Cuando mi tío mandó “xorrar”, toda la marinería se movilizó. Serían las
once de la mañana más o menos. Desde proa asistíamos emocionados al proceso de
recoger las redes.
El sonoro y monótono repiqueteo del motor se diluye y cambia de tono. Ahora
es más pausado y menos penetrante. La barca está perdiendo velocidad, casi está
parada. Mi padre ha desembragado el motor y la barca no avanza, es más, por el
peso del bou retrocede un poco.
Desde proa se ve al sinyo Jaume Batallón y al sinyo Gabrialet
apostados cada uno a una esquina de la popa. El sinyo Antonio y mi tío
están a la “maquinilla”. Mi padre está asomado a la escotilla del motor.
Los dos cables que están aguantando las redes se van enrollando en la
“maquinilla”. Llega un momento en que el bou ya está cerca de la barca.
Una alargada mancha azul celeste se vislumbra entre las aguas. Enseguida
aparecen las dos “puertas”. Los marineros de popa las recogen y las echan a
cubierta. A todo esto la “maquinilla” ya ha dejado de enrollar cable y ahora lo
que enrolla son “les malletes” (dos gruesas cuerdas que están atadas a las
redes). Según la “maquinilla” va recogiendo “les malletes” se les da una vuelta
en el “tambutxo” de la maquinilla y las van dejando caer sobre cubierta
formando dos círculos. Estas cuerdas han subido del fondo del mar y están todas
sucias de fango y rezuman agua. Parecen dos serpientes marinas.
Cuando llegan las redes, los marineros las van subiendo a bordo a fuerza de
brazos hasta que llega la corona, que es donde van a parar todos los peces que
han caído presos del bou. La corona no se puede subir a mano porque pesa
mucho, por eso la desplazan a estribor. A unos pocos metros de profundidad (dos
o tres) se puede apreciar el copo lleno de peces que exhala una especie de
polvo húmedo, que es el barro que se diluye por entre las redes. Esta bolsa
llena de peces es el producto de media jornada de trabajo. A bordo, pues, hay
una cierta expectación por ver la cantidad y la cualidad de lo pescado.
Nosotros cada vez estábamos más ansiosos por ver estos peces sobre cubierta.
Para subir la corona se utiliza la “maquinilla”. El palo mayor hace las
veces de polea, y mediante un “esvirlo” (una cuerda en forma de elipse) que se
abraza a la red y luego se engancha a un garfio que está atado a la polea, la
corona, poco a poco va salvando la borda de la embarcación. Cuando ha subido la
corona, esta queda depositada sobre cubierta. Aún no se ha abierto la corona.
Pero podría decirse que el proceso de “xorrar” ha finalizado.
Sin pérdida de tiempo, los marineros cogen otro bou y lo echan al
mar. Otra vez vamos “calats”. Otra vez el mismo paso lento y aburrido y el
mismo sonido del motor rítmico y monótono. Durante las próximas horas las redes
irán arrastrando por el suelo marino tragándose todo lo que encuentran a su
paso.
Nosotros nos quedamos mirando la corona que ha quedado sola sobre cubierta.
La corona parece un enorme y misterioso animal marino que palpita con un ritmo
desordenado e inquieto. Son los peces moribundos que luchan desesperadamente por
escaparse de la mortífera trampa en la que han caído. Desde su interior nos
llega un crujido sordo y vano. Sin tiempo a más elucubraciones aparecen los
marineros. La corona se descose por una banda y se desparrama todo lo que lleva
en su interior sobre cubierta. Ahora hay un informe montón de animales marinos de
todas clases en la parte de estribor de la embarcación. La misión de la
marinería es ahora “triar” el pescado, es decir, distribuir cada pescado en su
respectiva caja y echar al mar todo aquello que no sea aprovechable.
El sinyo Antonio, que es el cocinero de a bordo, se aproxima
tranquilamente al montón de peces. Sostiene en una mano una caldera metálica
ennegrecida por fuera, pero limpia por dentro, y con estudiada parsimonia va
colocando en ella algunos peces para el rancho. Hay peces que aún están vivos y
tiene que tener cuidado de que no se salgan fuera de un salto. Cuando considera
que ya tiene suficiente, da media vuelta y se dirige hacia un rincón de la
barca donde procede a limpiarlos.
El resto de los marineros se reúnen alrededor del pilote de peces y
comienzan a “triar”. Se trata de una tarea laboriosa. Nosotros observábamos con
atención la ligereza que usan los pescadores en distribuir cada producto de la
pesca en su respectivo lugar. Los marineros están en cuclillas frente al montón
de peces, y disponen de una madera rectangular que utilizan como paleta para ir
recogiendo pequeños puñados de peces. De ese montoncito irán distribuyendo en
las paneras que se han puesto sobre cubierta para tal fin los ejemplares que se
han pescado. Y, por otra parte, tirarán al mar todo lo que no sea apto para la
venta. Es increíble la cantidad de organismos marinos que se pescan y que luego
se lanzan por la borda porque no tienen salida comercial: caballitos de mar,
especies raras de crustáceos, pececitos pequeños, pequeñas estrellas de mar,
conchas de mil clases, animales que no tienen apariencia de animales, erizos,
medusas, algas, piedras, fango… casi la mitad de lo que ha engullido la corona
se devuelve al mar. Hay que apuntar que a veces se recogen auténticos
hallazgos. Como por ejemplo ánforas romanas (cànters moros en el argot
del Grao) o infinidad de artilugios que han ido a parar la fondo del mar de una
u otra manera. La verdad es que nunca habría llegado a pensar que para llenar
una caja de salmonete se hubiera de sacrificar inútilmente tanta vida marina.
Las gaviotas, eternas compañeras del marinero, no desaprovechan la ocasión
y revolotean la barca dando buena cuenta de todo lo que se va echando por la
borda. Las gaviotas forman un verdadero enjambre de pájaros blancos que alegran
al pescador con sus estridentes gritos y sus vistosos aleteos. La verdad es que
mientras íbamos “calats” no hemos visto ninguna gaviota, y ha sido empezar las
maniobras de “xorrar” y aparecer estas aves marinas.
A todo esto, el sinyo Antonio ha ido a la suya, y mientras la
marinería ya está terminando con las labores de “triar”, un aroma cálido y
suculento invade la barca. Es la comida que comienza a tomar consistencia.
Desde el interior del pequeño habitáculo que constituye la cocina sale un
intenso humo blanco que el viento marino se lleva sin un destino concreto. Ya
es mediodía.
Los marineros han acabado de colocar cada espécimen en su caja
correspondiente y sobre cubierta ya no queda más que fango y restos de algas.
Ahora hay que limpiar la cubierta de la barca. Hay dos marineros que han cogido
un balde de color negro de goma plastificada que tiene una cuerda atada al asa.
Lo echan al mar y con un gesto preciso y definitivo lo suben lleno de agua. La
esparcen por cubierta. Esta operación se repite numerosas veces, hasta que ya
no queda ningún residuo del bol.
Mientras los marineros han acabado con las faenas se ha hecho la hora de
comer. Sin embargo el rancho aún no está listo. Son otra vez momentos para el
tedio y el aburrimiento. Algunos marineros de recuestan sobre la borda mirando
el mar. Sin poner la mirada en ningún punto en concreto. El hastío del momento
y la monotonía del paisaje solo se rompen de tanto en cuanto por la súbita bocanada
del aire suculento que sale a borbotones de la cocina. El marinero se abandona
despreocupadamente al suave y contumaz balanceo de la barca y deja pasar los
minutos. La llamada al rancho no tardará.
El sinyo Antonio, con la parsimonia y el juicio que dan los años,
entraba y salía de la cocina con fruición. Era consciente de que toda la
tripulación estaba pendiente de sus manejos, y esto hacía que su ego se viera
gratuitamente ensalzado. Había algo de altivez en la mirada del sinyo
Antonio cada vez que salía de la cocina.
A una de tantas, el sinyo Antonio, con media sonrisa de satisfacción
en su curtido rostro, lanzó al aire la voz que todos estábamos esperando: “…xiquets…al
ranxo…!”
Todos a cubierta se movilizan. Ahora no se trata de juntarse para trabajar,
sino para comer. Este momento tiene una significación especial. No solo es hora
de reponer fuerzas, sino que es tiempo de reunirse toda la tripulación sin
distinción de cargos en torno a la caldera. Se charlará de cosas
intrascendentes, o se comentará algún tema concerniente al trabajo. O se pondrá
sobre la mesa alguna cuestión delicada. La importancia del momento, pues,
merece un yantar que esté a la altura de la ocasión, y para ello se ha esmerado
el cocinero, que mira de soslayo, sin que nadie se dé cuenta, la reacción de
los comensales al probar bocado.
Nosotros ya sabíamos que la comida era un
arrossejat, como casi siempre, y es que este plato es el santo y
seña de las comidas marineras del Grao. Nada más sencillo y más a propósito que
pescado y arroz. Aunque parezca mentira, nadie protesta de la insistencia casi
diaria de este menú.
Se come sobre cubierta. Los marineros se sientan en círculo justo en la
puerta de la nevera, que está situada en el breve espacio que hay entre el
puente de proa y la “maquinilla”. A un lado hay una pequeña caja de madera con
unos cuantos compartimentos donde están las botellas. Un par de botellas de
vino y otras tantas de gaseosa. Al lado hay un botijo con agua fresca. Un
botijo bien protegido con una malla de red por aquello de los golpes del
balanceo de la barca; aun así, el botijo aparece mutilado. La frágil asa se ha roto
debido a un golpe de mar, y un marinero ha atado hábilmente un fuerte cordel
que hace las veces de asa. No hay vasos. Quien quiera beber deberá hacerlo “al
gallet”, es decir, de la misma botella pero sin tocarla, alcanzando el chorro
de agua o de vino al aire. Para ello a la botella de vino se le ha aplicado un
pitorro que facilita esta acción. Hay que decir que esta actividad, que los
marineros dominan con destreza y acierto admirable, resulta duro y complicado
para un novel en estos menesteres, porque a la falta natural de gracia en
colocar la botella o el botijo con precisión oportuna hay que añadir la
dificultad que ofrecen las olas al zarandear la barca a su aleatorio antojo. El
resultado: sonoras carcajadas al comprobar que apenas hemos bebido y que en
cambio nuestra ropa aparece copiosamente salpicada de vino o de agua.
Encima de la mesa el cocinero ha puesto una barra de pan. Un marinero,
solícito, ha cortado varias rebanas y las ha dejado sobre la tapa de la nevera
que hace las veces de mesa. Sin ningún preámbulo cada marinero coge una
rebanada y se la coloca delante de él. Esto hará las veces de plato, puesto que
platos no hay. Los cubiertos son simples y concisos. Un cuchillo de uso común y
una cuchara para cada marinero que es de su propiedad y de uso exclusivo. No
hay más. Nosotros tuvimos que traernos de casa una cuchara. Como no hay
tenedores, se come con los dedos sin ningún problema.
Enseguida aparece el sinyo Antonio con la humeante caldera que
deposita suavemente sobre la tapa de la nevera. La marinería la observa. Todos
vamos a comer directamente del caldero. Cada marinero cogerá el pescado que ha
quedado delante de él con la ayuda de la cuchara y se lo pondrá encima del
pedazo de pan. Con los dedos, y con total diligencia, apartará las espinas y
dará buena cuenta de él. Después de este primer plato el cocinero saca el
segundo, el arroz. Es un arroz seco, consistente, aceitoso, con un fuerte olor
a pescado. Delicioso. Los marineros, armados cada uno con su cuchara, comerán
directamente de la cazuela. Otra vez hay que respetar la regla no escrita de
comer solamente de la parte que ha quedado delante de cada marinero. En un pispás
se acaba el arroz y con ello se da por terminada la comida. La marinería se
levanta y desaparece. El cocinero recoge la mesa y limpia el caldero y la
cazuela.
Pronto se hará la hora de “xorrar” el segundo bol. Van a dar las
tres de la tarde. Algunos marineros se han acostado sobre una sombra de
cubierta y se han echado una siestecilla. Otros se dejan atrapar por el sopor
del sol reflejado sobre el mar dorado.
Nosotros hemos vuelto a ocupar nuestro sitio a proa. Nos damos cuenta de
que la barca ha emprendido camino hacia el puerto. Mi tío nos lo explica. Este
lance lo hemos hecho al contrario que el primero. Esta mañana habíamos “calat”
poco después de salir del puerto, en aguas poco profundas, aguas por cierto,
prohibidas, y poco a poco, a lo largo de la jornada, nos hemos ido adentrando
en mares más profundos. Pero después de “xorrar”, hemos vuelto a dirigir
nuestros pasos hacia mares más secos (mares con menor profundidad) y ahora,
efectivamente, vamos con el bou a cuestas en dirección al puerto de
Castellón. Mi tío Antonio mientras nos contaba esto, no había dejado de mirar
la mar en todas direcciones, porque otra vez, igual que al principio del día,
volvíamos a estar en “terramilles”. Un puñado de barcas que se dibujaban en la
lejanía sobre el mar estaban realizando la misma maniobra que el Joven
Miguel. Y esto parecía tranquilizar al patrón de la barca. Casi era seguro
que a estas horas la “barquilla” no aparecería por el horizonte.
Ya se veía clara y diáfana la costa a lo lejos. Recuerdo perfectamente que
nos encontrábamos faenando a la altura de la playa de “Els Terrers” en
Benicàssim. Entonces se oyó la voz alarmada de mi padre “¡Les bacoretes, ja
estan ací les bacoretes!”. Las “bacoretes” son un espécimen muy parecido al
atún (hay quien se piensa equivocadamente que son atunes pequeños), pero de
mucho menor tamaño. Las más grandes alcanzan poco más de medio metro. Estos
peces azules suelen visitar, según nos contaba mi padre, al pescador grauero en
otoño, pero no todos los años, sino un año sí y otro no. Estarán en aguas del
Grao hasta casi Navidad. Son peces muy gregarios que van en pequeños bancos a
ras de superficie marina. Si una barca avista uno de estos viajeros cardúmenes
de bacoretas, no resistirá la tentación de pescar un buen puñado. No es
que sean un producto demasiado caro en el mercado, pero sirven para llevarse
algunos dinerillos los marineros como “garfa” (dinero ganado al margen de la
pesca al uso). Para pescar bacoretas se usa caña y anzuelo. No una
sofisticada caña de pescar ni mucho
menos. Sirve un tosco palo o caña a cuyo extremo se le ata un pedazo de hilo
con un azuelo. Como carnada se suele poner un salmonete pequeño (mollicà).
Nosotros miramos a la mar donde nos señalaba mi
padre y vimos unos chapoteos sobre el agua que indicaban que aquellos peces
estaban allí. La marinería, sin pérdida de tiempo cogió unas cañas que a tal
efecto había preparando para cuando llegara este momento y mi tío sacó
rápidamente media caja de mollicá de la nevera para que sirviera de carnada. A
nosotros nos dieron una caña a cada uno y echamos al mar la carnada. No hizo
más que llegar la carnada de mi caña al agua cuando una voraz bacoreta mordió el anzuelo.
Tiré de la caña y sentí el peso de un pez enganchado en el anzuelo. ¡Había
atrapado una bacoreta! ¡La primera de la temporada! Luego vinieron
otras. Llenamos dos cajas de bacoretas. Era excitante para unos pescadores de caña
como éramos nosotros en aquel tiempo observar tan a mano aquel grupo de peces
en las azulísimas aguas marinas. Y
echábamos una y otra vez el anzuelo, hasta que en un momento determinado se
alejaron de la barca y guardamos las cañas.
Allá a las cuatro de la tarde mi tío mandó “xorrar”. Todos a cubierta. Otra
vez lo mismo. Las barcas que nos acompañaban parecía que también estaban
haciendo lo propio.
Esta vez, cuando echaron el bou a cubierta, no tiraron otras redes
al mar como antes, así que, una vez libre de arrastrar las redes, la barca
emprendió vertiginosa velocidad expulsando espuma por la proa. Parecía aquel
perrito que está todo el día atado y que de pronto se ve libre de ataduras y
arranca a correr…
Mientras la marinería estaba ocupada en la labor de “triar” el pescado, mi
tío estaba al timón, dirigiendo nuestra saltarina y veloz embarcación hacia el
puerto.
Cada vez las costas estaban más cerca. El puerto se adivinaba en la
lejanía.
La mar se iba llenando de puntos blancos que enseguida adquirían forma de
barcas. Las barcas venían de todas partes. Algunas barcas, las más grandes y
potentes, nos alcanzaban y nos dejaban por la popa camino del faro.
Las barcas convergían todas hacia el puerto. Estábamos asistiendo al mismo
espectáculo que habíamos visto al salir del puerto, pero ahora era al revés.
Nosotros no perdíamos detalle de las embarcaciones que nos íbamos
encontrando. La verdad era que las conocíamos todas. Y no resistíamos la
tentación de sentirnos inmersos en una gran carrera por ver quien ganaba antes
la bocana del puerto. Mirábamos la playa y la encontrábamos cercana. Y
mirábamos la mar y estaba pintada de un azul intenso. Parecía que era un mar
irreal. Tan cerca de la playa y esa mar tan azul. Pero, de pronto, la mar
cambió de color. Ahora era verde. Esta era la mar que nosotros conocíamos. Mi
padre nos explicó que ello era debido a la poca profundidad que había en las
cercanías del puerto.
Serían poco más de las cinco. El nuevo faro, alto y espigado, hacía poco
más de un año que había entrado en funcionamiento y se elevaba portentoso junto
al antiguo faro bajito y robusto. Hacía poco que este faro había dejado de
iluminar la noche de los mares graueros y, ahora, permanecía serio y respetuoso
sin ninguna función junto al flamante faro. Hoy en día el viejo faro ya no está ahí; el centenario
faro, después de más de tres décadas de compartir sitio con el nuevo faro ha
sido trasladado al muelle de costa como pieza de museo.
Mientras íbamos entrando a puerto, una sensación de calma infinita se iba
apoderando de nosotros. El paisaje parecía recibirnos con alegría. Como aquel
que vuelve al sitio de partida. La sensación de volver a puerto, de volver a
pisar tierra firme, es comparable a muy pocas cosas. Es una íntima sensación de
volver a ser.
Cuando llegamos al muelle, vimos que nos estaban esperando mis abuelos,
Francisco y Francisca. Con cierta arrogancia, no en vano habíamos compartido
una jornada de pesca con auténticos marineros, les saludamos desde la barca
mientras realizaban las labores de amarre.
Saltamos al empedrado muelle y observamos la barca. La marinería continuaba
atareada acabando de arreglar las cajas para la subasta. Ya nada parecía igual.
Todo era como antes. El mundo seguía igual, pero nosotros nos íbamos a casa con
el espíritu henchido de felicidad porque algo en nosotros había cambiado desde
aquel día.
1 comentario:
Desde luego un gran dia de pesca,,,a mi me encanta fotografiar los puertos..un saludo desde Murcia...
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