La trilogía completa

viernes, 27 de febrero de 2009

La guerra que vio un niño de 11 años (8a entrega)


Si vols sopar...no te’n vages

Iban transcurriendo los meses. Pesados, lentos, largos. Peligrosos.
Casi sin darnos cuenta nos vimos inmersos en un fatídico espacio asolado por la guerra.
Todo cabía en aquella guerra atroz.
Hasta tuvimos que conocer la abominable presencia de los criminales de guerra. Gente ruin, personas sin escrúpulos. Asesinos en toda la plenitud de la palabra, que tanto en un bando como en otro - porque los hubo en los dos bandos -, aprovecharon la coyuntura bélica para dejar aflorar sus más malévolos instintos.
Eran días en que parecía que la vida no valía nada. Una bomba, una metralla de un barco enemigo mientras pescábamos, alguna envidia...podía cercenar la existencia del más pacífico de los “graueros”.
Y sin embargo, la vida continuaba. Cada vez más maltrecha. Cada vez más penosamente. Los alimentos comenzaron a escasear. El hambre se empezó a sentir en el Grao de Castellón.
En el Grao no faltaba pescado. Prácticamente salíamos a pescar todos los días. Pero en cambio, faltaba aceite, pan, frutas, arroz, verduras...
Dado que el comercio estaba roto por la situación del país, tenían que ser los propios ciudadanos quienes negociaran y se hicieran con aquellos productos de primera necesidad. Se volvió a una industria miles de años olvidada. Una práctica totalmente primitiva: el trueque. Este trueque pasó a conocerse en el Grao de Castellón con el nombre de baratar. Baratar era sencillamente efectuar un trueque.
Mi tía Carmen y mi madre eran las encargadas de ir a baratar. Este era un ejercicio duro y aventurado. Cargadas con cestas llenas de pescado, emprendían aquellas animosas mujeres camino de Castellón. A pie; al desamparo de cualquier contingencia bélica. Cuando esto último sucedía, pasaban el bombardeo de mala manera y, otra vez en marcha. Gracias a la actitud de estas valerosas mujeres se aseguraba que en casa no faltase ni aceite, ni verduras, ni pan. Pero aun así, si bien las necesidades más elementales quedaban con más o menos decoro cubiertas, el hambre, como es de suponer, se dejó sentir en las calles del Grao. Valga como ejemplo, las tortillas de patata que cocinaba mi madre. Pelaba patatas para diez o doce personas, un poco de aceite y sal... y a la sartén...y cuando venía la hora de añadirle huevo, pues echaba uno, un solitario huevo que se diluía y se perdía en la repleta sartén de patatas; sólo en contadísimas ocasiones, se permitía el lujo de hacer tortillas de patatas con dos huevos. La cosa era saciar el hambre; y la patata cumplía esa misión con creces. Y así, medio en broma medio en serio, se cantaban estos irónicos versos:
Cántese poniendo la música de “El himno de Riego”:

Si vols sopar, no te’n vages
sardines pudentes tenim.
Una calavera seca
i un bagotet de raïm.

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