La trilogía completa

domingo, 6 de septiembre de 2015

Un día de pesca en el Joven Miguel ( I )

Corría el año 1971. Era verano. El estío discurría cálido y despreocupado para nosotros. Repleto de párvulas vivencias. Un verano, ahora lo sé, hecho solamente para recordarlo. Mis primos Toni Trilles, Juan Almela, Antonio Montañés, Miguel Rovira y yo, constituíamos un sólido e inseparable grupo de amigos, que no desaprovechaba ni un ápice del verano. Se podría decir que lo vivíamos intensamente. Y esto era así, porque en nuestra vida de estudiantes, el verano suponía las vacaciones. La otra vida del estudiante. Yo creo que, libres de nuestras tareas estudiantiles, en verano parecíamos otras personas. Esto lo tengo por cierto. Y éramos felices. Esto también era verdad.

Óleo de Antonio Trilles

El mes de septiembre se acababa. Muy pronto tendríamos que volver al instituto. Antonio Montañés (Antoniet) iba a comenzar segundo de bachillerato. Toni Trilles y yo íbamos a comenzar tercero. Juan y Miguel, que andaban dos cursos por delante de nosotros, nos habían advertido de serios peligros en aquel curso: La Física y la Química, el Latín, y algunos temas nuevos que aparecían en las Matemáticas, como la trigonometría y las ecuaciones…, por no hablar de la Historia, que según sus informaciones, se complicaba sobremanera… todo un reto para nosotros que aún estábamos inmersos de lleno en la bonanza estival de aquel mes de septiembre.
Pero las vacaciones aún no habían concluido, y otro reto para nosotros flotaba en el ambiente: teníamos que ir con nuestros padres a pasarnos todo un día de pesca en alta mar a bordo de nuestra barca, la Joven Miguel.
Después de algunas deliberaciones, lo dejamos para el día 1 de octubre. Este día por aquel entonces era “el día del Caudillo” una de aquellas fiestas que tenían la condición de “fiestas oficiales”. Este tipo de fiestas solo tenían efecto en los centros oficiales. Por lo cual, las barcas saldrían a pescar como si tal cosa. El carácter semifestivo de aquella jornada, en cambio, sí que afectaba a los militares de la Marina que tripulaban la temida “barquilla”, que era una patrullera que se encargaba de velar por que los pescadores no pescaran en terrenos prohibidos.
La magia que envuelve a todo aquello que se hace por primera vez impregnaba nuestro decidido deseo de algo a medias entre lo aventurero y lo sublime.
Nuestro primo Miguel Rovira ya hacía un par de años que había ido a pescar con nuestra barca. No con la Joven Miguel, puesto que por aquel entonces aún teníamos la Dolores, barca sensiblemente más pequeña, que vendimos en el verano de 1970 para comprar el Joven Miguel.  El Joven Miguel lo habían comprado nuestros padres a “els Ferletes”, y la Dolores fue a parar a aguas de Almería. Ya nunca más la volvimos a ver. La nueva barca no era tan nueva, pues había salido de los astilleros de Vinaròs mediada la década de los cuarenta, pero a parte de ser más grande, disponía de un motor sensiblemente más potente. Así es que pasamos de los cuarenta y cinco caballos de la Dolores, a los ciento veinte del Joven Miguel. Miguel, pues, se mantuvo al margen. Tampoco estaba por la labor mi inseparable primo Antoniet que ya aquel mismo verano había salido a pescar con su padre (mi tío Antonio, “Patxano”) Por lo tanto nos apuntamos para aquella aventura iniciática para todo hijo de pescador de ir a la mar a pescar Toni, Juan y yo.
Por mucho que nos contaran Miguel y Antoniet, todo eran recreaciones por ver cómo sería aquello de hacerse a la mar y comprobar de primera mano el misterioso proceso de tirar las redes al mar y sacarlas llenas de peces. Mis primos Juan y Toni me acompañaban en estos pensamientos sentados en el carro del “Joven Miguel”, que estaba aparcado junto a la lonja.
Toni y yo teníamos entonces trece años, y Juan catorce.

Aquel verano todas las tardes nos acercábamos al muelle pesquero. Íbamos a ayudar a “pesar”. El término “pesar” englobaba todo el proceso de la venta del pescado, que abarcaba desde que llegaba la barca a puerto hasta que se retornaban las cajas vacías a bordo, pasando por el transporte de las cajas de pescado y la subasta.
En aquel tiempo, pues, convivíamos “en tierra” con los marineros del Joven Miguel, siempre bajo la atenta mirada de nuestros abuelos Francisco y Francisca. Y ahora había llegado el momento de convivir con estos marineros allí donde uno cobra esencia de marineros. En alta mar. Eso último resonaba en nuestras mentes con el eco de palabras mayores. Compartiríamos las mismas olas, la misma barca, los mismos trabajos. Casi seríamos como ellos…
La tripulación del Joven Miguel estaba formada por tres marineros: el sinyo Antonio,  el sinyo Gabrialet cuyas edades andaban rondando los sesenta, y el sinyo Jaume “Batallón” que venía a ser de la misma edad de nuestros padres (cuarenta y pico). Mi tío Antonio (el padre de Toni) era el patrón, en tanto que mi padre era el motorista.
A las cinco y media de la mañana mi madre me despertó. Nunca en mi vida me había visto obligado a despertarme tan temprano.
Cuando salimos de casa mi padre y yo, aún reinaba en todo su esplendor la negra noche sobre las calles del Grao. Una bocanada de aire fresco golpeó mi cara. Mi madre tenía razón. Había que abrigarse. La húmeda serena nocturna se derramaba con fuerza sobre nosotros. El silencio era sepulcral. Nuestra voz, por bajito que habláramos, resonaba en toda la desolada calle. Cuando llegamos al “Carrer de davant” (la calle Buenavista) empezamos a ver solitarios marineros que, como nosotros, se dirigían al puerto. Eran hombres oscuros, taciturnos, disciplinados, serios. Todos llevaban en una mano el saquet de la berena (un saquito de tela que guardaba el almuerzo y alguna fruta para postre de la comida), algunos, en vez de saquito llevaban un pequeño cubo de plástico. Este recipiente, después, cuando se acabe la jornada, servirá para poner en él la morralla. Se  les veía caminar decididos, firmes, con una clara muestra de resignación en su rostro.
Cuando llegamos al puerto, me sorprendió el gran bullicio silencioso y nocturno que allí había. El muelle estaba repleto de marineros que iban arriba y abajo. Unos ya venían de “fer gel” (recoger el hielo de la fábrica) con el carro repleto de cajas rebosantes de hielo. Era un hielo fresco, vivo,  blanquísimo, que humeaba sobre las cajas de madera. Otros marineros se aplicaban en recoger unas redes. Por todos los rincones aparecían marineros. Y todos confluían, como atraídos por una invisible fuerza magnética, en el muelle donde estaban amarradas las barcas.
Toni y Juan habían llegado antes que nosotros a la barca. Nada más llegar subí con ellos. Desde la barca, sentados en un listón transversal que había a proa, veíamos todo aquel tráfico de hombres que parecía presagiar la inminencia de algún acontecimiento.
De pronto, se rompió el silencio; un fuerte repiqueteo metálico se dibujó en el cielo ceniciento del puerto. Una barca había puesto el motor en marcha. Y como si esto fuera una señal, una detrás de otra, las barcas empezaron a encender los motores. El muelle se llenó de sonidos violentos con veloz intermitencia como ráfagas de ametralladoras. Por un momento nos pareció que estábamos inmersos en el fragor de una batalla.
La barca, cuando el motor está en marcha, trepida toda. Los cables que van a la “maquinilla” tremolan. Los cabos que penden del palo mayor se estremecen con cierta violencia. Incluso hay un hormigueo en el ambiente que hace pensar que la embarcación tiene vida propia.
Nosotros, bien apostados a proa, lo mirábamos todo con interés y respeto.
Una barca, después otra, ya estaban en el medio del puerto esperando a que se encendiera la luz roja que había en el techo de la lonja avisando que ya podían hacerse a la mar las barcas.
Con gesto ágil y diligente los marineros iban desatando los cabos que estaban amarrados al noray y después saltaban a bordo. Ahora ya nada nos ataba a tierra. Cuando fuimos a darnos cuenta, nuestra barca ya estaba en medio del puerto junto a un montón de barcas que estaban tomando posiciones para salir del puerto. En un momento dado vimos que algunas barcas, con rutinaria decisión, ya estaban enfilando el faro, rumbo a la bocana del puerto.



El Joven Miguel hacía lo propio, y junto a un montón de barcas iba aproximándose con paso cansino hacia la salida del puerto. Si mirábamos hacia delante veíamos barcas, si echábamos la vista atrás, también. Parecía un desfile de barcas.
Las rocas de la escollera de levante y las del “frontis” aparecían desnudas. Totalmente vacías de gente. Aún era noche cerrada, y eso confería a las escolleras que tan bien conocíamos de día, un aspecto sepulcral y misterioso. Eran tan distintas a estas horas…
Al alcanzar el faro vimos que, sentado en una de las rocas, había un pescador de caña. ¡Tan temprano! El hombre nos miró de soslayo al pasar junto a él sin dejar de atender a su caña. Nosotros, que por aquella época éramos unos impenitentes pescadores de caña, nos lo quedamos mirando con respeto y admiración: “Estarà pescant al llobarro…”
Aún no habíamos salido del puerto, pero a la altura del faro las bravías aguas de fuera entraban con descaro y alegría por la bocana del puerto. La barca pareció asustarse ante esta avalancha de agua fresca y salvaje y empezó a cabecear con soltura como solo saben hacer las barcas.
La negrura del día naciente, que aún no daba señales de disiparse, hacía que las luces reinaran todavía en el ambiente manchando las oscuras aguas. Eran unas luces huidizas y poco consistentes. Unas, las de las farolas del puerto y el intermitente faro las íbamos dejando por la popa, y las otras, las que teníamos a proa, babor y estribor, que eran las luces de las barcas que estaban saliendo de puerto como nosotros, iban cambiando de forma según la dirección que tomaba la embarcación.
Las barcas se desparramaban en mil direcciones en forma de abanico a la salida del puerto. Las más grandes emprendían camino hacia “mares de fuera” (mares más alejadas y profundas), otras se iban hacia Garbí (rumbo a Almassora y Burriana) y otras, entre las que se encontraba el Joven Miguel, habían tomado la dirección de Llevant (buscando las costas de Benicàssim y Torreblanca). Íbamos, según supimos luego, en dirección a mares de poco calado (y prohibidos), al “fang” y a “la barbà de l’alguer”
A bordo los marineros permanecían todos en cubierta. Mi tío, como patrón de la barca iba al mando del timón mirando a diestra y siniestra con avidez mal disimulada. Lo que estaba haciendo era marcar a las otras barcas. Observar sus intenciones. Ver si la decisión de ir a echar las redes en mares prohibidos era compartida por otras barcas, o si, en cambio, leyera distintos planes en las maniobras de las embarcaciones que navegaban junto a nosotros, y, en este caso la decisión de pescar en “terramilles” (mares de menor calado al permitido) quedaría aplazada para mejor ocasión.
Nosotros, Toni, Juan y yo, sentados a la proa de la barca, no nos atrevíamos a levantarnos porque el vaivén aleatorio e irregular de la barca ponía en serio peligro nuestra estabilidad. Por eso, allí sentados mirábamos las evoluciones de mi tío, y la negra mar, que se había llenado de luces. Estas luces eran las barcas, las embravecidas barcas que con el motor a toda marcha se dirigían hacia el lugar de pesca. Si hubiera sido de día, habríamos observado que la barca, por la proa, al cortar el mar, provocaba un estallido de blanca espuma, y que tras de sí dejaba sobre la mar un camino lechoso burbujeante que las olas enseguida se encargaban de deshacer.
Cada vez las barcas se alejaban más unas de otras.
En un momento dado, mi tío se dirigió a la tripulación y les advirtió que había visto  una barca que ya estaba echando las redes. No íbamos a estar solos pues, si hacíamos lo propio. Parece ser que lo que estaba esperando era precisamente esto, no ser el primero. Y de inmediato mandó “calar”. El Joven Miguel iba a echar las redes al mar.
Con la diligencia que da la profesionalidad, cada uno de los marineros ocuparon posiciones. Desde proa observábamos cómo iban lanzando el bou por la popa. Después de unos minutos, ya con las redes en el mar, la barca aquietó sensiblemente su ritmo de marcha. Ya estaba “calà” (arrastrando las redes). La barca cuando va calà adquiere un caminar cansino y premioso. Las próximas horas la barca estará arrastrando las redes por el suelo marino.
Inmediatamente después de terminar la operación de “calar”, los marineros desaparecieron de cubierta. Mi padre se acercó a nosotros y nos aclaró que se habían ido a dormir. Él también se iba a dormir normalmente a estas horas y se quedaba de guardia mi tío, pero hoy, mi padre, como estábamos nosotros, no se iría a dormir, se quedaría a hacernos compañía.
La noche poco a poco perdía fuerza. Por el horizonte se adivinaba un apagado resplandor. Pronto el sol se adueñaría de la mar. Las luces de las barcas iban apagándose. Una incipiente luminosidad empezaba a cobrar intensidad sobre las aguas marinas.
Nosotros veíamos amanecer desde proa. Una explosión de sol anaranjado y rojo iba tomando forma. Como surgido de la nada, en un momento vimos cómo se desgajaba del mar una redondez ardiente que, a ojos vista, se elevaba fulgurante sobre la línea del horizonte. El sol parecía una pelota roja que irradiaba luz y daba vida al mar. Al apartar la vista vimos que  ya era de día. El sol reinaba en todo su esplendor.
Echamos la vista a nuestro alrededor y vimos unas cuantas barcas que, como la nuestra, iban cabeceando pesadamente con el bou a cuestas.
En estos momentos en que la barca acaba de “calar” no hay faena a bordo. Sobre cubierta hay una tendencia clara al tedio. El tiempo se hace espeso. Las horas pasan lánguidas. Nosotros, en cambio, animados por mi padre y mi tío, no dejábamos de charlar y de mirar todo. Incluso nos atrevimos a levantarnos y dar un pequeño paseo por cubierta, tratando de guardar el equilibrio lo más dignamente posible.
La mar, ahora que ya había amanecido, se veía de un azul oscuro intenso. De una pureza infinita. Tan azul era la mar, que parecía sólida.

Han pasado casi cuatro horas desde que hemos salido del puerto. Todavía no es hora de recoger las redes, pero la marinería empieza a dar señales de vida. Por las escotillas van saliendo pausadamente los marineros. No dicen nada. Cada uno se acomoda en un lugar de la barca y en silencio, se les ve sacar un poco de comida de un saquito, y tranquilamente, con la mirada fija en la mar, van comiéndose este frugal almuerzo. Luego, como quien no hace la cosa, se dejan bañar despreocupadamente por los rayos del sol, mientras su mente parece volar en la lejanía del mar. Nosotros no les decimos nada, los observamos desde proa y pensamos que están esperando a que mi tío dé la voz de “xorrar” (recoger las redes).