Corría el año 1971. Era verano. El estío discurría cálido y despreocupado
para nosotros. Repleto de párvulas vivencias. Un verano, ahora lo sé, hecho
solamente para recordarlo. Mis primos Toni Trilles, Juan Almela, Antonio
Montañés, Miguel Rovira y yo, constituíamos un sólido e inseparable grupo de
amigos, que no desaprovechaba ni un ápice del verano. Se podría decir que lo
vivíamos intensamente. Y esto era así, porque en nuestra vida de estudiantes,
el verano suponía las vacaciones. La otra vida del estudiante. Yo creo que,
libres de nuestras tareas estudiantiles, en verano parecíamos otras personas.
Esto lo tengo por cierto. Y éramos felices. Esto también era verdad.
Óleo de Antonio Trilles
El mes de septiembre se acababa. Muy pronto tendríamos que volver al
instituto. Antonio Montañés (Antoniet) iba a comenzar segundo de bachillerato. Toni
Trilles y yo íbamos a comenzar tercero. Juan y Miguel, que andaban dos
cursos por delante de nosotros, nos habían advertido de serios peligros en
aquel curso: La Física y la Química, el Latín, y algunos temas nuevos que
aparecían en las Matemáticas, como la trigonometría y las ecuaciones…, por no
hablar de la Historia, que según sus informaciones, se complicaba sobremanera…
todo un reto para nosotros que aún estábamos inmersos de lleno en la bonanza
estival de aquel mes de septiembre.
Pero las vacaciones aún no habían concluido, y otro reto para nosotros
flotaba en el ambiente: teníamos que ir con nuestros padres a pasarnos todo un
día de pesca en alta mar a bordo de nuestra barca, la Joven Miguel.
Después de algunas deliberaciones, lo dejamos para el día 1 de octubre.
Este día por aquel entonces era “el día del Caudillo” una de aquellas fiestas
que tenían la condición de “fiestas oficiales”. Este tipo de fiestas solo tenían
efecto en los centros oficiales. Por lo cual, las barcas saldrían a pescar como
si tal cosa. El carácter semifestivo de aquella jornada, en cambio, sí que
afectaba a los militares de la
Marina que tripulaban la temida “barquilla”, que era una
patrullera que se encargaba de velar por que los pescadores no pescaran en
terrenos prohibidos.
La magia que envuelve a todo aquello que se hace por primera vez impregnaba
nuestro decidido deseo de algo a medias entre lo aventurero y lo sublime.
Nuestro primo Miguel Rovira ya hacía un par de años que había ido a pescar
con nuestra barca. No con la Joven Miguel, puesto que por aquel entonces
aún teníamos la Dolores, barca sensiblemente más pequeña, que vendimos
en el verano de 1970 para comprar el Joven Miguel. El Joven Miguel lo habían comprado nuestros
padres a “els Ferletes”, y la Dolores fue a parar a aguas de Almería. Ya
nunca más la volvimos a ver. La nueva barca no era tan nueva, pues había salido
de los astilleros de Vinaròs mediada la década de los cuarenta, pero a parte de
ser más grande, disponía de un motor sensiblemente más potente. Así es que
pasamos de los cuarenta y cinco caballos de la Dolores, a los ciento
veinte del Joven Miguel. Miguel, pues, se mantuvo al margen. Tampoco estaba
por la labor mi inseparable primo Antoniet que ya aquel mismo verano había
salido a pescar con su padre (mi tío Antonio, “Patxano”) Por lo tanto nos
apuntamos para aquella aventura iniciática para todo hijo de pescador de ir a
la mar a pescar Toni, Juan y yo.
Por mucho que nos contaran Miguel y Antoniet, todo eran recreaciones
por ver cómo sería aquello de hacerse a la mar y comprobar de primera mano el
misterioso proceso de tirar las redes al mar y sacarlas llenas de peces. Mis primos
Juan y Toni me acompañaban en estos pensamientos sentados en el carro del
“Joven Miguel”, que estaba aparcado junto a la lonja.
Toni y yo teníamos entonces trece años, y Juan catorce.
Aquel verano todas las tardes nos acercábamos al muelle pesquero. Íbamos a
ayudar a “pesar”. El término “pesar” englobaba todo el proceso de la venta del
pescado, que abarcaba desde que llegaba la barca a puerto hasta que se
retornaban las cajas vacías a bordo, pasando por el transporte de las cajas de
pescado y la subasta.
En aquel tiempo, pues, convivíamos “en tierra” con los marineros del Joven
Miguel, siempre bajo la atenta mirada de nuestros abuelos Francisco y
Francisca. Y ahora había llegado el momento de convivir con estos marineros
allí donde uno cobra esencia de marineros. En alta mar. Eso último resonaba en
nuestras mentes con el eco de palabras mayores. Compartiríamos las mismas olas,
la misma barca, los mismos trabajos. Casi seríamos como ellos…
La tripulación del Joven Miguel estaba formada por tres marineros:
el sinyo Antonio, el sinyo
Gabrialet cuyas edades andaban rondando los sesenta, y el sinyo Jaume
“Batallón” que venía a ser de la misma edad de nuestros padres (cuarenta y
pico). Mi tío Antonio (el padre de Toni) era el patrón, en tanto que mi padre
era el motorista.
A las cinco y media de la mañana mi madre me despertó. Nunca en mi vida me
había visto obligado a despertarme tan temprano.
Cuando salimos de casa mi padre y yo, aún reinaba en todo su esplendor la
negra noche sobre las calles del Grao. Una bocanada de aire fresco golpeó mi
cara. Mi madre tenía razón. Había que abrigarse. La húmeda serena nocturna se
derramaba con fuerza sobre nosotros. El silencio era sepulcral. Nuestra voz,
por bajito que habláramos, resonaba en toda la desolada calle. Cuando llegamos
al “Carrer de davant” (la calle Buenavista) empezamos a ver solitarios
marineros que, como nosotros, se dirigían al puerto. Eran hombres oscuros,
taciturnos, disciplinados, serios. Todos llevaban en una mano el saquet de
la berena (un saquito de tela que guardaba el almuerzo y alguna fruta para
postre de la comida), algunos, en vez de saquito llevaban un pequeño cubo de
plástico. Este recipiente, después, cuando se acabe la jornada, servirá para
poner en él la morralla. Se les veía
caminar decididos, firmes, con una clara muestra de resignación en su rostro.
Cuando llegamos al puerto, me sorprendió el gran bullicio silencioso y
nocturno que allí había. El muelle estaba repleto de marineros que iban arriba
y abajo. Unos ya venían de “fer gel” (recoger el hielo de la fábrica) con el
carro repleto de cajas rebosantes de hielo. Era un hielo fresco, vivo, blanquísimo, que humeaba sobre las cajas de
madera. Otros marineros se aplicaban en recoger unas redes. Por todos los
rincones aparecían marineros. Y todos confluían, como atraídos por una invisible
fuerza magnética, en el muelle donde estaban amarradas las barcas.
Toni y Juan habían llegado antes que nosotros a la barca. Nada más llegar
subí con ellos. Desde la barca, sentados en un listón transversal que había a
proa, veíamos todo aquel tráfico de hombres que parecía presagiar la inminencia
de algún acontecimiento.
De pronto, se rompió el silencio; un fuerte repiqueteo metálico se dibujó
en el cielo ceniciento del puerto. Una barca había puesto el motor en marcha. Y
como si esto fuera una señal, una detrás de otra, las barcas empezaron a
encender los motores. El muelle se llenó de sonidos violentos con veloz
intermitencia como ráfagas de ametralladoras. Por un momento nos pareció que
estábamos inmersos en el fragor de una batalla.
La barca, cuando el motor está en marcha, trepida toda. Los cables que van
a la “maquinilla” tremolan. Los cabos que penden del palo mayor se estremecen
con cierta violencia. Incluso hay un hormigueo en el ambiente que hace pensar
que la embarcación tiene vida propia.
Nosotros, bien apostados a proa, lo mirábamos todo con interés y respeto.
Una barca, después otra, ya estaban en el medio del puerto esperando a que
se encendiera la luz roja que había en el techo de la lonja avisando que ya
podían hacerse a la mar las barcas.
Con gesto ágil y diligente los marineros iban desatando los cabos que
estaban amarrados al noray y después saltaban a bordo. Ahora ya nada nos ataba
a tierra. Cuando fuimos a darnos cuenta, nuestra barca ya estaba en medio del
puerto junto a un montón de barcas que estaban tomando posiciones para salir
del puerto. En un momento dado vimos que algunas barcas, con rutinaria
decisión, ya estaban enfilando el faro, rumbo a la bocana del puerto.
El Joven Miguel hacía lo propio, y junto a un montón de barcas iba
aproximándose con paso cansino hacia la salida del puerto. Si mirábamos hacia
delante veíamos barcas, si echábamos la vista atrás, también. Parecía un
desfile de barcas.
Las rocas de la escollera de levante y las del “frontis” aparecían desnudas.
Totalmente vacías de gente. Aún era noche cerrada, y eso confería a las
escolleras que tan bien conocíamos de día, un aspecto sepulcral y misterioso.
Eran tan distintas a estas horas…
Al alcanzar el faro vimos que, sentado en una de las rocas, había un
pescador de caña. ¡Tan temprano! El hombre nos miró de soslayo al pasar junto a
él sin dejar de atender a su caña. Nosotros, que por aquella época éramos unos
impenitentes pescadores de caña, nos lo quedamos mirando con respeto y admiración:
“Estarà pescant al llobarro…”
Aún no habíamos salido del puerto, pero a la altura del faro las bravías
aguas de fuera entraban con descaro y alegría por la bocana del puerto. La
barca pareció asustarse ante esta avalancha de agua fresca y salvaje y empezó a
cabecear con soltura como solo saben hacer las barcas.
La negrura del día naciente, que aún no daba señales de disiparse, hacía
que las luces reinaran todavía en el ambiente manchando las oscuras aguas. Eran
unas luces huidizas y poco consistentes. Unas, las de las farolas del puerto y
el intermitente faro las íbamos dejando por la popa, y las otras, las que teníamos
a proa, babor y estribor, que eran las luces de las barcas que estaban saliendo
de puerto como nosotros, iban cambiando de forma según la dirección que tomaba
la embarcación.
Las barcas se desparramaban en mil direcciones en forma de abanico a la salida
del puerto. Las más grandes emprendían camino hacia “mares de fuera” (mares más
alejadas y profundas), otras se iban hacia Garbí (rumbo a Almassora y Burriana)
y otras, entre las que se encontraba el Joven Miguel, habían tomado la
dirección de Llevant (buscando las costas de Benicàssim y Torreblanca).
Íbamos, según supimos luego, en dirección a mares de poco calado (y
prohibidos), al “fang” y a “la barbà de l’alguer”
A bordo los marineros permanecían todos en cubierta. Mi tío, como patrón de
la barca iba al mando del timón mirando a diestra y siniestra con avidez mal
disimulada. Lo que estaba haciendo era marcar a las otras barcas. Observar sus
intenciones. Ver si la decisión de ir a echar las redes en mares prohibidos era
compartida por otras barcas, o si, en cambio, leyera distintos planes en las
maniobras de las embarcaciones que navegaban junto a nosotros, y, en este caso
la decisión de pescar en “terramilles” (mares de menor calado al permitido)
quedaría aplazada para mejor ocasión.
Nosotros, Toni, Juan y yo, sentados a la proa de la barca, no nos
atrevíamos a levantarnos porque el vaivén aleatorio e irregular de la barca
ponía en serio peligro nuestra estabilidad. Por eso, allí sentados mirábamos las
evoluciones de mi tío, y la negra mar, que se había llenado de luces. Estas
luces eran las barcas, las embravecidas barcas que con el motor a toda marcha
se dirigían hacia el lugar de pesca. Si hubiera sido de día, habríamos
observado que la barca, por la proa, al cortar el mar, provocaba un estallido
de blanca espuma, y que tras de sí dejaba sobre la mar un camino lechoso
burbujeante que las olas enseguida se encargaban de deshacer.
Cada vez las barcas se alejaban más unas de otras.
En un momento dado, mi tío se dirigió a la tripulación y les advirtió que
había visto una barca que ya estaba
echando las redes. No íbamos a estar solos pues, si hacíamos lo propio. Parece
ser que lo que estaba esperando era precisamente esto, no ser el primero. Y de
inmediato mandó “calar”. El Joven Miguel iba a echar las redes al mar.
Con la diligencia que da la profesionalidad, cada uno de los marineros
ocuparon posiciones. Desde proa observábamos cómo iban lanzando el bou por
la popa. Después de unos minutos, ya con las redes en el mar, la barca aquietó
sensiblemente su ritmo de marcha. Ya estaba “calà” (arrastrando las redes). La
barca cuando va calà adquiere un caminar cansino y premioso. Las
próximas horas la barca estará arrastrando las redes por el suelo marino.
Inmediatamente después de terminar la operación de “calar”, los marineros
desaparecieron de cubierta. Mi padre se acercó a nosotros y nos aclaró que se
habían ido a dormir. Él también se iba a dormir normalmente a estas horas y se
quedaba de guardia mi tío, pero hoy, mi padre, como estábamos nosotros, no se
iría a dormir, se quedaría a hacernos compañía.
La noche poco a poco perdía fuerza. Por el horizonte se adivinaba un
apagado resplandor. Pronto el sol se adueñaría de la mar. Las luces de las
barcas iban apagándose. Una incipiente luminosidad empezaba a cobrar intensidad
sobre las aguas marinas.
Nosotros veíamos amanecer desde proa. Una explosión de sol anaranjado y
rojo iba tomando forma. Como surgido de la nada, en un momento vimos cómo se
desgajaba del mar una redondez ardiente que, a ojos vista, se elevaba
fulgurante sobre la línea del horizonte. El sol parecía una pelota roja que
irradiaba luz y daba vida al mar. Al apartar la vista vimos que ya era de día. El sol reinaba en todo su
esplendor.
Echamos la vista a nuestro alrededor y vimos unas cuantas barcas que, como
la nuestra, iban cabeceando pesadamente con el bou a cuestas.
En estos momentos en que la barca acaba de “calar” no hay faena a bordo.
Sobre cubierta hay una tendencia clara al tedio. El tiempo se hace espeso. Las
horas pasan lánguidas. Nosotros, en cambio, animados por mi padre y mi tío, no
dejábamos de charlar y de mirar todo. Incluso nos atrevimos a levantarnos y dar
un pequeño paseo por cubierta, tratando de guardar el equilibrio lo más
dignamente posible.
La mar, ahora que ya había amanecido, se veía de un azul oscuro intenso. De
una pureza infinita. Tan azul era la mar, que parecía sólida.
Han pasado casi cuatro horas desde que hemos salido del puerto. Todavía no
es hora de recoger las redes, pero la marinería empieza a dar señales de vida.
Por las escotillas van saliendo pausadamente los marineros. No dicen nada. Cada
uno se acomoda en un lugar de la barca y en silencio, se les ve sacar un poco
de comida de un saquito, y tranquilamente, con la mirada fija en la mar, van
comiéndose este frugal almuerzo. Luego, como quien no hace la cosa, se dejan
bañar despreocupadamente por los rayos del sol, mientras su mente parece volar
en la lejanía del mar. Nosotros no les decimos nada, los observamos desde proa
y pensamos que están esperando a que mi tío dé la voz de “xorrar” (recoger las
redes).
1 comentario:
Miguel y que habia en el saco del arte luego de xorrar? Porque en el saco del almuerzo ya no quedaba nada os lo comisteis, seguro que mucho pescado fresco y del Grau, pero eso ya hace algun tiempo, que recuerdos. je je je
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