persona menuda y enjuta. De vivo mirar y gesto inteligente; de tez muy morena, de ahí su apodo. La gente, de pequeño, le decía. “pareix que hages caigut a la basseta del tiny i vas ple encara de degot”. Esto último, el degot, era la sustancia que daba ese oscuro color al tinte.

Como ya quedó dicho, al poco de iniciarse la Guerra, El Moreno fue llamado a filas. Tras dos o tres días de instrucción militar en Torrevieja, fue destinado al frente de Teruel.
Ya en el frente, nos contaba El Moreno, en el curso de una batalla, agazapado en la trinchera, viendo y oyendo silbar las balas sobre su cabeza, se dio cuenta que se había quedado solo. Sus compañeros se estaban batiendo en retirada desafiando a las balas enemigas. Por un momento quiso imitarlos. Pero, según nos confesaba, le faltó valor. Su instinto de conservación hizo que se quedara allí, escondido. Como un rayo pasó por su mente su último pensamiento antes de darse preso. Se haría pasar por muerto.
Y así hizo. Los tiros y las bombas poco a poco se fueron alejando. Desde el suelo, quieto como un muerto, veía pasar las botas de los soldados del ejército de Franco que avanzaban implacablemente dejando tras de sí, un rastro de soldados muertos y agonizantes entre los humeantes hoyos de la artillería.
Sólo podía pensar en una cosa: en la muerte. Era cuestión de tiempo.
Los enfurecidos gritos de los soldados que pasaban junto al presunto cuerpo inerte del Moreno penetraban en sus oídos como balas empozoñadas. Y esto hacía que sus músculos entumecidos por el miedo, se paralizaran de puro pavor. Realmente parecía que estaba muerto. Muerto de terror.
Poco a poco los estruendos de las bombas fueron oyéndose más apagados. Los gritos venían de más lejos. Ya no veía las botas de los soldados enemigos pasar junto a él.
Un asomo de esperanza y tranquilidad empezó a recorrer su cuerpo. Y lentamente levantó la cabeza para tomar conciencia de la situación en la que se hallaba.
Parecía que todo había pasado. Ya se disponía a levantarse, cuando horrorizado advirtió la presencia de dos soldados rezagados que acababan de descubrir la treta del Moreno.
Uno de ellos, pensó en voz alta: “no querías estar muerto...pues ahí va eso...” mientras decía esto levantaba su arma con la intención de aplastar la cabeza de mi primo con la culata del fusil.
Pero, su compañero, sabe Dios quien era aquel muchacho, le salvó la vida.

-¡No lo mates! – le dijo, sujetando firmemente el fusil de aquel feroz soldado - ¿No ves que es sólo un niño?

Mi primo, cuando cuenta esto, difícilmente puede disimular unos lagrimones que rápidamente trata de apartar de su cara con la mano:

-¡Aquell soldat me va salvar la vida!... Allí vaig vore la presència de Déu que se va presentar en forma de soldat. – Atestigua con firme convicción en sus palabras El Moreno.

Le cogieron prisionero. Atado de manos, y custodiado por sus captores, fue llevado a empujones hacia un contingente de otros infortunados prisioneros de guerra que fueron introducidos a golpe de rebenque en los calabozos de una sórdida cárcel de aquella ciudad.
En la oscuridad de aquel confinamiento pasó mi primo varios días.
Fue allí donde El Moreno aprendió a jugar al ajedrez. El tablero era el suelo, y las fichas, las hacían los presos a base de migas de pan. Asimiló de tal manera mi primo aquel juego, que llegó a ser un verdadero conocedor de las estrategias del ajedrez. Cuando regresó a casa nos enseñó a jugar a todos. Y entre todos compramos un tablero con sus correspondientes fichas, esta vez de madera.
De vez en cuando, venía una pareja de guardias civiles a la prisión, y, látigo en mano, y desenfundadas sus pistolas, se llevaban a alguien a declarar.
Llegó el turno del interrogatorio del Moreno.
Con una rabia y desprecio infinitas en sus miradas, y prontos a utilizar el temible rebenque que blandían, le llevaron ante el oficial que estaba encargado de instruir el caso.

-¿De dónde es usted? – Gruñó aquel militar sin mirarle a la cara.

-Del Grao de Castellón. – Contestó sumisamente con un hilo de voz mi primo.

En aquel momento todo cambió en la habitación. El oficial levantó airadamente la mirada en busca del Moreno y, los otros guardias civiles que había allí, hicieron lo propio.
El no sabía a qué venía aquello. Ni sabía si había motivo para alegrarse o para inquietarse.
Entornando los ojos y relamiéndose los labios, ante su asombro, espetó aquel militar:

-¡Hombre...! ¡Aquí tenemos lo que buscamos...!

El desasosiego y el desconcierto invadió a mi primo. ¿Qué buscaban? ¿qué podía ofrecer a aquella gente él, que sólo era un marinero y, que si de algo sabía un poco era de pescar?
Continuó el oficial con voz firme y contundente:

-Cuéntenos todo lo que sepa acerca del “Mahón” y de los guardias civiles que estaban presos allí.

Nada podía aportar, porque nada sabía. Como cualquiera de los graueros, había visto como recluían en aquel barco a los guardias civiles al inicio de la Guerra. Pero nada más podía añadir. Ni nombres, ni ningún detalle de aquel suceso.
Y eso fue lo que declaró.
Se miraron entre sí. Tras unos momentos de duda, dieron orden de que se retirara.
A partir de entonces fue destinado junto con los otros reclusos de guerra a trabajos forzados.
Tenían que transportar pesadísimas cargas que mi primo no siempre podía levantar con holgura.
Todos los días, venía algún suboficial para pedir voluntarios al frente.
El Moreno, vistas las circunstancias, no lo pensó más. Se alistaría. Esta vez en el otro bando, claro. Pero no se conformó en alistarse al ejército así, sin más, quiso alistarse a la legión, ni más ni menos.
Eso fue suficiente para que le libraran de la prisión.
Le incluyeron en la “quinta bandera”. En un principio notó un cambió positivo. Buena comida, ropa limpia...pero a cambio, se había comprometido a ir a pegar tiros a primera línea del frente.
Tras un período de instrucción en Exauen, fue destinado al frente del Ebro.
Allí la batalla bullía en todo su apogeo. Quiso la fortuna que subiendo una colina, cayese el bueno del Moreno, con tan desacierto, que fue a romperse la clavícula. Esto le imposibilitaba para ir al frente.
Fue a parar a un hospital de Sevilla. Y allí vivió el término de la Guerra.

Con el ánimo repleto de vivencias, regresó al Grao. Infinita alegría cuando le vimos aparecer por nuestra casa, menudo y moreno y, aún vestido de legionario.

Que Dios perdone a unos y otros, y que de aquella Guerra sólo quede el recuerdo y el firme deseo de nuca más vivir algo semejante.







jueves, 1 de julio de 2010

La guerra que vio u niño de 11 años (18ª entrega)



Se termina la Guerra

Fueron pasando los días, todos bajo la impronta del enfrentamiento bélico que parecía perpetuarse.
Un día, sin previo aviso, observamos que los militares que compartían vivienda con nosotros, estaban recogiendo todo y, casi sin despedirse, se fueron yendo, hasta que cuando fuimos a darnos cuenta, nos hallábamos solos en aquella casa. Volvimos a ser otra vez los auténticos dueños de la casa.
Pudiera aquello significar que la Guerra estuviera viviendo sus últimos días. Así lo tomamos nosotros. Pero aún por las noches, el repiqueteo de las metralletas nos recordaba que la Guerra aún seguía ahí.
Pero un día de primavera, un 1 de abril de 1939, mi tío Pepet entró en casa con desmedida alegría, enarbolando un ejemplar del “Mediterráneo” y lanzando gritos de júbilo:

-¡La Guerra s’ha acabat! ¡La Guerra s’ha acabat! ¡Mireu ací al “Mediterràneo” ho posa!

Y todos, sentados junto a mi tío Pepet, oímos las noticias que nos leía en voz alta. Con sepulcral silencio y respetuosa esperanza, todos callábamos y escuchábamos.

-¡Escolteu “lo” que diu el peiròdic!:
“Detalle del último parte de Guerra”: - Leía mi tío Pepet impostando la voz y relamiéndose en sus propias palabras - “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La Guerra ha terminado.”

No cabía la menor duda. Por fin la paz.
Pero aún quedaba un largo camino para conseguir el total apaciguamiento de aquellas personas que habían vivido una Guerra fratricida.



El Grao de Castellón vive los primeros días tras la Guerra

La Guerra no había acabado para todos.
A partir del día en que se terminó la Guerra, empezaron a regresar al Grao vecinos “graueros” que habían huido cuando la entrada de “los nacionales”.
Algunos volvieron a pie, tal como se marcharon. Otros fueron traídos por algún camión que, repleto de soldados, seguía el mismo camino.
No era ésta una vuelta triunfal, sino todo lo contrario. Ellos habían sido los perdedores y, cuando llegaban a un control de la guardia civil, estaban expuestos a cualquier cosa. Desde que fueran confinados a un campo de concentración, hasta que fueran fusilados. Así, tal como suena.
Si existía en ellos algún indicio de apoyo a la causa republicana, todo el peso de la venganza de los vencedores caía sobre ellos.
Las cárceles no daban abasto. Los juicios sumarísimos eran moneda corriente.
Las penas capitales estaban a la orden del día.
Cuando menos te lo esperabas, alguien te decía:

-No ho saps...a “Fulanito” li ha eixit pena de mort...

Algunas de estas espeluznantes sentencias se cumplieron. Otras fueron conmutadas por cadena perpetua...
Hubo denuncias, en un principio anónimas, que llevaron a la muerte, o a la cárcel, o a recibir una desmesurada paliza, a decenas de “graueros”.
Tras las primeras semanas de desenfrenada depuración, y en vista de la ingente cantidad de denuncias, se creyó oportuno identificar al denunciante. El remedio llegó tarde. Algunas denuncias resultaron ser falsas. Muchos pagaron por algo que no habían cometido.
Los últimos coletazos de la Guerra aún se dejaban sentir en el Grao de Castellón.

Terrible coincidencia en el camión

Igual como ocurriera cuando las tropas de Franco tomaron Castellón, el final de la Guerra supuso un ir y venir de gentes. Unos, los soldados, poco a poco iban yéndose a sus lugares de origen. Un gran número de castellonenses se embarcaron en Denia y Alicante hacia el exilio. Otros, que habían huido con el ejército republicano por temor a posibles represalias, ahora regresaban. De estos últimos, como ha quedado dicho, no todos corrieron la misma suerte.

En las semanas inmediatas al término de la Guerra, los autobuses de línea regular aún no estaban normalizados. En cambio, era factible subirse en cualquier camión de soldados que hiciera la ruta que a uno le convenía.
Así, un día, Caragol y yo, tuvimos que ir a Castellón. Tomamos uno de esos camiones repletos de soldados y civiles que, como nosotros, subían hasta que se agotara el espacio del camión.
Una vez arriba, entre la abigarrada multitud de gente que se apretujaba en el camión, un individuo llamó poderosamente nuestra atención. No podíamos equivocarnos. Entre nosotros estaba aquel extraño personaje que un ya lejano día, al comienzo de la Guerra, nos inquietara, con su escopeta al hombro y su turbadora pregunta “que hi ha algun “faciste” per ací?”.
Aunque ya habían pasado casi tres años de aquello, su cara no nos ofrecía dudas. ¡Era él! ¡Seguro!
En estos términos y en voz baja, por supuesto, comentábamos esta circunstancia mi primo y yo.
Todo hubiera quedado en una ingenua anécdota si no hubiera sido porque alguien más, a parte de nosotros, estaba al corriente de esta circunstancia.
Un brusco frenazo del camión interrumpió nuestras conjeturas. Se trataba de un control. De uno de los muchos y frecuentes controles militares que se efectuaban en aquellos días.
Subió al camión un militar y lanzó al aire una pregunta. Sonoramente. Parecía que buscaban a alguien. Nosotros no llegamos a oír lo que decían.
De pronto, la gente se arremolinó en un extremo del camión. Una persona se había desmayado. Los que estaban a su alrededor le recogieron del suelo y le daban aire con unos cartones.
Entonces nos dimos cuenta. ¡Era él! el que se había desmayado era aquel hombre que iba a la caza de fascistas.
Dos guardias civiles subieron al camión y le bajaron. Porque era a él a quien buscaban.
Enseguida reprendimos la marcha.
Muy posiblemente las horas de aquel individuo estuvieran contadas...


domingo, 14 de marzo de 2010

La guerra que vio un niño de 11 años (17a entrega)

Un misterioso perol es desenterrado por la lluvia


Ya casi hacía un mes que compartíamos vivienda con los soldados. La guerra, tras la toma de Castellón por las tropas de Franco, continuaba. Aquello no había sido más que un punto y seguido en la contienda. La vida seguía igual. El peso de los modos bélicos todavía marcaba el devenir de las gentes del Grao. No había aún indicios de que nada fuera a cambiar. La guerra proseguía su curso. El frente parecía que se había estancado en Nules. Nosotros, no obstante esas terribles circunstancias, teníamos la obligación de seguir viviendo. Aunque fuera con la secreta esperanza de que llegaría el momento en que todo aquel mal sueño de la guerra sólo habitaría en nuestro recuerdo.

Una tarde que estaba lloviendo a cántaros, mi primo Caragol y yo, mirábamos cómo unos soldados convertidos en herreros, se afanaban desafiando a la insistente lluvia, en enderezar unas piezas de hierro. Estaban en la barraca que había en el corral de nuestra propiedad que lindaba pared con pared con nuestra vivienda. Era éste un local que nos resultaba muy útil, tanto para acumular trastos, como para hospedaje de animales de arrastre (fundamentalmente el “aca” que llevaba el carro con el que mi tía Carmen y mi madre iban a vender pescado a Almazora y Burriana). La barraca que utilizaban los soldados como débil refugio ante las acometidas feroces del aguacero, fue morada de un aca que poco antes del inicio de la guerra se murió. Los soldados pues, cuando llegaron la encontraron vacía. Y allí, bajo el breve cobijo de la barraca, y el terroso suelo del patio, habían instalado una singular herrería de efectos bélicos.
Entre los metálicos y estridentes alaridos del hierro al ser golpeado, y el acompasado y rítmico sonido del agua al caer en forma de lluvia, mi primo y yo, observábamos ensimismados los efectos que producía en el suelo del corral aquella tromba de agua que no cesaba.
Las gotas de lluvia (que por momentos arreciaba con fuerza) arañaban la tierra del corral y descarnaban su superficie. Un brazo de agua marrón, fluía tempestuoso a través del corral empujado por la ligera pendiente en dirección a la calle. El suelo era ahora un barrizal donde las gotas chapoteaban alegremente.
En un rincón del corral, junto a la barraca, mi primo y yo advertimos algo raro. Un objeto de textura arcillosa y forma redondeada parecía asomar a flor de tierra. Daba la impresión de ser una cacerola. La lluvia, pertinaz y corrosiva, iba desentrañando a ojos vista el misterioso objeto. ¡Sí, se trataba de un perol! ¡un perol que alguien había enterrado en el patio! No supimos encontrar una respuesta lógica. ¿Quién de nosotros (porque aquel patio era nuestro) se había tomado la molestia de semejante trabajo? Sumidos en estas razones estábamos cuando alguien de los soldados que allí había se percató de ello. Inmediatamente dio aviso al resto. Todos dejaron lo que estaban haciendo y se aplicaron en hurgar bajo la lluvia, con más curiosidad que otra cosa, las fangosas tierras en pos de desenterrar aquel perol que emergía bajo la lluvia. De pronto, la alarma cundió entre los soldados. Algo habían descubierto que les había excitado sobremanera. Nosotros nos asustamos. ¿Y si era una bomba que estaba oculta tras la inofensiva apariencia de una cacerola de barro? Esta y otras asechanzas poblaron de temores nuestras mentes. Abandonamos el corral a toda prisa en busca de nuestros padres.
Cuando llegamos a casa, referimos a mi padre lo que acabábamos de ver. No nos dejó acabar de contarlo. Como movido por un resorte, se levantó de la silla a la vez que maldecía entre dientes:

-¡¡Els perols!! – Exclamó mi padre en un ahogado grito de desesperación.

Fueron sólo unos instantes los que permaneció mi padre de pie, inmóvil y, pensando con evidente urgencia, ante nuestra atónita mirada. De pronto, como una exhalación, mi padre corrió en busca de su hermano, mi tío Pepet.

-¡Pepet, Pepet!, - oímos que gritaba en tanto desaparecía pasillo a dentro – ¡els perols, que han trobat els perols!
Nos quedamos mudos. Sumidos en una atroz duda. Mi padre y mi tío (y esto no sé por qué, nos tranquilizó) estaban al corriente de aquellos misteriosos peroles (porque ahora parecía ser que no sólo se trataba de uno sino de varios peroles), pero seguíamos sin tener idea de qué escondían los dichosos peroles.
Bajo la lluvia, mi padre y mi tío salieron veloces a la calle. Se dirigieron presurosos a la casa de enfrente, a la casa del tio Avelino, ahora ocupada por un comandante. Un comandante con el que mi padre había mantenido alguna que otra conversación y que por ello confiaba en que escuchase sus perentorias razones que venía a plantearle.

Cuando la entrada en Castellón de las tropas de Franco parecía inminente, mi tío Pepet y mi padre, angustiados y temerosos por la suerte que pudieran correr sus ahorros, miraron la manera de poner su dinero a salvo de las inciertas contingencias que sobre el Grao se precipitaban. Después de hablarlo con sus esposas, dieron con una fórmula que les pareció infalible. Cogerían todas las monedas de plata y las introducirían en cacerolas. Luego las enterrarían en el patio. Así, ocultas en el subsuelo del corral, libres de cualquier expolio, aquellas monedas de plata, que por ser de tan noble metal, mantendrían su valor intacto, serían fácilmente canjeables por dinero de curso legal del nuevo régimen.
Todo esto explicó mi padre al comandante. Añadiendo, con grandes dosis de diplomacia, que en realidad, ese dinero habían querido preservarlo de rapiñas incontroladas con el fin de donarlo “al régimen del Generalísimo Franco”.
Yo no sé exactamente cómo hicieron mi padre y mi tío para influir de forma tan fulminante en el ánimo de aquel comandante. Lo cierto es que a los pocos minutos, el comandante y un reducido séquito de oficiales atravesaban la calle con ellos y entraban directamente en el corral. Nosotros dos, les seguimos. En el interior del corral, los soldados -que ya habían desenterrado hasta tres cacerolas de barro repletas de monedas de plata -, a las voces de un teniente dejaron todo y formaron allí bajo la lluvia en posición de firmes. El comandante mandó que se procediese a decomisar en nombre del Generalísimo Franco aquel hallazgo. Aquella pequeña fortuna en monedas de plata que nuestra familia había acumulado con su trabajo.
Ya nunca más volvimos a ver las monedas de plata. Ni nunca supimos el uso que se le dio. Lo que sí debo apuntar es que al poco tiempo recibimos una cierta cantidad (muy por debajo del precio real de las monedas que habían guardado en los peroles) pero de curso legal.

sábado, 9 de enero de 2010

La guerra que vio un niño de 11 años (16a entrega)

Dibujo de Antonio Trilles

Vida en retaguardia


Pasadas las primeras semanas de la llegada de las tropas franquistas a Castellón, la vida, evidentemente con otros signos, tendió a normalizarse.
Los que nos quedamos en el Grao, que no fuimos demasiados, poco a poco íbamos olvidando el agobiante bombardeo que las tropas de Franco efectuaron sobre Castellón (El ejército republicano, después de la toma de Castellón por las tropas franquistas, apenas llevó a cabo tres o cuatro incursiones aéreas con el fin de bombardear la ciudad).
A cambio, fuimos acostumbrándonos a la vida en retaguardia.
Y es que, el frente se estabilizó entre Burriana y Nules.
Desde el Grao se oían los lamentos de las armas que desgarraban el aire lleno de azahar de la plana castellonense.
Todos los almacenes del Grao estaban ocupados por compañías de soldados. Soldados que se relevaban con regularidad para surtir de efectivos en buenas condiciones, el cercano frente de batalla.
Cuando llegaban del frente los batallones, los niños asistíamos a su paso con cierta curiosidad infantil. Nos llamaban la atención aquellos hombres rotos por el cansancio y el miedo; abundantemente pertrechados todavía, con sus pertinentes armas de combate: correaje, cartuchera repleta de balas, fusil al hombro y, lo que más poderosamente nos conmovía, las bombas de mano que rodeaban la cintura de aquellos hombres que, con caminar exhausto venían al Grao a reposar y recuperar fuerzas.
Al lado de nuestra casa (a estas horas aún compartida con los militares), instalaron un peculiar hospital. Un hospital para la caballería.
Allí traían caballos, y sobre todo, mulos. Maltrechos y heridos.
Los veterinarios los acogían con mimo, casi como si de personas se tratara.
Con diligencia y profesionalidad atendían a aquellos animales heridos por la metralla enemiga.
Recuerdo que, para fortalecerlos en su convalecencia, se les administraban a los aún débiles équidos, suculentas rebanadas de pan mojadas en abundante vino tinto que parecían tener resultados ciertamente contundentes en aquellas bestezuelas.