La trilogía completa

domingo, 14 de marzo de 2010

La guerra que vio un niño de 11 años (17a entrega)

Un misterioso perol es desenterrado por la lluvia


Ya casi hacía un mes que compartíamos vivienda con los soldados. La guerra, tras la toma de Castellón por las tropas de Franco, continuaba. Aquello no había sido más que un punto y seguido en la contienda. La vida seguía igual. El peso de los modos bélicos todavía marcaba el devenir de las gentes del Grao. No había aún indicios de que nada fuera a cambiar. La guerra proseguía su curso. El frente parecía que se había estancado en Nules. Nosotros, no obstante esas terribles circunstancias, teníamos la obligación de seguir viviendo. Aunque fuera con la secreta esperanza de que llegaría el momento en que todo aquel mal sueño de la guerra sólo habitaría en nuestro recuerdo.

Una tarde que estaba lloviendo a cántaros, mi primo Caragol y yo, mirábamos cómo unos soldados convertidos en herreros, se afanaban desafiando a la insistente lluvia, en enderezar unas piezas de hierro. Estaban en la barraca que había en el corral de nuestra propiedad que lindaba pared con pared con nuestra vivienda. Era éste un local que nos resultaba muy útil, tanto para acumular trastos, como para hospedaje de animales de arrastre (fundamentalmente el “aca” que llevaba el carro con el que mi tía Carmen y mi madre iban a vender pescado a Almazora y Burriana). La barraca que utilizaban los soldados como débil refugio ante las acometidas feroces del aguacero, fue morada de un aca que poco antes del inicio de la guerra se murió. Los soldados pues, cuando llegaron la encontraron vacía. Y allí, bajo el breve cobijo de la barraca, y el terroso suelo del patio, habían instalado una singular herrería de efectos bélicos.
Entre los metálicos y estridentes alaridos del hierro al ser golpeado, y el acompasado y rítmico sonido del agua al caer en forma de lluvia, mi primo y yo, observábamos ensimismados los efectos que producía en el suelo del corral aquella tromba de agua que no cesaba.
Las gotas de lluvia (que por momentos arreciaba con fuerza) arañaban la tierra del corral y descarnaban su superficie. Un brazo de agua marrón, fluía tempestuoso a través del corral empujado por la ligera pendiente en dirección a la calle. El suelo era ahora un barrizal donde las gotas chapoteaban alegremente.
En un rincón del corral, junto a la barraca, mi primo y yo advertimos algo raro. Un objeto de textura arcillosa y forma redondeada parecía asomar a flor de tierra. Daba la impresión de ser una cacerola. La lluvia, pertinaz y corrosiva, iba desentrañando a ojos vista el misterioso objeto. ¡Sí, se trataba de un perol! ¡un perol que alguien había enterrado en el patio! No supimos encontrar una respuesta lógica. ¿Quién de nosotros (porque aquel patio era nuestro) se había tomado la molestia de semejante trabajo? Sumidos en estas razones estábamos cuando alguien de los soldados que allí había se percató de ello. Inmediatamente dio aviso al resto. Todos dejaron lo que estaban haciendo y se aplicaron en hurgar bajo la lluvia, con más curiosidad que otra cosa, las fangosas tierras en pos de desenterrar aquel perol que emergía bajo la lluvia. De pronto, la alarma cundió entre los soldados. Algo habían descubierto que les había excitado sobremanera. Nosotros nos asustamos. ¿Y si era una bomba que estaba oculta tras la inofensiva apariencia de una cacerola de barro? Esta y otras asechanzas poblaron de temores nuestras mentes. Abandonamos el corral a toda prisa en busca de nuestros padres.
Cuando llegamos a casa, referimos a mi padre lo que acabábamos de ver. No nos dejó acabar de contarlo. Como movido por un resorte, se levantó de la silla a la vez que maldecía entre dientes:

-¡¡Els perols!! – Exclamó mi padre en un ahogado grito de desesperación.

Fueron sólo unos instantes los que permaneció mi padre de pie, inmóvil y, pensando con evidente urgencia, ante nuestra atónita mirada. De pronto, como una exhalación, mi padre corrió en busca de su hermano, mi tío Pepet.

-¡Pepet, Pepet!, - oímos que gritaba en tanto desaparecía pasillo a dentro – ¡els perols, que han trobat els perols!
Nos quedamos mudos. Sumidos en una atroz duda. Mi padre y mi tío (y esto no sé por qué, nos tranquilizó) estaban al corriente de aquellos misteriosos peroles (porque ahora parecía ser que no sólo se trataba de uno sino de varios peroles), pero seguíamos sin tener idea de qué escondían los dichosos peroles.
Bajo la lluvia, mi padre y mi tío salieron veloces a la calle. Se dirigieron presurosos a la casa de enfrente, a la casa del tio Avelino, ahora ocupada por un comandante. Un comandante con el que mi padre había mantenido alguna que otra conversación y que por ello confiaba en que escuchase sus perentorias razones que venía a plantearle.

Cuando la entrada en Castellón de las tropas de Franco parecía inminente, mi tío Pepet y mi padre, angustiados y temerosos por la suerte que pudieran correr sus ahorros, miraron la manera de poner su dinero a salvo de las inciertas contingencias que sobre el Grao se precipitaban. Después de hablarlo con sus esposas, dieron con una fórmula que les pareció infalible. Cogerían todas las monedas de plata y las introducirían en cacerolas. Luego las enterrarían en el patio. Así, ocultas en el subsuelo del corral, libres de cualquier expolio, aquellas monedas de plata, que por ser de tan noble metal, mantendrían su valor intacto, serían fácilmente canjeables por dinero de curso legal del nuevo régimen.
Todo esto explicó mi padre al comandante. Añadiendo, con grandes dosis de diplomacia, que en realidad, ese dinero habían querido preservarlo de rapiñas incontroladas con el fin de donarlo “al régimen del Generalísimo Franco”.
Yo no sé exactamente cómo hicieron mi padre y mi tío para influir de forma tan fulminante en el ánimo de aquel comandante. Lo cierto es que a los pocos minutos, el comandante y un reducido séquito de oficiales atravesaban la calle con ellos y entraban directamente en el corral. Nosotros dos, les seguimos. En el interior del corral, los soldados -que ya habían desenterrado hasta tres cacerolas de barro repletas de monedas de plata -, a las voces de un teniente dejaron todo y formaron allí bajo la lluvia en posición de firmes. El comandante mandó que se procediese a decomisar en nombre del Generalísimo Franco aquel hallazgo. Aquella pequeña fortuna en monedas de plata que nuestra familia había acumulado con su trabajo.
Ya nunca más volvimos a ver las monedas de plata. Ni nunca supimos el uso que se le dio. Lo que sí debo apuntar es que al poco tiempo recibimos una cierta cantidad (muy por debajo del precio real de las monedas que habían guardado en los peroles) pero de curso legal.