La trilogía completa

martes, 9 de diciembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (4a entrega)

La aviación efectúa los primeros bombardeos sobre el Grao

Pronto conocí el zumbido de las bombas y el trágico sabor de la guerra.
Después de aquellos primeros días, raros y desconcertantes, siguieron otros teñidos de inequívoca certeza. Estábamos en guerra. Una guerra en toda regla. Dos bandos. Dos banderas. Dos frentes. Dos escuadras. Dos ejércitos. Dos estúpidas razones para luchar a muerte. Como mandan los cánones bélicos.
Nosotros éramos del bando de los republicanos o “rojos”. Y combatíamos contra los “fascistas” o “nacionales”.
Poco más sabíamos. Nuestros fatales enemigos eran los “fascistas”, eso sí que lo teníamos claro. Tan claro como que los “fascistas” eran españoles, tan españoles como nosotros.
De la misma forma que teníamos claro que los curas y demás religiosos eran también mortales enemigos nuestros:

Visca la República del mes de maig
capellans i frares tots afussellats..”.

Así decía una festiva cancioncilla que los muchachos cantábamos con candorosa inocencia.
El manifiesto no ofrecía duda. Ni un cura. Había que acabar con ellos. Eran nuestros enemigos. ¿Pero por qué? ¿Y Mossèn Llorenç también? Tendrían que pasar muchos años para que yo llegara a comprender lo que estaba ocurriendo.
Lo cierto era que aquello fuera como fuese seguía su curso.
Y nuestros implacables enemigos, los fascistas, a lo suyo: a muerte con los “rojos”, que éramos nosotros.
Y así fue, que los “fascistas” tomaron la costumbre de bombardearnos.
Sin venir a cuento. De forma esporádica. Con el único fin de sembrar el pánico entre nosotros. No hay que olvidar que nosotros éramos sus enemigos.
Pues bien, algunos días, por la mañana solía aparecer un solitario avión en lo alto del cielo “grauero”. Era “la pava”. Un trimotor alemán. Un “junker”. No había peligro inminente. “La pava” no efectuaba bombardeos. La gente decía que hacía fotografías; que inspeccionaba el terreno. En otras palabras, que preparaba el campo de acción a otros aviones que seguro vendrían al día siguiente, pero éstos, con otras intenciones.




Trabajadores del puerto y de la “Panderora” tratando de arreglar los serios desperfectos causados por los bombardeos de la aviación “fascista”. En la imagen, estado en que quedó la verja del puerto a la altura de la casa del “sinyo Bellés” que afortunadamente sólo sufrió roturas de cristales. La foto data del año 1937.

No fallaba. Fatídicamente puntuales, los “junkers”, tal como había anunciado “la pava” el día anterior, hacían acto de presencia.
El terror se apoderaba de todos los “graueros”. Dos o tres “junkers” en parsimoniosa formación, manchaban el cielo “grauero”.
Antes de verlos, los oíamos. Era un “run, run” cansino, insistente, contumaz, lejano, mortal.
A estos apagados sonidos enseguida se unían otros; eran las estridentes sirenas que anunciaban la inmediatez del bombardeo.
El aire se hacía denso. Lleno de ruidos. Repleto de voces. Saturado de gritos caóticos.
Y la gente corría y corría hacia ninguna parte.
Corrían hasta que en el aire se dibujaban unos largos y finísimos silbidos. Entonces las gentes se echaban al suelo, se cubrían la cabeza con las manos y permanecían quietos. Terriblemente quietos. Las bombas, dos o tres a lo sumo, estaban cayendo. Pasaban unos segundos. La respiración se hacía entrecortada y dificultosa. El silencio era sepulcral. Sólo se oía el penetrante sonido de los obuses desgarrando el aire. Eran unos instantes de macabra espera. En estos momentos no se piensa en nada. La mente se paraliza. Y el ánimo espera, sólo eso, espera que la bomba no caiga cerca de donde uno se ha apostado cuerpo a tierra.
Por fin, hay unos estruendos ensordecedores. Entonces, instintivamente, uno cierra la boca y aprieta los dientes. Las manos se aferran con más fuerza a la cabeza. El cuerpo se estremece.
Para bien o para mal ya ha pasado todo. La bomba ha estallado. Y de forma inconsciente, uno se mira y se ve vivo. Esta vez ha habido suerte. Pero de inmediato, se vuelve a la realidad, al entorno, y se levanta la vista, y se intercambian miradas con las personas que aún recostadas en el suelo, van incorporándose cautelosamente. Hay una pregunta que nadie se atreve a formular: ¿dónde habrá caído esta vez?.
Pasados estos intrigantes momentos, nos levantamos. Miramos en derredor. Una columna de humo se adivina unos centenares de metros más allá. No lejos de ahí, otra espesa humareda se eleva negra y turbulenta. Son el producto del bombardeo. Esta vez han sido dos bombas.
Las noticias son apresuradas y fatídicas.
Uno piensa que sea como fuera, el hecho de estar vivo es todo un éxito. Poco a poco, la vida retoma la normalidad.

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