La trilogía completa

domingo, 15 de marzo de 2009

La guerra que vio un niño de 11 años (9a entrega)


Primavera del 38, la guerra se recrudece en el Grao

Ya había transcurrido poco más de un año y medio desde el inicio del conflicto. Ya el frío invernal empezaba a retirarse. La primavera, pese a todo, brotó aquel año con fuerza. Casi con tanta furia como se iban incrementando los bombardeos.
Parecía que el puerto de Castellón se había convertido definitivamente en un objetivo militar. Y a fe que así era. Tanto por mar como por aire se intensificó el acoso bélico. La vida en el Grao se tornaba imposible por momentos. Los cañones de los barcos y las bombas de los aviones enemigos hostigaban sin clemencia a los “graueros”. Allí no se podía vivir. Por descontado que a partir de aquellos días dejamos de salir a la mar.
Aquella mar la infestaron de máquinas de matar, unos y otros.
El alimento ahora empezó a resultar ciertamente problemático y, los azotes de la guerra evidenciaban que el caserío marítimo, nuestro Grao, era un sitio peligrosísimo. Se comentaba que la gente abandonaba el Grao, que se refugiaban en las alquerías. Allí estaban más seguros.
En la marjalería había multitud de alquerías deshabitadas. ¡Quién sabe donde estaban sus legítimos dueños!. Pudiera ser que estuvieran en el frente. O que habían huido a algún sitio más seguro. Tal vez habían sido víctimas de la guerra...
Lo cierto es que aprovechando esta coyuntura, pasábamos las noches en una de esas alquerías abandonadas. Al amparo de las acometidas fascistas. Al alborear el día regresábamos al Grao. Esto fue así durante un par de semanas, pero aquella situación se hizo insostenible. Ya no era posible la vida ciudadana ni de día ni de noche. Los combates eran continuos.
Se comentaba que las tropas de Franco, nuestros enemigos, estaban avanzando, que estaban cerca, algunos decían que estaban a punto de llegar a Vinaròs, que era cuestión de días la entrada en el Grao de “los nacionales” (así llamábamos a los del otro bando).
El miedo, el desasosiego, la terrible duda de no saber qué iba a pasar, y los bombardeos que no cesaban, nos impulsaron a tomar la decisión de permanecer en la alquería hasta que se aclarase un poco la situación.


Unos inciertos días en la alquería

Toda nuestra familia, menos el Moreno, que estaba en el frente, nos fuimos del Grao. Cogimos de nuestra casa lo más imprescindible y nos dirigimos hacia la alquería.
No éramos los únicos. Ni mucho menos. El Grao quedó deshabitado en pocos días. Unos emprendieron camino del Sur, otros se desperdigaron por las alquerías, otros se fueron a Castellón, al refugio, a pasar así los dos o tres días que presagiábamos podría durar aquel parto bélico. Los “nacionales”, estaba claro, iban a entrar en el Grao.
Lo que en un principio pensábamos sería breve espera de unos días se convirtió en larga demora de varios meses. Casi tres meses llegamos a pasar en la alquería.
Al Grao, ni nos acercábamos. El Grao estaba tomado por los soldados, que resistían a las embestidas de las tropas de Franco.
No había más remedio que montarse la vida de otra forma. Jamás llegué a vivir tan al antojo de la Naturaleza. Tan primitivamente.
Comíamos cuanto la tierra nos ofrecía. Coles, naranjas, patatas, boniatos y también, caracoles, gamba de séquia, samarucs, anguilas...
Beber, bebíamos el agua que brotaba de algún ullal. La ropa, o bien se aprovechaba el remanso limpio de una acequia, o también podía servir el agua del ullal. Pero desde luego, el jabón hacía semanas que había dejado de existir para nosotros.
En estas condiciones, empezaron a aparecer fiebres y tercianas. Los médicos estaban todos en el frente. La voluntad de supervivencia era lo único que nos tenía en pie.
En la marjalería había muchas alquerías abandonadas. Las había de sobra. Pero curiosamente, la gente buscaba compañía; sin duda era más acogedor el contacto con otras gentes, que la fría soledad, para combatir el miedo.
Nosotros fuimos a instalarnos tres familias, ciertamente numerosas, en la misma alquería. Así, nos encontrábamos más protegidos. El calor humano se demostró en aquellos días como la más firme defensa contra la turbación, la incertidumbre y el desamparo en que nos hallábamos sumidos en las jornadas previas a la llegada de “los nacionales”.
En la reducida y única estancia de la alquería, vivíamos con total desenvoltura y sin agobio alguno, la familia de La Perola, con seis hijos, todos menores de edad, la mayor, Dolores, contaba catorce años y, las dos familias restantes. En total se alcanzaba de largo la cifra de la veintena de personas.
Cuando se hacía la hora de dormir, cada familia disponía de un espacio o sector donde debía acomodarse todo lo mejor que pudieran.
El sector sur le correspondía a la familia de la Perola; nosotros ocupábamos la zona norte; y la otra familia se amontonaba en la parte oeste. Sólo quedaba libre la puerta.
Camas, no había. El suelo, o en el mejor de los casos una màrfega de pallerofa constituían todos nuestros acomodos.

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