La trilogía completa

lunes, 24 de octubre de 2011

El pinar II

El pinar de Castellón hasta comienzos de los años sesenta, fue un frondoso bosque de pinos que brotaba desde las tierras del marjal “grauero” y se extendía espeso y consistente en alargada disposición , paralelamente a la costa hasta lo que hoy es el campo de aviación.



Se trataba de una formación vegetal donde los pinos vivían libremente asociados a las enormes matas. Era ésta una feliz asociación. Sin duda alguna. Hoy los pinos parecen tristes sin sus matas que siempre les han acompañado. Cada pino tenía a su pie, como si de un guardián se tratara, un gran matorral que a veces llegaba en altura casi hasta mitad del tronco del pino.


Los pinos, de tupidas copas, filtraban la entrada del sol, sumiendo el suelo del pinar en una misteriosa y acogedora penumbra. Y las matas lo cubrían todo. Andar por el pinar suponía apartar las ramas de estos matorrales que a cada paso se interponían en el camino.






Cuando se entraba en el pinar, a uno le envolvía una extraña sensación. No era tanto los susurros que no se sabía de donde venían ni quien los emitía; ni siquiera los estridentes alaridos de los millares de pájaros que poblaban las copas de los pinos, sino que lo más sorprendente era saber que unos metros más allá estaba el Grao. Casas, calles, civilización. Contraste atroz. En un minuto, de la selvática y primitiva sociedad que constituía el pinar, a la organizada y urbanizada población “grauera”.


La gente gustaba de ir al pinar.


Siempre había motivo para caminar entre las herbáceas montañas que pululaban bajo los pinos y abandonarse al rescoldo poderoso de la Naturaleza.


Cuando se entraba en el pinar por su extremo sur, nada más cruzar la vía del tren de la pedrera, aparecía ante el visitante un simpático pino, un pino que estaba inclinado, agachado, retorcido y de caprichosas formas, al que nosotros llamábamos el picatxo.


Una vez en el interior del pinar, a uno le envolvía la peregrina sensación de haber sido transportado a un lejano bosque, un bosque que quizá estaba situado en una elevada montaña. Nada hacía pensar que las olas del mar batían su espuma salada en las arenas contiguas al pinar.


Si no se conocían bien los pinos y los senderos, era fácil perderse en el pinar. Y salir por fin, frente a la playa, o en pleno quadro.


La gente del Grao conocía bien el pinar.


Nosotros sabíamos donde estaba cada pino. Cada mata. Cada recoveco. Y éramos capaces de desenvolvernos, con total eficacia, por el intrincado y laberíntico sendero que, entre ramas, hojas, y pinaza, llevaba a la “punta del pinar”, que era su extremo norte, junto al campo de aviación.


No era tarea sencilla atravesar el pinar. A su tortuosa longitud había que añadir la dificultad que suponía atravesar dos goletes (acequias): L’estany y la gola En Trilles, que desde Castellón, después de pasar por toda la marjaleria, cruzaban el pinar, para dejar sus repletas y confusas aguas en los limpios aledaños marinos del Mediterráneo.


Estas acequias daban pie a una amena y variada fauna. Ranas, gambas, samarucs, anguilas, culebras que, las había de respetables dimensiones, y, que eran muy dadas a abandonar la acequia y aventurarse, ufanas, gráciles, variopintas e inofensivas, por entre las hierbas de las matas, y una infinidad de animalillos que pululaban al socaire de las dulces aguas que alimentaban y entretenían la vida del pinar.


Cuando se llegaba a la goleta, el murmullo acuoso y deslizante de las suculentas aguas se dejaba notar. Podría ser que también en el aire se respirara otro sonido; incluso el olfato, antes, ya había anunciado que la frescura vivaz y verde del pinar, estaba trocándose en gris y purulenta.


De pronto, al salvar una mata, aparecía el riachuelo.


La goleta era un arroyo feliz y libre. Sus aguas eran generosas, y en ellas admitían todo. Si uno se quedaba mirando el paso de la acequia, advertía a cada momento, la huella de la plana: naranjas, membrillos, frutas que flotaban con admirable donaire en las aguas viajeras, ora hundiéndose, ora asomando su lomo, como si siguieran un baile... Los días que el viento azotaba la plana, las goletas venían llenas de hojas, ramas... y si era tiempo de naranjas, la goleta recogía las naranjas que el viento arrancaba de los naranjales, para conducirlas con primor y observancia hasta la playa. Allí, donde desembocaba la acequia, se acumulaban ingentes cantidades de naranjas.


De vez en cuando llegaba flotando un cuerpo inerte. Un conejo. O una gallina. Se les veía pasar serios y malcarados. Sin gracia alguna. Quién sabe de qué forma fueron a parar a la acequia...


Para vadear la goleta, había que pasar por una estrecha pasarela que no era sino un grueso tronco que alguien colocó con acierto al través de la acequia.


La vida discurría feraz y desidiosa en el pinar. Así debió ser durante siglos y siglos. Tal vez milenios. Ajenos a los envites del género humano. A sus miserias, sus guerras... Dicen que allí, en el pinar, tomó descanso el ejército del general cartaginés Aníbal, tras conquistar Sagunto y emprender rumbo hacia Roma. Y uno, se siente tentado de creerlo. Y considera que hubiera sido oportuno. Aquellas matas llenas de soldados. Temibles y vencedores guerreros que iban a la conquista de Roma. Sus caballos paciendo por las abundantes hierbas del pinar. Las espadas, aún calientes, reposando sobre la pinaza...


La gente de la plana, en verano, solía venir a pasar unos días al pinar. A quedarse por unos días. Se buscaba un calvero y se montaba un pequeño campamento entre las matas y los pinos. Solían aprovechar las festivas fechas de Sant Roc. Y allí, por unos días, se organizaban bailes y divertimentos al amparo de la maleza del pinar.






El pinar no sólo era frecuentado por la gente de Castellón sino que, llegado el verano, decenas de carros venidos de los más diversos lugares, se instalaban a la fresca sombra del pinar. Los había que simplemente llegaban al pinar de paso, pero otros, no dudaban en permanecer varios días.






Cuando se termina la década de los cincuenta, algo parece cambiar. Hay noticias de que van a construir unos depósitos de petróleo. Y que van a colocarlos en la entrada del pinar. Allí acabó sus días el entrañable picatxo.


Efectivamente, los depósitos de la CAMPSA fueron a colocarlos allí donde antes había abundante vegetación. Unos fríos y feos artilugios de hierro señorearon la entrada del pinar hasta finales de los años noventa.


Después fue el golf. Casi la mitad del pinar se despejó de matas y maleza. Una cantidad indeterminada de pinos fueron talados. Se dispuso un suelo fino, verde, cuidado, libre de descuidada pinaza.


En el año 1965, en el puerto, se montó una fábrica de abonos: la Fertiberia. Los humos de esta fábrica dañaron los pinos hasta que dejó de funcionar a finales de la década de los ochenta.


A mediados de los años sesenta, aprovechando el auge del naciente turismo, se montó un cámpig. Un cámpig que ocupaba desde las paredes de la CAMPSA, hasta las inmediaciones del golf. Como sea que dicho recinto permanecía vallado, así como el golf, los castelloneros quedaron privados casi en su totalidad del pinar.


En el año 1970 se dispusieron unas enormes planchas de cemento que cubrieron por completo el paso de las goletas por el pinar.


Tras estas décadas de desarrollismo, el pinar quedó maltrecho.






Hoy, donde estuviera la CAMPSA, hay unas modernas viviendas. Los aledaños de la CAMPSA han sido reconvertidos en terreno edificable. Nada queda del pequeño pinar (el pinaret) que coexistió junto a los depósitos de la CAMPSA, hasta principios de los ochenta en que se empezó a recomponer el paisaje a fuerza de talar pinos y aplanar el terreno.


El cámpig se abandonó a finales de los setenta. De él se conservó durante varios años la piscina y el bar.


Ahora, el pinar, aunque no con los mismos argumentos de antes, ha cobrado otra vez importancia en el paisaje de Castellón. Es un lugar acogedor y feliz. Cercano y accesible. Tremendamente humanizado, y sin embargo, salvaje en la justa medida que pueda aceptar un ser humano del año dos mil.


Ahora se le cuida y se le limpia. Como si de un parque se tratara. Porque quizá, hoy, el pinar, no sea más que esto, un parque.









1 comentario:

David Rico dijo...

Hola Miguel, soy David Rico y te queria desear suerte con el libro tuyo y de tu padre.
Saludos.