La trilogía completa

lunes, 28 de mayo de 2007

A falta de pan... buenas son piedras



Dentro del capítulo IV del libro "Memorias del Grao de Castellón" se incluye el apartado que tiene como título el encabezamiento de este post. Pudiera parecer un dislate, pero si se lee el capítulo, el verdadero disparate era el hambre que los españoles de la postguerra llegaron a pasar. Y como sea que la necesidad aguza el ingenio, ahí va una buena muestra:


Extracto del libro "Memorias del Grao de Castellón":


A falta de pan...buenas son piedras

La primera barca en la que estuve enrolado fue El Cebollino.
Recién terminada la Guerra, mi primo Caragol, que entonces contaba trece años, y yo, con los quince cumplidos, fuimos embarcados para ya nunca más abandonar el oficio de marineros.
Eran días de luchar contra los primeros mareos. De retos por ver quién vencía antes al tenaz e incansable vaivén de las olas.
-...Primer m’acostumbraré a estar marejat...que a no marejar-me!
... Así decía mi primo Miguel, Miguel Caragol. El bueno de Caragol no abandonaba su inteligente sentido del humor ni aun si éste era a su propia costa. Así fue mi inseparable primo hasta un frío día del año 1970 en que se marchó para siempre.
En aquellos años, los marineros frecuentemente pasaban semanas enteras en las islas Columbretes.
Los tripulantes más jóvenes, en las horas de obligado ocio, gustábamos de acercarnos hasta el desolado saliente marino que constituye L’Illa Grossa. Anclada la barca cerca del minúsculo puerto de desembarque (Puerto Tofiño), aparejábamos un bote a remos y alcanzábamos el desembarcadero. Unas rocas labradas en forma de escalera nos permitían acceder al interior de la isla.
Cuando hollábamos el áspero paisaje isleño, el griterío de las numerosísimas aves que habían hecho suyo aquel territorio, parecía acrecentarse. Elevándose sobre nuestras cabezas nos miraban con impertinencia. Tremendamente molestas de que alguien penetrara en aquellos parajes que eran su casa. Nosotros, indiferentes a los punzantes quejidos de las aves, íbamos a lo nuestro. Aquella isla montaraz, severamente adornada por escuetas formaciones vegetales, casi desnuda, se nos ofrecía limpia y atractivamente salvaje. Escudriñar las piedras era un arriesgado, pero divertido ejercicio. Bajo cada roca, un escorpión. Pequeño, amarillo, aguijón al aire desafiante. Y nosotros, ebrios de peligro, disfrutábamos realizando aventurados e inconscientes juegos con aquel ponzoñoso animalillo.
Pasábamos junto a la casa del farero (en aquellos años el farero era el recordado Bonachera). Visitábamos la abandonada caserna, situada cerca del cementerio. Un pequeño cementerio con cuatro tumbas. Heladas, frías de tanta soledad; tétricas; vencidas por el abandono; comidas por las malas hierbas. ¿Quiénes serían aquellos desafortunados seres humanos, anónimos moradores de L’Illa que no tuvieron inconveniente en morir lejos de tierra firme, rodeados de mar? Siempre que pasábamos por el cementerio, aunque sólo fuera por un instante y casi inconscientemente, oscuras historias poblaban nuestras mentes...
Un día, ya de vuelta, camino del bote que nos esperaba atracado en Puerto Tofiño, acertamos a ver otro bote de similares características al nuestro, amarrado en el embarcadero.
Dos jovenzuelos, junto a la embarcación, cuerpo en tierra, parecían extraer piedras del agua. Las examinaban, y unas las devolvían al mar y otras eran depositadas en una cesta.
Cuando llegamos a su altura vimos que se trataba de dos chicuelos de nuestra misma edad.
Nos quedamos mirándoles con curiosidad. Sin decir palabra.
Metían el brazo en el agua; hurgaban un poco, y enseguida, sacaban una piedra.
Nosotros dos observábamos la escena. Fue mi primo Caragol quien acertó a preguntar:
-Què esteu fent?
Con toda la naturalidad del mundo, y sin dejar por un momento de remover el agua en busca de piedras, nos dijo uno de ellos:
-Estem agarrant pedres per al dinar. Es que ens hem quedat sense res per a menjar...i encara estem a mitjan fosca...
Nuestra perplejidad fue tan significativa como nuestro silencio.
-Però...que mai no heu menjat arròs en pedres...?
Como sea que el silencio seguía siendo nuestra respuesta, prosiguió el joven buscador de piedras:
-...Ah...! ...que sou de Castelló...!
Entonces hicieron un alto en su laboriosa tarea, se incorporaron, y complacidos, explicaron lo que estaban haciendo:
-...Clar, és que els de Castelló si vos quedeu sense menjar a mitjan fosca, aneu cap a casa i en porteu més. Nosaltres, però, que som de Vinaròs, això no ho podem fer...i aleshores, hem de fer alguna cosa quan ja no ens queda menjar...
Yo no puede evitar una ingenua pregunta:
-...Però que vos mengeu les pedres...?
Unas risas fueron la respuesta. Luego continuó:
- No em digueu que mai no heu menjat "arròs amb pedres"...?
Sin esperar respuesta, prosiguió:
-...Doncs, mireu...aquestes pedres, si les fiqueu juntes amb l’arròs i deixeu bollir una estona...tindreu un bon caldo. Té un gust millor del que us penseu...
Ahora fue mi primo el que interrumpió el discurso de aquel raro gastrónomo:
-...i per què algunes pedres les tireu? que no són totes les pedres iguals?
-...que va!. Les pedres no són totes iguals!. Mireu – ahora nos enseñaba el interior de la panera donde guardaban las suculentas piedras seleccionadas. – Aquestes són les millors. Han de tindre un poquet de caragolillo. També són apetitoses quan tenen algues, encara que no totes les algues fan el mateix gust. Les que tenen millor gust són aquestes de color verd. I també és important el tamany. Quan més xicotetes més sabroses.
Cuando llegamos a bordo del Cebollino, referimos con atropellada emoción todo lo que habíamos visto.
No habíamos hecho ningún descubrimiento.
-Jo també he hagut de menjar-ne algunes voltes – Nos contaba con paternal benevolencia un viejo marinero que complacientemente nos había estado escuchando.
Después supimos que entre los forasteros era práctica habitual. No así entre los castelloneros, ya que la proximidad de la costa grauera solventaba en buena medida los problemas de abastecimiento.
Llevados por la impetuosa curiosidad infantil, quisimos probar aquel "arròs amb pedres".
Consintió mi tío Pepet en ello, y ante el asombro del cocinero mandó que hiciera para todos un arròs en pedres.
Debo advertir a todos aquellos que no estén al corriente, que constituye un sabroso manjar tan rudo condimento, que le confiere al arroz un gusto muy especial a mar. Aunque, por supuesto, no supera en modo alguno al caldo de pescado.

3 comentarios:

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