La trilogía completa

jueves, 1 de julio de 2010

La guerra que vio u niño de 11 años (18ª entrega)



Se termina la Guerra

Fueron pasando los días, todos bajo la impronta del enfrentamiento bélico que parecía perpetuarse.
Un día, sin previo aviso, observamos que los militares que compartían vivienda con nosotros, estaban recogiendo todo y, casi sin despedirse, se fueron yendo, hasta que cuando fuimos a darnos cuenta, nos hallábamos solos en aquella casa. Volvimos a ser otra vez los auténticos dueños de la casa.
Pudiera aquello significar que la Guerra estuviera viviendo sus últimos días. Así lo tomamos nosotros. Pero aún por las noches, el repiqueteo de las metralletas nos recordaba que la Guerra aún seguía ahí.
Pero un día de primavera, un 1 de abril de 1939, mi tío Pepet entró en casa con desmedida alegría, enarbolando un ejemplar del “Mediterráneo” y lanzando gritos de júbilo:

-¡La Guerra s’ha acabat! ¡La Guerra s’ha acabat! ¡Mireu ací al “Mediterràneo” ho posa!

Y todos, sentados junto a mi tío Pepet, oímos las noticias que nos leía en voz alta. Con sepulcral silencio y respetuosa esperanza, todos callábamos y escuchábamos.

-¡Escolteu “lo” que diu el peiròdic!:
“Detalle del último parte de Guerra”: - Leía mi tío Pepet impostando la voz y relamiéndose en sus propias palabras - “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La Guerra ha terminado.”

No cabía la menor duda. Por fin la paz.
Pero aún quedaba un largo camino para conseguir el total apaciguamiento de aquellas personas que habían vivido una Guerra fratricida.



El Grao de Castellón vive los primeros días tras la Guerra

La Guerra no había acabado para todos.
A partir del día en que se terminó la Guerra, empezaron a regresar al Grao vecinos “graueros” que habían huido cuando la entrada de “los nacionales”.
Algunos volvieron a pie, tal como se marcharon. Otros fueron traídos por algún camión que, repleto de soldados, seguía el mismo camino.
No era ésta una vuelta triunfal, sino todo lo contrario. Ellos habían sido los perdedores y, cuando llegaban a un control de la guardia civil, estaban expuestos a cualquier cosa. Desde que fueran confinados a un campo de concentración, hasta que fueran fusilados. Así, tal como suena.
Si existía en ellos algún indicio de apoyo a la causa republicana, todo el peso de la venganza de los vencedores caía sobre ellos.
Las cárceles no daban abasto. Los juicios sumarísimos eran moneda corriente.
Las penas capitales estaban a la orden del día.
Cuando menos te lo esperabas, alguien te decía:

-No ho saps...a “Fulanito” li ha eixit pena de mort...

Algunas de estas espeluznantes sentencias se cumplieron. Otras fueron conmutadas por cadena perpetua...
Hubo denuncias, en un principio anónimas, que llevaron a la muerte, o a la cárcel, o a recibir una desmesurada paliza, a decenas de “graueros”.
Tras las primeras semanas de desenfrenada depuración, y en vista de la ingente cantidad de denuncias, se creyó oportuno identificar al denunciante. El remedio llegó tarde. Algunas denuncias resultaron ser falsas. Muchos pagaron por algo que no habían cometido.
Los últimos coletazos de la Guerra aún se dejaban sentir en el Grao de Castellón.

Terrible coincidencia en el camión

Igual como ocurriera cuando las tropas de Franco tomaron Castellón, el final de la Guerra supuso un ir y venir de gentes. Unos, los soldados, poco a poco iban yéndose a sus lugares de origen. Un gran número de castellonenses se embarcaron en Denia y Alicante hacia el exilio. Otros, que habían huido con el ejército republicano por temor a posibles represalias, ahora regresaban. De estos últimos, como ha quedado dicho, no todos corrieron la misma suerte.

En las semanas inmediatas al término de la Guerra, los autobuses de línea regular aún no estaban normalizados. En cambio, era factible subirse en cualquier camión de soldados que hiciera la ruta que a uno le convenía.
Así, un día, Caragol y yo, tuvimos que ir a Castellón. Tomamos uno de esos camiones repletos de soldados y civiles que, como nosotros, subían hasta que se agotara el espacio del camión.
Una vez arriba, entre la abigarrada multitud de gente que se apretujaba en el camión, un individuo llamó poderosamente nuestra atención. No podíamos equivocarnos. Entre nosotros estaba aquel extraño personaje que un ya lejano día, al comienzo de la Guerra, nos inquietara, con su escopeta al hombro y su turbadora pregunta “que hi ha algun “faciste” per ací?”.
Aunque ya habían pasado casi tres años de aquello, su cara no nos ofrecía dudas. ¡Era él! ¡Seguro!
En estos términos y en voz baja, por supuesto, comentábamos esta circunstancia mi primo y yo.
Todo hubiera quedado en una ingenua anécdota si no hubiera sido porque alguien más, a parte de nosotros, estaba al corriente de esta circunstancia.
Un brusco frenazo del camión interrumpió nuestras conjeturas. Se trataba de un control. De uno de los muchos y frecuentes controles militares que se efectuaban en aquellos días.
Subió al camión un militar y lanzó al aire una pregunta. Sonoramente. Parecía que buscaban a alguien. Nosotros no llegamos a oír lo que decían.
De pronto, la gente se arremolinó en un extremo del camión. Una persona se había desmayado. Los que estaban a su alrededor le recogieron del suelo y le daban aire con unos cartones.
Entonces nos dimos cuenta. ¡Era él! el que se había desmayado era aquel hombre que iba a la caza de fascistas.
Dos guardias civiles subieron al camión y le bajaron. Porque era a él a quien buscaban.
Enseguida reprendimos la marcha.
Muy posiblemente las horas de aquel individuo estuvieran contadas...