La trilogía completa

miércoles, 31 de diciembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (5ª entrega)

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¿Que hi ha algun faciste per ací?

Una tarde después de comer, mi inseparable primo Caragol y yo, nos dirigíamos al muelle. Como todos los días. Si no lo impedían los bombardeos. Pero como sea que los bombardeos no eran diarios, esta eventual paz era bien aprovechada por la gente. Y los marineros, a lo nuestro, a pescar, ahora que se podía.
No hicimos más que entrar en el recinto pesquero y advertimos que un extraño sujeto, con una escopeta al hombro, caminaba hacia nosotros. Aquel hombre no era del Grao. No le habíamos visto nunca por ahí. Tenía un aspecto amenazador. A mí me dio miedo. Cuando nos cruzamos, de pronto, se dirigió a nosotros y, casi sin parar su marcha, nos preguntó sin mirarnos a penas:

-¿Qué hi ha algun faciste per ací?

Rápidamente le contestamos que no. Que nosotros no conocíamos a ningún “faciste”.
Y sin más, reprendió su andadura.
Pero ¿a dónde iba aquel hombre?. ¿Quién era aquella persona que con toda naturalidad hacia la guerra por su cuenta?
Desde una prudencial distancia le seguimos con la mirada. Tomó camino hacia Almassora. A pie. Solo. Con su escopeta de cazar al hombro. Con decisión; y con una idea fija en su mente: acabar con los fascistas.



Mi padre se salva del “passeget”

Contaba la gente que los milicianos se encargaban de velar por que el nuevo régimen comunista fuera aceptado y respetado por todos.
Pero resultó ser que aquellas personas que antes de la Guerra eran ricas o acomodadas, parecía que aquello de “todos iguales” no lo aceptaban del todo. Como en aquellos días el argumento que se usaba para hacer valer las razones era concluyente -la fuerza de las armas -, no dudaron aquellos milicianos en hacer una especie de limpieza económica e ideológica. Porque, también se comentaba, que justamente los más ricos eran los que más iban a misa. Doble delito. Lo mejor era eliminarlos. Y a eso se dedicaron con especial ahínco aquellos valedores de la normalidad política.





Este barco que está hundido dentro del puerto es el Isadora. Un buque de bandera irlandesa y matrícula de Belfast. Cargado de trigo, fue alcanzado por una bomba que lanzó un solitario hidroavión que solía visitar casi todas las noches el puerto de Castellón desde su base de Palma de Mallorca. Era el año 1937. Una vez terminada la Guerra, volvió a Castellón el Isadora, pero ahora se llamaba "Cabo de Oropesa", pues la naviera que lo rehabilitó (que se dedicaba a reparar buques siniestrados) tenía por costumbre poner el nombre del cabo más cercano al lugar donde el barco había sufrido el percance.

Los modos que hacían servir los milicianos eran toscos, macabros.
Cuando iban a por alguien, se montaba una desagradable pantomima. Un coche repleto de milicianos aparcaba frente a la casa de la persona en cuestión. En el coche había cinco o seis milicianos armados preferentemente con escopetas de caza. Un par de ellos bajaban del coche y llamaban a la puerta. Preguntaban por la persona a quien venían a llevarse. Sólo se trataba de ir con ellos en el coche, que le darían un pequeño paseo.
Esta espeluznante práctica, conocida entre nosotros como “fer el passeget”, fue especialmente habitual durante los primeros meses de la guerra.
No era raro encontrarse en cualquier ribazo de la marjalería, o junto “als blocs” que había en la entrada del pinar, o en cualquier lugar de las afueras del Grao, el cadáver de algún infeliz, la cabeza reventada de un tiro de escopeta, el cuerpo inerte sobre la tierra. Tal como lo habían dejado quienes lo habían matado.

Un día, fue a cruzarse mi padre con unos milicianos a quienes no conocía. Pero ellos le llamaron por su nombre: ¡Francisquet!
Mi padre, alertado por aquello, levantó la mirada, y enseguida le espetó el que parecía llevar la voz cantante:

-Francisquet..me pareix que un dia d’eixos anirem a ta casa i te farem un passeget...

Terminó aquel miliciano de decir aquellas palabras con una horrenda media sonrisa. Dicho esto continuaron su camino.
Lívido de terror llegó mi padre a casa. ¿Qué hacer?. Iría a la comisaría y daría parte al Comisario de los hechos.
Así lo hizo. El señor Peirats era el Comisario a quien tuvo que dirigirse. Por fortuna, tomó el Comisario tan en despropósito aquellas amenazas de las que había sido objeto mi padre, que puso especial interés en que no se llevara a cabo una tropelía semejante. Y lo consiguió. Y le salvó la vida a mi padre.
El sinyo Peirats cuando se terminó la Guerra hubo de exiliarse a Francia. Sólo pudo regresar allá por los años setenta. Recuerdo que, cuando mi padre se enteró de que el sinyo Peirats había vuelto al Grao, no dudó ni un instante en ir a su casa y, otra vez, volver a darle las gracias. Casi cuarenta años después.


martes, 9 de diciembre de 2008

La guerra que vio un niño de 11 años (4a entrega)

La aviación efectúa los primeros bombardeos sobre el Grao

Pronto conocí el zumbido de las bombas y el trágico sabor de la guerra.
Después de aquellos primeros días, raros y desconcertantes, siguieron otros teñidos de inequívoca certeza. Estábamos en guerra. Una guerra en toda regla. Dos bandos. Dos banderas. Dos frentes. Dos escuadras. Dos ejércitos. Dos estúpidas razones para luchar a muerte. Como mandan los cánones bélicos.
Nosotros éramos del bando de los republicanos o “rojos”. Y combatíamos contra los “fascistas” o “nacionales”.
Poco más sabíamos. Nuestros fatales enemigos eran los “fascistas”, eso sí que lo teníamos claro. Tan claro como que los “fascistas” eran españoles, tan españoles como nosotros.
De la misma forma que teníamos claro que los curas y demás religiosos eran también mortales enemigos nuestros:

Visca la República del mes de maig
capellans i frares tots afussellats..”.

Así decía una festiva cancioncilla que los muchachos cantábamos con candorosa inocencia.
El manifiesto no ofrecía duda. Ni un cura. Había que acabar con ellos. Eran nuestros enemigos. ¿Pero por qué? ¿Y Mossèn Llorenç también? Tendrían que pasar muchos años para que yo llegara a comprender lo que estaba ocurriendo.
Lo cierto era que aquello fuera como fuese seguía su curso.
Y nuestros implacables enemigos, los fascistas, a lo suyo: a muerte con los “rojos”, que éramos nosotros.
Y así fue, que los “fascistas” tomaron la costumbre de bombardearnos.
Sin venir a cuento. De forma esporádica. Con el único fin de sembrar el pánico entre nosotros. No hay que olvidar que nosotros éramos sus enemigos.
Pues bien, algunos días, por la mañana solía aparecer un solitario avión en lo alto del cielo “grauero”. Era “la pava”. Un trimotor alemán. Un “junker”. No había peligro inminente. “La pava” no efectuaba bombardeos. La gente decía que hacía fotografías; que inspeccionaba el terreno. En otras palabras, que preparaba el campo de acción a otros aviones que seguro vendrían al día siguiente, pero éstos, con otras intenciones.




Trabajadores del puerto y de la “Panderora” tratando de arreglar los serios desperfectos causados por los bombardeos de la aviación “fascista”. En la imagen, estado en que quedó la verja del puerto a la altura de la casa del “sinyo Bellés” que afortunadamente sólo sufrió roturas de cristales. La foto data del año 1937.

No fallaba. Fatídicamente puntuales, los “junkers”, tal como había anunciado “la pava” el día anterior, hacían acto de presencia.
El terror se apoderaba de todos los “graueros”. Dos o tres “junkers” en parsimoniosa formación, manchaban el cielo “grauero”.
Antes de verlos, los oíamos. Era un “run, run” cansino, insistente, contumaz, lejano, mortal.
A estos apagados sonidos enseguida se unían otros; eran las estridentes sirenas que anunciaban la inmediatez del bombardeo.
El aire se hacía denso. Lleno de ruidos. Repleto de voces. Saturado de gritos caóticos.
Y la gente corría y corría hacia ninguna parte.
Corrían hasta que en el aire se dibujaban unos largos y finísimos silbidos. Entonces las gentes se echaban al suelo, se cubrían la cabeza con las manos y permanecían quietos. Terriblemente quietos. Las bombas, dos o tres a lo sumo, estaban cayendo. Pasaban unos segundos. La respiración se hacía entrecortada y dificultosa. El silencio era sepulcral. Sólo se oía el penetrante sonido de los obuses desgarrando el aire. Eran unos instantes de macabra espera. En estos momentos no se piensa en nada. La mente se paraliza. Y el ánimo espera, sólo eso, espera que la bomba no caiga cerca de donde uno se ha apostado cuerpo a tierra.
Por fin, hay unos estruendos ensordecedores. Entonces, instintivamente, uno cierra la boca y aprieta los dientes. Las manos se aferran con más fuerza a la cabeza. El cuerpo se estremece.
Para bien o para mal ya ha pasado todo. La bomba ha estallado. Y de forma inconsciente, uno se mira y se ve vivo. Esta vez ha habido suerte. Pero de inmediato, se vuelve a la realidad, al entorno, y se levanta la vista, y se intercambian miradas con las personas que aún recostadas en el suelo, van incorporándose cautelosamente. Hay una pregunta que nadie se atreve a formular: ¿dónde habrá caído esta vez?.
Pasados estos intrigantes momentos, nos levantamos. Miramos en derredor. Una columna de humo se adivina unos centenares de metros más allá. No lejos de ahí, otra espesa humareda se eleva negra y turbulenta. Son el producto del bombardeo. Esta vez han sido dos bombas.
Las noticias son apresuradas y fatídicas.
Uno piensa que sea como fuera, el hecho de estar vivo es todo un éxito. Poco a poco, la vida retoma la normalidad.