La trilogía completa

jueves, 11 de noviembre de 2010

El pinar (I)




El pinar a finales del siglo XIX

En el año 1873 Bernardo Mundina publicaba su obra “Historia, Geografía y Estadística de la provincia de Castellón” y allí hace referencia al pinar en estos términos:

“En las vísperas de San Pedro y San Jaime, al mismo tiempo que algunos acuden al designado punto del Serrallo, es más bonito y cómodo el campamento que se forma en el espeso bosque del pinar inmediato al mar, que ocupa la izquierda del caserío del Grao, a medio kilómetro de éste.
Si penetramos en una de estas noches en el interior de este bosque, encontraremos a cada paso una sorpresa: en cada árbol una familia, y de trecho en trecho un baile de labradoras que al compás de las guitarras repican con singular gracia sus finas castañuelas”.

A principios del siglo XX, en 1910, Carlos Sarthou Carreres, en su libro “Impresiones de mi tierra”, habla del pinar:

“Es un bosque de pinos de medio kilómetro de anchura, por cuatro de longitud, que se extiende, a orilla mar, desde la parte Este del puerto hacia Benicasim.
Algún día, durante los grandes temporales, las encrespadas olas marinas invadían la pinada salpicando con sus saladas espumas los troncos de los árboles. Hoy se retira el mar, separándose del bosque con una ancha arenisca playa.
Lo más bello del pinar está en el extremo opuesto al poblado del Grao, en donde, por estar menos transitado, crecen más espesos los jóvenes pinos y espesos matorrales, dándole así un carácter de naturaleza salvaje.”
“El pinar es el paseo veraniego de los marineros y veraneantes y el orgullo de los castellonenses, que como nota típica lo muestran satisfechos a los forasteros.”

El pinar en el año 1996

Ha pasado el tiempo. Casi un siglo media entre estas palabras y la actualidad. Y el paso de los días, ha hecho que estas consideraciones con las que iniciaba el capítulo, quedaran desfasadas y fuera de lugar. Hoy, el pinar de Castellón no es como antes, ni en su fondo ni en su forma.
Por una parte, hábitos más modernos han venido a sustituir a los de otrora y, además, el soporte físico del pinar no es lo que era.
Hoy se muestra menguado y esquilmado por el atroz paso de décadas hambrientas de desarrollo que rompieron el natural y virginal encanto del pinar.
Yo llegué a conocer el pinar de antes. El salvaje. El exuberante. El pinar boscoso y montaraz. El pinar, tal como la Naturaleza lo dispuso. El pinar, sin las artificiosas actuaciones humanas. El pinar, tal como fue hasta finales de los años cincuenta. Momento en que el pinar inicia su transformación, su pérdida de identidad. Fueron años en los que el pinar pasó de ser un lugar virgen, de abigarrada y caprichosa naturaleza, de fértil y atrevida fauna, y de misteriosos e intrincados caminos, a ser lo que es hoy, un parque limpio, claro, controlado, abundantemente visitado. Repleto de pinos cautivos...


El pinar. Ayer y hoy

El pinar de Castellón hasta comienzos de los años sesenta, fue un frondoso bosque de pinos que brotaba desde las tierras del marjal “grauero” y se extendía espeso y consistente en alargada disposición , paralelamente a la costa hasta lo que hoy es el campo de aviación.
Vista aérea del pinar. Año 2001

Se trataba de una formación vegetal donde los pinos vivían libremente asociados a las enormes matas. Era ésta una feliz asociación. Sin duda alguna. Hoy los pinos parecen tristes sin sus matas que siempre les han acompañado. Cada pino tenía a su pie, como si de un guardián se tratara, un gran matorral que a veces llegaba en altura casi hasta mitad del tronco del pino.
Los pinos, de tupidas copas, filtraban la entrada del sol, sumiendo el suelo del pinar en una misteriosa y acogedora penumbra. Y las matas lo cubrían todo. Andar por el pinar suponía apartar las ramas de estos matorrales que a cada paso se interponían en el camino.

Cuando se entraba en el pinar, a uno le envolvía una extraña sensación. No era tanto los susurros que no se sabía de donde venían ni quien los emitía; ni siquiera los estridentes alaridos de los millares de pájaros que poblaban las copas de los pinos, sino que lo más sorprendente era saber que unos metros más allá estaba el Grao. Casas, calles, civilización. Contraste atroz. En un minuto, de la selvática y primitiva sociedad que constituía el pinar, a la organizada y urbanizada población “grauera”.
La gente gustaba de ir al pinar.
Siempre había motivo para caminar entre las herbáceas montañas que pululaban bajo los pinos y abandonarse al rescoldo poderoso de la Naturaleza.
Cuando se entraba en el pinar por su extremo sur, nada más cruzar la vía del tren de la pedrera, aparecía ante el visitante un simpático pino, un pino que estaba inclinado, agachado, retorcido y de caprichosas formas, al que nosotros llamábamos el picatxo.
Una vez en el interior del pinar, a uno le envolvía la peregrina sensación de haber sido transportado a un lejano bosque, un bosque que quizá estaba situado en una elevada montaña. Nada hacía pensar que las olas del mar batían su espuma salada en las arenas contiguas al pinar.
Si no se conocían bien los pinos y los senderos, era fácil perderse en el pinar. Y salir por fin, frente a la playa, o en pleno quadro.
La gente del Grao conocía bien el pinar.
Nosotros sabíamos donde estaba cada pino. Cada mata. Cada recoveco. Y éramos capaces de desenvolvernos, con total eficacia, por el intrincado y laberíntico sendero que, entre ramas, hojas, y pinaza, llevaba a la “punta del pinar”, que era su extremo norte, junto al campo de aviación.
No era tarea sencilla atravesar el pinar. A su tortuosa longitud había que añadir la dificultad que suponía atravesar dos goletes (acequias): L’estany y la gola En Trilles, que desde Castellón, después de pasar por toda la marjaleria, cruzaban el pinar, para dejar sus repletas y confusas aguas en los limpios aledaños marinos del Mediterráneo.
Estas acequias daban pie a una amena y variada fauna. Ranas, gambas, samarucs, anguilas, culebras que, las había de respetables dimensiones, y, que eran muy dadas a abandonar la acequia y aventurarse, ufanas, gráciles, variopintas e inofensivas, por entre las hierbas de las matas, y una infinidad de animalillos que pululaban al socaire de las dulces aguas que alimentaban y entretenían la vida del pinar.





Continuará...